Creer que la filosofía aspira a ser una mera descripción de lo que sucede, a un tipo de tematización imparcial de lo cotidiano es algo ridículo. Como lo fueron las pretensiones heideggerianas que en la búsqueda de un pensamiento originario, que iba más allá de cualquier particularidad de pretensión “antropológica”, “psicológica”, o “ética” —éstas que él filósofo en su capítulo quinto de Ser y tiempo escribía—, proporcionaban para él tan sólo “fragmentos”, “análisis incompletos”, “provisionales” sobre el ser humano, que no eran la interpretación “más adecuada”, de eso que él llamaba Dasein; pecaría contra la terminología heideggeriana al decir en palabras coloquiales que el Dasein es el “ser humano” pero, por el carácter divulgativo del presente artículo, entendámoslo así. El filósofo quiere destruir toda la metafísica pasada y con ello la terminología que interpreta al “ser humano” a partir de su humanidad, de su racionalidad, como voluntad de poder, como algo divino, como alma, en resumen, como una existencia de esencias: de conceptos inmutables y determinados.
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Para Heidegger, la existencia humana es algo más allá de cualquier particularidad dada por el pasado, no es un “algo determinado” en un sentido objetual o de categorías inamovibles. En su filosofía no encontramos parámetros de los cuales asir una ética, ni una comprensión más particular de la vida. En su pensamiento sólo hay una distinción importante, y ésta es entre el objeto y el Dasein (existencia humana): entre la nada y el ser.
Abusando de la confesión filosófica, quisiera contarles que durante años escribí una tesis sobre la obra de Heidegger, encontrándome con un filósofo brillante, sí, pero a través del cual no podía hacer nada más que repetir, una y otra vez, que la existencia es “nada”, porque no puede ser explicada a partir de ningún objeto, ni ningún concepto fijo, porque no está dirigida hacia una meta concreta. Y es tan solo en el eco interior de cada uno de nosotros, en el adelantarnos imaginariamente hasta esa única posibilidad irreductible, la muerte, el modo en que podríamos encontrarle algún sentido a nuestra vida, y eso no significa que lo tenga previamente. Un tipo de “filosofía de velorio”, por ahí alguien la definía.
Desde el pensamiento de Heidegger, para mí no existía la posibilidad de pensar en ningún juicio de valor, ni adoptar alguna posición, porque su planteamiento navegaba en la neutralidad, en la ambigüedad es ambigüedad, y en la obsesión de una existencia librada de cualquier atadura ética. Un filósofo de aspiraciones antisistemáticas, pero sistemático al final, amante de eruditos argumentos, de la ambición irrealizable de romper, de una vez por todas, con la sintaxis de cualquier enunciado, para así llegar hasta los huesos de la metafísica occidental e incinerarlos, transgrediendo eso que sustancializa o esencializa la existencia desde el habla: el sujeto, el sustantivo y lo que le sigue, en un orden siempre dispuesto.
Heidegger es un transgresor del orden, pero que nunca dejó el orden institucional, un hombre contrasistema pero amante del sistema, de la jerarquía y estructuras universitarias. Un filósofo beligerante contra los prototipos y los moldes de Occidente, pero en la práctica, un amante de las etiquetas, un “guardián”, del destino… del pueblo alemán.
A pesar de todo, Heidegger no es un filósofo “edificante”, ni rebelde. Aunque expusiera en una prosa distinguida, y construyera una serie de “fragmentos filosóficos” en su parte tardía, no tuvieron la fuerza de un Pascal, de un Baltasar Gracián, o de un Nietzsche. Heidegger es como un ingeniero del pensamiento que sólo pone las vigas pero no logra construir el interior de la casa, ni mucho menos un hogar cálido.
La filosofía de Heidegger nos orilla a ese insalvable carácter neutro, donde no cabe una ética, una sugerencia existencial para llevar bien nuestras vidas. Su planteamiento nos orilla al profundo abismo de la nada, a un tipo de nihilismo destructivo, que aniquila vicios lingüísticos dentro de la misma tradición filosófica pero que no va más allá de los límites del discurso de ésta, porque al final no propone nada nuevo. Sus palabras alrededor de la técnica planetaria y la demonización de las ciudades son tan confusas, que a veces parecen elucubrar el espíritu bélico de un siglo sanguinario y racista en la no muy sutil sobrevaloración de la vida campirana alemana.
¿No será que, como escribía el filósofo italiano Franco Volpi, en sus últimos años de vida, desencantado y decepcionado ante la actitud política de Heidegger, que éste, “por adentrarse demasiado en el mar del ser, se hunde”? Pensar que la tarea de la filosofía es la imparcialidad, que no se habrán de gestar juicios de valor, sugerencias implícitas de girar el navío hacia otro rumbo para no naufragar. No podemos sucumbir a la comodidad de que la filosofía no debe adoptar una posición crítica frente a una época. Desde el momento en que se compromete con una teoría sobre lo humano resulta imposible dejar de lado una ética, es santificar la labor del pensamiento. Esta ceguera de cubículo, esta forma de hacer filosofía que decide no decidir, es el mismo discurso que puede ser usado para tantos fines como sean necesarios. La ambigüedad del pensamiento se puede convertir en el molde de cualquier ideología.
O como escribe el recién acaecido George Steiner: “Aunque empeñado en la destrucción de la metafísica occidental, aunque comprometido con una concepción del pensamiento radical y antiacadémico, Heidegger fue al mismo tiempo un alemán ordinarius, el ocupante vitalicio de una cátedra renombrada, incapaz, emocional o intelectualmente, de enfrentarse, de ‘pensar de cabo a cabo’, como él diría, el complaciente colapso de las instituciones académicas y culturales alemanas ante el reto nazi”.
Prefiero al filósofo edificante que se retracta de sus errores públicamente, que tiene discípulos críticos que no estén completamente de acuerdo con él, y en el diálogo no trate de nulificarlos por pensar diferente. Al filósofo que prescinde de la megalomanía, y no solamente vive —recuperando nuevamente a Steiner— “rodeado de un grupito de adoradores y que detrás de murallas de adulación, sus salidas al mundo son raras y cuidadosamente preparadas”.
El caso de Heidegger es el de muchos contemporáneos que, obnubilados por la burocracia del pensamiento y el narcisismo, seguirán siendo los dioses de unos cuantos seguidores, miopes a las crisis contemporáneas, e incluso a las crisis de su estudiante más cercano. Va siendo hora de que el filósofo también se tome en serio su papel como educador —escribe Eduardo Subirats— fundando su labor en “una autonomía moral y en una dimensión crítica y a menudo polémica de su actividad”.
ÁSS