La convicción de don Simplicio en tiempos de paupérrimas campañas electorales

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Los candidatos canturrean, se sacuden, se disfrazan o llevan máscaras de simio... ¿Deberíamos exigir una reglamentación feroz en el rubro de las campañas?

Samuel García, candidato de Movimiento Ciudadano a la gubernatura de Nuevo León. (Especial)
Iván Ríos Gascón
Ciudad de México /

En 1845, el bisemanario satírico Don Simplicio, fundado por Guillermo Prieto, quien firmaba con los seudónimos de “Zancadilla”, “Tontini” y “Tolhno”; Ignacio Ramírez con su célebre “El Nigromante”, y Vicente Segura Argüelles con el de “Pablo Cantárida”, publicó el “Pronunciamiento de don Simplicio”, un desternillante manifiesto sobre la probable legislación para la incierta Asnópolis, en la que tan ilustre caballero afirma: “es imposible, me dije, que pueda haber voluntad nacional donde la mayoría no piensa, y los pocos que piensan lo hacen con tan poco acuerdo”. Don Simplicio mantuvo una lucha encarnizada con El Tiempo, periódico de Lucas Alamán, y aunque suspendió sus entregas de abril a julio de 1846 (el presidente interino Mariano Paredes Arrillaga ordenó la suspensión y dictó procesos judiciales), Don Simplicio se mantuvo hasta 1847 para “alborotar conciencias, burlar masones y alarmar bribones”, refirió Guillermo Prieto en sus Memorias, mas aquella es historia lejana y no el asunto de esta entrega, pues lo que concierne al alegato de don Simplicio es la aseveración de que en el país la mayoría no piensa y los pocos que sí razonan lo hacen con tan poco acuerdo: esa es, ni duda cabe, la convicción de las franquicias electorales, de sus candidatos y diseñadores de campañas.

Ya no causa asombro que los candidatos sean personajillos de la farándula (conductores de telerrevistas, cantantes, luchadores, flores más bellas del ejido, mercachifles de YouTube y de TikTok o buhoneros a título personal entrenados para escupir sandeces sin pudor); tampoco importa la miseria simbólica o concreta de la valía de un aspirante a gobernador o alcalde y, mucho menos, que el perfil de un futuro legislador se empobrezca en la promoción de un “representante” populachero. Lo académico, lo profesional, la experiencia y trayectoria e, incluso, los antecedentes penales o connivencias delictivas de un candidato o candidata a nadie le interesan, lo mismo que las muchas o escasas luces que los acreditan para un cargo. Nos es insustancial, o francamente estúpido, lo que prometen en caso de conseguir el hueso, y a nadie le preocupan las plataformas ideológicas ni sus proyectos políticos (de hecho, inexistentes).

Sin embargo, hay algo que deberíamos exigir: una reglamentación feroz en el rubro de las campañas. No sé a usted, pero a mí me parece que el peor agravio es el ultraje a la inteligencia y el sentido común. Observar, por ejemplo, el atroz espectáculo de un sujeto danzando con una burra (como el individuo que se hace llamar Tekmol y que pretende gobernar San Luis Potosí a través del engendro bautizado Redes Sociales Progresistas), el performance de un tipo gordinflón emergiendo de un ataúd para conseguir el voto en Ciudad Juárez o la decena de spots en que los candidatos canturrean, se sacuden, se disfrazan, llevan máscaras de simio o recrean escenas de películas célebres para obtener sufragios, debían considerarse delitos electorales por concebir al votante como un palurdo sin decoro, como un descerebrado vacío de dignidad.

En efecto, hoy es remoto que surja, digamos, un aspirante a congresista con la estatura intelectual de Francisco Zarco, de Ignacio Manuel Altamirano, de Guillermo Prieto o de “El Nigromante” (sólo basta leer la Gaceta Parlamentaria para medir el enanismo que priva en el Congreso), pero no estaría de más oponer una briosa resistencia a la simplista idea de las franquicias y sus fantoches electoreros que, como don Simplicio en su incierta Asnópolis, consideran que la mayoría no piensa y, encima, nos faltan al respeto.

AQ

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