Cortázar de mis amores: el despertar de mis dos vocaciones

Marca de fuego

En los setenta, el universo del escritor argentino se convirtió en un referente generacional. Dotaba a sus lectores de esa mirada suya que cruzaba niveles de abstracción y realidad como un deporte mental extremo.

Julio Cortázar, escritor argentino. (Editorial Alfaguara)
Carmen Villoro
Ciudad de México /

Eran los años setenta. La poesía de los españoles Antonio Machado, Rafael Alberti, Federico García Lorca y Miguel Hernández, sonaban en la voz de Juan Manuel Serrat en un LP que giraba en mi tornamesa Fisher. Cambiar el mundo, en ese entonces, comenzaba por usar huaraches de suela de llanta y correas de cuero rudo, blusa de manta bordada por manos indígenas y morral de lana al hombro. Adentro del morral algunos libros, entre ellos una novela extraña y fascinante, Rayuela, de Julio Cortázar. El desconocido París de los cincuentas por el que se perdía la Maga se confundía en mi imaginación adolescente con una ciudad que yo aprendí a querer y a caminar en esos días: la Ciudad de México. Tomaba el tranvía que me llevaba desde avenida Coyoacán hasta Revolución, donde se asentaba la prepa del Colegio Madrid. Rememoro las largas caminatas por Insurgentes Sur bajo la lluvia vespertina, la parada obligatoria en las tortas de Don Polo en Félix Cuevas o en el café sofisticado de unos italianos, Ginos, un gusto pequeñoburgués que nos permitíamos con ligereza mientras hablábamos, con la pedantería de los 16 años, de marxismo y psicoanálisis, temas que no entendíamos —como tampoco entendíamos la novela Rayuela— tomando sorbos de un aromático y espumoso capuchino, bebida novedosa para nosotros, el grupo de muchachos para quienes en realidad todo era, aunque complejo, nuevo, estimulante y contagioso.

Margarita Gallardo, la maestra de la clase de literatura latinoamericana, una fan confesa de Julio Cortázar, nos hacía escribir al alimón con él. Leíamos la mitad de un cuento, cerrábamos el libro y teníamos que inventar el resto. Recuerdo, por ejemplo, el cuento “Carta a una señorita en París”, de su primer libro Bestiario, en el que un hombre platica a su amiga que su pequeña hija vomita conejitos. La tarea consistía en responder la carta desde la voz de la amiga —la señorita en París— haciendo recomendaciones al personaje sobre cómo lidiar con esa extraña y singular enfermedad. Fue así como me empezó a gustar la escritura: tragando conejitos que no eran míos (identificación introyectiva, dirían los psicoanalistas; peligrosa incorporación, dirían los conejitos), y devoré sus libros escritos hasta entonces: esa joya que se llama Historias de cronopios y famas; sus cinco libros de cuentos, Bestiario, Final del juego, Las armas secretas, Todos los fuegos el fuego y Octaedro; y la novela Rayuela.

El universo de Cortázar se convirtió en un referente de mi generación. Veíamos que el piso se plegaba de repente formando una escalera y reíamos con las instrucciones de cómo llevar a cabo un acto natural como subirla. El escritor nos dotaba de esa mirada suya que cruzaba niveles de abstracción y realidad como un deporte mental extremo o un entretenimiento inteligente. Sus textos nos hacían percibir que había otra dimensión, otras, detrás de la experiencia inmediata, y que el mundo era curioso y grave, comprensible e incomprensible, real y fantástico a la vez, familiar y siniestro. Y yo que leía el primer libro que conocí de Freud, Psicopatología de la vida cotidiana, pensaba que los dos autores hablan del inconsciente: uno desde el pensamiento y las ideas, el otro desde la forma literaria y la experiencia emocional. Yo quería ser cronopio. La gente se dividía en famas y cronopios. Ser cronopio era una manera distinta de estar en el mundo. Los famas eran convencionales y adecuados, pero aburridos y rígidos; los cronopios eran creativos y originales, sabían jugar y cantar. Para mí, Historias de cronopios y famas hizo las veces de un libro de autoayuda. Cuando años después leí que Winnicott describía la creatividad como “esa capacidad de colorear la vida”, pensé que eso era lo que distinguía a los cronopios, esos neuróticos que disfrutan estar vivos y que viven intensamente sus “locuras privadas”, como les llamaría André Green. Y recuerdo aquí la idea de Freud expresada así de pasadita en su ensayo Neurosis y psicosis: “Afortunadas las extravagancias de los hombres que les permiten no enfermar de psicosis”. Pero se necesitan muchas virtudes para ser cronopio; en realidad ser cronopio es un ideal inalcanzable.

Cortázar ha tenido una influencia crucial en mi persona, en mi escritura y en mi práctica psicoanalítica. El abordaje de lo cotidiano como una realidad que lleva a otras realidades es algo que aprendí de él, como quien aprende de un tío joven el arte de la papiroflexia. ¿Cómo puedo pensar en Cortázar como un tío joven? ¡Si estaría cumpliendo 108 años! Sin embargo, a 38 años de su muerte, sigue siendo un escritor al que leen los jóvenes. Además, para convertirlo en uno de sus propios personajes, la naturaleza lo dotó de una rara condición: no envejecer. Carlos Fuentes contaba la anécdota de cuando fue a visitarlo a su departamento de París y, al ver que abría la puerta un muchacho, le dijo: “Pibe, llamale a tu papá”, a lo que Julio contestó: “Soy yo”. La literatura de Cortázar me acompaña siempre. Se revela en mis actos y en mis sueños. Cuando quise ser poeta, a los 18 años, leí por centésima vez el capítulo 7 de Rayuela y escribí un poema que contiene algunas gotas de la poción del tío Julio. Con él gané una beca que me subió al tren de la literatura. Ahora vivo en Guadalajara y soy psicoanalista. A mis alumnos les propongo ejercicios que, no lo saben, llevan en la fórmula un poquito del polvo de Cortázar. En la ciudad en la que vivo hay una cátedra Julio Cortázar a la que fui invitada a presentar al poeta Juan Gelman, otro cronopio entrañable. He hablado de Cortázar en un artículo psicoanalítico, y lo he culpado de crear un mundo paralelo donde seguramente están los calcetines extraviados de los que solo conservo uno por cada par en el cajón. Lo familiar siniestro de que hablara el gran abuelo Freud.

La literatura de Julio Cortázar tiene coincidencias con el psicoanálisis; por ejemplo, la idea de la experiencia humana como superposición de realidades en planos diferentes, simultáneos, accesibles a la consciencia sólo en forma parcial, fragmentaria y enigmática; el registro psíquico de la ausencia, de lo no vivido, de lo que queda de la experiencia identificable; el orden en el que el autor recomienda que su novela Rayuela sea leída, responde a una mirada subjetiva que puede narrar la realidad de otro modo. Uno vive en forma cronológica, hay una anécdota, es cierto, un argumento, pero de manera vertiginosa y simultánea los estímulos internos y externos nos llevan a pensamientos, sensaciones y emociones que se entremezclan de manera atemporal y arbitraria. El relato en primera persona se ve interrumpido por las reflexiones de otros, las ideas propias, alguna imagen poética suelta por ahí, como una hoja de otoño que se desprende del árbol y cae a otro ritmo que el de la prisa urbana; los recuerdos que brotan como retoños del pasado, de una lectura de una conversación en un café. El lente del escritor que cambia el sujeto narrativo de la primera persona a la tercera persona, es el mismo con el que nos miramos: a veces desde dentro, a veces desde fuera, como ese personaje indefinido e incierto que transita el trecho de novela que nos toca vivir al lado de otros personajes igualmente inasibles. La distancia entre la realidad y la ficción se acorta de tal modo que no hay verdad posible sino la del momento emocional que la refiere.

Cortázar leyó y admiró a Freud. Según el propio Julio, algunos de los cuentos de Bestiario fueron autoterapias psicoanalíticas. “Yo escribí esos cuentos sintiendo síntomas neuróticos que me molestaban”, dice el autor. Recordamos “Casa tomada”, ese relato de dos hermanos solterones que van oyendo y sintiendo que “otros”, a los que nunca ven, se van apoderando de su hogar hasta expulsarlos; y ese otro cuento, “Lejana”, en el que una mujer intercambia su identidad con otra, siempre intuida en sueños inquietantes. Alain Sicard, profesor de Poitiers y amigo de Cortázar, dice del escritor, a propósito de su afición por recorrer el Mercado de Pulgas de Clignancourt: “Julio era muy sensible a las cosas insólitas, a la manera en la que el azar juntaba en el mercado objetos inconexos, tenía una mirada surrealista”. El surrealismo, en la primera mitad del siglo XX, abrevó de las ideas freudianas, como el concepto de inconsciente y los procesos oníricos descritos en el libro La interpretación de los sueños. Socorro Venegas, joven escritora mexicana, opina de la obra de Cortázar: “En su literatura, siempre hay un más allá de lo aparente, una invitación a mirar hasta encontrar la voz secreta de las cosas”. No sé si André Green, psicoanalista francés nacido en el 27, haya leído o incluso conocido a Cortázar. Por algunas referencias sabemos que fue lector de Borges y gran aficionado de la literatura, pero, sin duda, hay en el pensamiento de estos dos creadores, algunas convergencias. El modelo de psiquismo humano que propone André Green bajo el término de “posición fóbica” consiste en una red de asociaciones múltiples hundidas en lo atemporal, como los sueños, no lineales sino mutidimensionales, no aritméticas sino geométricas, siempre actuales, aunque intermitentes. Este “modelo para armar” coincide con la figura que Cortázar propone para la descripción de su ciudad París imaginaria. Uno de los personajes de Rayuela, Gregorovius, dice: “París es una enorme metáfora”. El profesor Sicard afirma que uno de los temas centrales en la obra de Cortázar es el desencuentro. Yo propondría un sesgo a esta opinión y sugeriría que su preocupación temática es el encuentro fortuito, la casualidad provocada, lo previsto que es, al mismo tiempo, inesperado. Otra vez la paradoja como espacio de existencia. “¿Encontraría a la Maga?”, así comienza la novela. Los jóvenes se citaban en un barrio cualquiera de París sin precisar el punto de reunión. Las posibilidades de encuentro y desencuentro eran, a la vez, excitantes y angustiosas: un juego en el tiempo y el espacio, y sus infinitas posibilidades. Encontrarse bajo tales reglas del juego constituía un milagro posible que se festejaba como un gran acontecimiento cotidiano. La retícula de calles que conforma la ciudad luz, los puentes que cruzan de un lado a otro el río Sena, los barrios y sus periferias son una metáfora de otra red de representaciones por las que vagamos indefinidamente. “¿Encontraría a la Maga?”, yo me encontré a mí misma en aquel cruce de caminos.

Texto tomado del libro 'Marca de fuego. Experiencias de escritores en torno a la lectura', coordinado por Jorge Souza Jauffred y Godofredo Olivares (Universidad de Guadalajara, 2022). Publicado con autorización de sus editores.

AQ

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