Una criatura del aire | Un cuento de Adrián Curiel Rivera

Ficción

Este relato, que tiene como escenario la ciudad de Mérida, último bastión de la convivencia pacífica en tierras mexicanas, forma parte de Amores veganos, de próxima aparición en Lectorum, donde la naturaleza cobra un papel protagónico.

Adrián Curiel es director del Centro Peninsular en Humanidades y Ciencias Sociales de la UNAM. (Foto: Ángel Soto)
Adrián Curiel Rivera
Mérida /

Garaje. Solo ahora, a sus cuarenta años, a Jesús Mastelero le caía como un martillo sobre un yunque la carga insospechada que esa palabra tenía en su realidad. Apagaba el despertador, le daba un beso a Carmen, quien la mayoría de las veces ni siquiera se enteraba; se preparaba su licuado con proteínas y salía disparado al gimnasio para sus dos horas de pesas antes de abrir su tienda de productos ergogénicos. Al mediodía, llamaba por el móvil para cerciorarse de que a Carmen no se le hubieran quedado pegadas las sábanas. Ella entregaba a Lázaro en la guardería justo antes de que le cerraran la puerta en las narices. Luego Carmen se iba a la agencia de viajes. Por la tarde, Eloísa los ayudaba a cuidar a Lázaro. Así transcurría el tiempo de lunes a viernes.

El fin de semana: más o menos lo mismo. El sábado atravesaba el garaje y salía en su Mazda rojo descapotable a ejercitarse con mucha intensidad. Volvía a casa por Lázaro y lo llevaba a su taller de expresión creativa, aunque su hijo solía protestar. En ocasiones, incluso pataleaba hasta el llanto. En ese centro de actividades extraescolares le enseñaban algo de alfarería y pintura. Jesús aprovechaba para deambular por la ciudad y hacer los recados que le encomendaba Carmen.

A eso de las 12:15, suspendía la expedición y recogía a Lázaro, que ahora se quejaba porque no quería irse, agarrado a la pierna de la maestra. Ambos se subían al Mazda y, transpirados y con sed, bajo el sol deslumbrante de Mérida, se trasladaban a la tienda, una pequeña oficina alquilada cerca del colegio Cumbres, donde permanecían un par de horas. Era necesario que Jesús supervisara el trabajo de su empleada Micaela. Lázaro entonces coloreaba o se entretenía con su tableta en algún juego electrónico. Más tarde, situación que por lo general suscitaba otro berrinche, Jesús lo llevaba a la agencia con Carmen para que ella lo custodiara. Hasta las seis, cuando la familia por fin podía relajarse.

El domingo temprano Jesús hacía un entrenamiento a ritmo constante con el equipo del gimnasio que se estaba preparando para la próxima competición de culturismo. Carmen al principio se preocupaba, temía que su pareja hubiera sido víctima de un misterioso ataque sónico que le hubiera afectado el cerebro. No entendía esa disciplina deportiva, los cuerpos que moldeaba en general le parecían vulgares y ridículos. Pero él se lo había explicado: por algún motivo, a su edad, el reto de esculpir los músculos como hacían los griegos le parecía algo que lo haría crecer como persona. Luego le suplicó que, por favor, en vez de juzgarlo, lo apoyara. Esa escena, curiosamente, había tenido lugar en el garaje.

Así que los domingos Jesús y sus compañeros de la causa culturista acostumbraban reunirse en el Parque de La Mejorada o en algún punto céntrico de la ciudad de Mérida. Corrían cerca de una hora a trote ligero, antes de reafirmar los músculos con una rutina de estiramientos y lagartijas que ese día, exclusivamente, prohibía levantar cualquier tipo de peso que no fuera el del propio cuerpo. El año pasado Jesús había quedado en segundo lugar en la categoría men’s physique hasta 178 centímetros, y esta temporada estaba decidido a obtener la medalla de oro. El resto de la jornada, cuando retornaba a casa, los tres se la pasaban descansando. Leían revistas de moda o interés general, miraban alguna peli en la tele. Lázaro dibujaba en un cuaderno o hacía pelear a sus muñecos transformers. Carmen se desesperaba con el estricto régimen al que se sometía Jesús, él debía cuidar cada partícula de alimento que consumía para no echar un miligramo de lonja, lo cual implicaba prepararle complejos menús especiales y servirle varias veces al día —cuando él no podía hacerlo por sí mismo— comidas matemáticamente racionadas.

El garaje, Jesús reparaba en ello, estaba siempre presente o latente. Constituía una suerte de estación de transporte, de base de lanzamiento de cohetes o hasta de templo pagano por donde uno pasaba mil veces con prisas, agobiado por las bolsas del súper, un nuevo aparato de abdominales o una lámpara, arrastrando los molestos garrafones de agua que parecían agotarse enseguida. Por ese espacio entraban también las visitas y los repartidores de Liverpool con algún mueble estorboso. De pronto cobraba plena conciencia de que su garaje estaba solo parcialmente cerrado por el techo y una pared. El otro extremo quedaba abierto y unido a la entrada principal. Un diseño común en muchas viviendas de Mérida.

Y, sin saber a ciencia cierta cómo, ya era sábado otra vez. Jesús abordó su automóvil y pulsó el control colocado en la visera que abría el portón eléctrico. Los suyos no eran negocios boyantes, pensó, pero sí dignos y promisorios. Entre la venta de los suplementos alimenticos, los tours turísticos que lograban vender en la agencia, y lo que cada uno había heredado de sus padres antes de mudarse a esta ciudad, Carmen y él iban tirando. Además, estaba a la espera de la llamada de Banchik. Finalmente Banchik le diría sí o no. Si le decía que sí, todos saldrían beneficiados. Salió en reversa.

En el asfalto retrocedió todavía unos cuantos metros. Comprobó que las dos verjas del portón cerraran correctamente y luego aceleró entre los floridos flamboyanes de la colonia Montecristo. Por el retrovisor alcanzó a vislumbrar una parte del garaje. Sintió el dolor del esfuerzo en hombros y bíceps, la sesión en el gimnasio de esa mañana muy temprano se había prolongado hasta la extenuación, quería llegar en plena forma a la competencia. Quedaban pocas semanas, valía la pena ese plus de sufrimiento. Ese sábado en particular la rutina habría de experimentar un ligero cambio. Carmen se ocuparía de recoger a Lázaro y él pasaría a Tere Cazola por el sandwichón que habían encargado para el cumpleaños de Maite. Más tarde los tres se reunirían en el lugar del festejo. A ver si Lázaro no llegaba a la fiesta con la cara completamente manchada de lodo y pintura.

Se detuvo en la glorieta del Centrito y prosiguió por la Calle 1H. Apenas hacía unos segundos había sido testigo de uno de los múltiples accidentes que involucraban a algún motociclista. Presenciaba al menos uno por semana, era asombroso. Cuando libró la rotonda, una señora al volante de un jeep Mercedes Benz se precipitó detrás de él para ganarles a los que tenían paso preferencial en la otra avenida, llevándose de corbata a un repartidor de Rappi que también intentó adelantarla indebidamente por la derecha. Lo vio todo por el espejo lateral. Dudó si detenerse, pero desistió al observar que el atropellado se levantaba por su propio pie. Una súbita ráfaga de aire hirviente azotó las palmeras del estrecho bulevar, levantando una tolvanera y emitiendo un silbido amenazante que se escuchó incluso a través de las ventanillas cerradas. Había hecho bien en no plegar la capota ese día. Estaría ya perdido, cubierto de suciedad.

Ingresó en el estacionamiento de Tere Cazola y se apeó, dejando el motor encendido y las ventanas abiertas. Solo en Mérida podía atreverse uno a este tipo de cosas, sabía cómo le había ido en Ciudad de México cuando por distracción hizo lo mismo frente a un Oxxo. Al salir del local, ya no estaba su camioneta. Y luego, casi peor, la tortura de ir a denunciar los hechos a la agencia del ministerio público. Por supuesto, la Ford nunca apareció. Por eso decidieron escapar de ese estercolero de megalópolis, huir cuanto antes, afincarse en lo que, si no fuera por el clima tan perro, sería el auténtico paraíso. Eso era lo que decían muchos y, no por ser un lugar común, dejaba de tener algo de cierto: en un país devastado por el crimen y la impunidad, la capital yucateca constituía la última —y única— utopía. A ver hasta cuándo. La invasión de foráneos a Mérida, de la que él y Carmen eran ejemplo, comenzaba a parecerse a las que capitaneaba Atila al mando de los hunos. Abrió la puerta de vidrio polarizado de la repostería, se acercó al mostrador. Como siempre, tardaron siglos en atenderlo.

Volvió a estacionarse, esta vez en un polvoso terreno baldío. El sitio elegido para la fiesta de Maite era una propiedad muy grande a un costado del Periférico. Había muchísimos vehículos, en su mayoría modelos caros y recientes. A unos cuarenta o cincuenta metros se extendía un campo de futbol de tamaño casi profesional y con el césped bien cuidado; a la derecha había un claro donde corrían y gritaban varios niños. Junto a esa zona de pasto reseco, bajo un toldo de lona azul verdoso, una suerte de plataforma de cemento servía de base a las mesas circulares de aluminio y a las sillas de plástico. Ahí se concentraba mucha gente, sobre todo mamás sentadas y meseros que llevaban y traían bandejas con refrescos y botanas. Al fondo se apreciaba una estructura de nave industrial, donde estaban las canchas de basquetbol, sin muros y un cobertizo de cemento altísimo. Unos quince o veinte chicos, casi todos adolescentes, peloteaban y formaban retadoras. Cerca de esas instalaciones, al aire libre, habían desplegado un brincolín bastante grande y sin mallas de protección sobre el que saltaban varios pequeños en calcetines. Apagó el Mazda.

Jesús descendió llevando consigo la bandeja de plástico. No había dado ni cinco pasos cuando tuvo que inclinar la cabeza y cubrirse con la palma los ojos, un remolino de hojas y basura describió varios círculos en el aire antes de disolverse con un estertor de animal malherido. Prosiguió hasta localizarlos en una de las mesas del centro. Carmen, en una silla, tomaba del hombro a Lázaro y lo atraía hacia sí para limpiarle la nariz con un pañuelo desechable. Su hijo saltaba, se revolvía, no se estaba quieto en ningún momento.

          —Ahí están mis dos amores —los saludó efusivamente mientras se acercaba.

          —¡Pdrrr! —respondió Lázaro con una pedorreta.

          —Óyeme, no —lo reprendió su madre—. Le pides inmediatamente una disculpa a tu padre.

          —Sí, hijo, no seas majadero —Jesús secundó a Carmen.

          —Es que ya me quiero ir a jugar y mamá insiste en quitarme los mocos.

A regañadientes, Lázaro dijo perdón y su mamá lo medio empujó para que se fuera. Casualmente, pasó delante de ellos otro niño vestido casi igual que Lázaro, con un pantalón azul claro y una camisa amarilla de mangas largas (la de su retoño eran cortas). También era rubio. Carmen y Jesús lo miraron sorprendidos y luego quedaron contemplándose en silencio sentados a la mesa. Al poco llegaron otros papás. Rigurosos saludos de cortesía. Jesús preguntó que qué hacía con el sandwichón, su mujer le respondió que lo dejara ahí mismo donde lo había puesto. Carmen empezó a picar de un plato de chicharrones con salsa Valentina. Cómo podían, ella y tantos otros borregos de la sociedad, atascarse de esa porquería tapa arterias, le tomó el pelo Jesús. No todo el mundo era tan matado con el ejercicio ni tan fanático y obsesivo con la dieta, le replicaron. Además, ya que mencionaba a los borregos, qué le parecía el rebaño de musculitos que conformaban él y sus amiguitos —y amiguitas, también había— del gimnasio, todos reverenciando ciegamente al Mesías Levantador de Pesas. Jesús se rio, pero por un instante algo oscuro le ensombreció el ánimo. Lázaro volvió corriendo, había unos niños que no querían dejarlo jugar en su equipo, que por favor mamá lo acompañara para ayudarlo a solucionar el asunto. Jesús recordó un episodio a raíz del cual había odiado en adelante las fiestas infantiles.

Habría tenido dos o tres años más que Lázaro, con probabilidad cursaba ya la primaria. Era una reunión en un rancho a la que habían invitado a sus padres y a unos tíos, quizá en Morelos, tal vez en Hidalgo o el Estado de México. Más allá de los linderos de la finca, una cerca no muy alta de rocas y alambre de púas, se abría el horizonte de un breñal donde abundaba también la vegetación cactácea. Él estaba con un primo. Habían tenido alguna discusión acerca de un balón con dos chicos más grandes, que los insultaron tildándolos de gallinitas mariconas y luego los retaron a salir al campo, lejos de la vista de los adultos, a resolver el problema a golpes. Para su sorpresa, el primo aceptó de inmediato, y de hecho se defendió muy bien, aunque acabó perdiendo con su oponente. Gabriel se llamaba, si la memoria no le fallaba. Le sacaba al menos unos quince centímetros de altura a su primo. En cambio, a él lo había sometido con facilidad el compinche de Gabriel, un tal Nicolás. Le aplicó una llave en el cuello, le metió el pie, lo tumbó y se le trepó a horcajadas dejándolo indefenso con las rodillas dolorosamente clavadas sobre sus hombros. Alcanzaba a olerle la bragueta, sin poder mover los brazos, hasta que Nicolás se cansó de abofetearlo y su cara quedó marcada y roja como un tomate. Ahora que lo rememoraba, creía que ni siquiera fue que Nicolás se haya cansado. Gabriel le ordenó que parara, temeroso de que los mayores se percataran de la paliza que les habían propinado. Su primo le dijo que parara de llorar y se sacudiera la mugre de la ropa, que se aguantara como hombrecito; que por ningún motivo fuera a contar lo que había sucedido, le impondrían un castigo terrible si alguien se enteraba de que había vuelto a involucrarse en una pelea.

Desde entonces había reflexionado muchas veces en lo que subyacía a una frase en apariencia hueca: que la violencia en México era un fenómeno estructural. Él pensaba que, en realidad, la violencia era la estructura del mundo. Recordó asimismo dos sucesos, de uno fue testigo en Ciudad de México; del otro, perpetrador, aunque no podía precisar dónde. Un prepotente no respetó el semáforo y embistió con su auto deportivo a quienes comenzaban a cruzar por el paso peatonal. Uno de los transeúntes enfureció y le dio un puñetazo al techo. El conductor frenó con gran escándalo y se bajó a retarlo. Era un fortachón de cuidado, como él mismo ahora, o como sus correligionarios culturistas (aunque a decir verdad ninguno estuviera en la categoría máxima), y arremetió sin pensárselo dos veces. Pero el otro individuo, un flaco fibroso de pinta insignificante y complexión más bien pequeña, resultó ser un boxeador formidable. El agresor acabó bañado en sangre, suplicando clemencia arrodillado entre la multitud que comenzó a patearlo con saña. Un acto de justicia, Jesús no acertaba a determinar si poética, pero justicia al fin y al cabo. Del otro acontecimiento se acordaba como a través de un banco de bruma. Se veía a sí mismo en un cuarto con una niña más chica, hija de una amiga de su mamá. Por alguna razón estaban ahí solos. Entonces la abofeteó como Nicolás le había hecho a él. Se estremeció, como tratando de apartar esa imagen repugnante que lo avergonzaba. Hoy día odiaba la violencia en todas sus formas. Quizá ese trasfondo personal era el origen de su actual afición a las pesas. Una necesidad de sentirse seguro con el poder de su propia musculatura, con la autoestima en alto, sin necesidad de lastimar a nadie. Una oleada de ansiedad se apropió de él. Se volvió desde su asiento para ubicar a Carmen y a Lázaro. Tras un breve escrutinio, los vio retornar hacia él. No había sobre el planeta Tierra un par de seres más adorables que ellos. Suspiró regocijándose en ese sentimiento que comenzaba a sublimarse, como si le traspasara el pecho y se elevara por el aire. Sonó su celular. No identificó el número, pero debía de ser Banchik. Banchik siempre estaba cambiando de aparato.

          —¿Bueno?

          —¿Señor Jesús Mestal?

          —Mastelero.

          —Sí, Mastelero, perdón. Permítame presentarme. Soy Gonzalo Arrieta de HSBC. ¿Cómo se encuentra hoy? Un verdadero placer tener la oportunidad de saludarle. El motivo de mi llamada…

Colgó. Eran unos hijos de puta, cómo diablos hacían para conseguir sus datos personales. Lo asediaban incluso desde antes de que naciera Lázaro, cuando se avecindaron en San Luis Potosí, donde él trabajaba como jefe de procesos de calidad de una importante corporación de cosméticos. De San Luis lo habían transferido nuevamente a Ciudad de México. Hasta que estacionó su Ford afuera de un Oxxo. A raíz de eso decidieron dar un cambio radical a su vida.

Carmen se desplomó en la silla contigua, resoplando. Lázaro se quedó de pie y agarró a Jesús de la muñeca. Lo del juego se había resuelto, unos muchachos estaban organizando un partido y Lázaro, desde luego, podía participar, pero les hacía falta un arquero. El papá de Alexandra, una prima de Maite, se había animado y solo esperaban a que Jesús se pusiera en la otra portería. Su primera reacción habría sido excusarse, en serio le dolía desde el cuello hasta los pulgares de los pies por el ejercicio de esa mañana. Sin embargo, Lázaro no dejaba de tironearlo. Además, hubiera sido blanco de las burlas de Carmen, no que muy atleta, habrase visto, un musculoso a quien le espanta jugar una cascarita con unos chiquillos. Abandonó su silla y fueron trotando a la cancha. Un viento racheado dificultó el desarrollo del encuentro. El balón se quedaba inmóvil en el aire, cambiaba de trayectoria en el pasto sin explicación, rebotaba al revés. A todos les ardían los ojos por el calor y las partículas de materia suspendida que se les venían encima. En determinado momento, el papá de Alexandra anotó un autogol rarísimo. Al tratar de despejar, pateó la pelota muy alto, pero ésta se frenó en el aire y describió una parábola inversa, alojándose —ante su risueño atolondramiento— en las redes carcomidas del guardameta.

Al volver a la mesa, Lázaro se precipitó sobre un vaso anónimo. Ni Carmen ni Jesús tuvieron tiempo de prevenirlo acerca de los gérmenes con que podría contagiarse. Su hijo despachó el refresco de una sola empinada, masticando después los hielitos sobrantes. El viento volvió a ulular, acompañado de un soplo de calor dragontino. En el perímetro circular irrumpió un contingente de padres de familia con más bolsas de comida chatarra y cajas de regalo con moños. Lázaro pidió permiso para ir a jugar al fondo con una pandillita que saltaba en el brincolín. A la distancia, Jesús distinguió al otro güerito que se parecía a Lázaro e iba vestido como él. Mientras Lázaro se alejaba corriendo, manifestó a Carmen su preocupación por no haber llevado ningún regalo a la fiesta. No tenía de qué preocuparse, lo tranquilizaron, ella se había ocupado del asunto. El presente de Maite, junto con muchos otros, ya estaba colocado en aquella mesa larga, de mantel azul oscuro, donde habían puesto también el colosal pastel. El toldo que los protegía solo parcialmente de las navajas del sol ondeó como el estandarte de un ejército al recibir otra descarga de viento. Una mamá bastante guapa, que minutos después Jesús supo se llamaba Aurora, pidió permiso para sentarse con ellos. Carmen y Jesús se dieron la mano bajo la mesa. Aurora y su esposa comenzaron a platicar y él se distrajo contemplando la polvareda que volvía a levantarse en el campo de futbol.

Captó parte de la conversación. Cosas que sabía y otras de las que apenas se estaba enterando, sorprendido, como si Carmen y él no llevaran ocho años de matrimonio sino que transitaran por la etapa inicial de noviazgo. Por lo visto, su mujer estaba planeando un viaje de amigas de generación (y anexas, como le gustaba bromear a Jesús). Aurora se estaba sumando, le encantaría acompañarlas, aunque tendría que convencer a Juan Carlos de que le diera permiso, era muy celoso. Y él, se preguntó Jesús, ¿era celoso?

Se habían casado en Ciudad de México en 2001, justo el 11 de septiembre, lo que le dio a la boda un extraño doble cariz de rito familiar y de celebración del horror, pues pasaban de la pista de baile montada en un jardín del Pedregal, con la copa de vino en la mano, a un salón adjunto donde alguien había encendido un televisor para sintonizar el apocalipsis de las Torres Gemelas. Llegaron a Yucatán en 2002, cuando Patricio Patrón Laviada llevaba un año de haber asumido el gobierno. Lázaro nació en Mérida en 2005. A principios de ese mismo abril de 2009 cumplió cuatro años. Cómo corría el tiempo, un río desbordante en el que uno tenía la ilusión de navegar, en vez de solo sumergirse.

Seguía escuchando la plática de Carmen y Aurora: lo importante que era establecer una red de relaciones entre padres de familia para proteger a los hijos de las drogas y otros peligros; lo difícil y cerrado que era un sector de la sociedad acomodada yucateca, a la que Aurora, riendo por lo bajito, aceptó pertenecer. Jesús llegó a la conclusión de que Carmen nunca sacaría ventaja de alguna de sus ausencias para acostarse con otro. Él, por su parte, había tenido que plantar cara a esa tentación en un par de ocasiones. Quizá ese miedo a que Carmen sucumbiera no era sino una proyección del miedo que tenía de sí mismo si algún día su resistencia se quebraba y él descubría la felicidad del pecado entre las piernas de otra. Hubo una época en la que Carmen comenzó a dar muestras de unos celos incontrolables. No a causa de otras mujeres sino por culpa de esa agrupación de forzudos a la que él mismo pertenecía. Admitía que entre ellos había unos cuantos en un estado evolutivo mental análogo al de los chimpancés, pero en definitiva todos compartían una mística, los valores de la constancia y la voluntad. ¿No te estarás volviendo gay?, le preguntó Carmen una noche en que Jesús volvió de una tardeada de fitness y bebidas energéticas. Ahora ella había dejado de platicar con Aurora. Se volvió hacia él y le apretó con cariño la mano bajo la mesa, antes de apartarla para tomar de un plato un pedacito de jícama.

          —No veo a Lázaro —dijo Carmen—. ¿Te das una vuelta para ver qué está haciendo?

Entonces pasó en estampida junto con otros niños, la cabellera dorada incendiada en fulgores tornasol. Jesús no era rubio ni especialmente blanco, tampoco Carmen. Pero el abuelo materno de Lázaro descendía de alemanes, un gen alpino había saltado a los cromosomas del nieto. Los vieron pasar otra vez, también al otro chiquillo de pantalón azul y camisa amarilla, un clon de Lázaro, era increíble el parecido. Un cañonazo de aire calcinado les atizó en pleno rostro. La ventolera alcanzó un ritmo creciente y sostenido, el pabellón sobre sus cabezas flameaba como un paracaídas a punto de reventar. Una sombrilla salió volando quién sabe de dónde y, detrás de ella, un señor y un mesero la perseguían para tratar de recuperarla. Jesús fue consciente del desagradable churrete de sudor que le recorría el espinazo bajo la camisa polo Chemise Lacoste negra y ceñida, que le resaltaba los bíceps. El papá de Alexandra le dio una palmada en el hombro. Qué bárbaro, cómo se mantenía en esa forma física. ¿Había visto qué brisa más traicionera?, bromeó, en alusión velada al autogol que había encajado. Luego dijo con permiso y se retiró hacia otra mesa. Repiqueteó su celular otra vez. Tenía que ser Banchik.

          —¿Señor Mastelero?

          —¿Sí? —definitivamente no era él, pero con suerte sería su asistente. Hoy lo sabría al fin: sí o no.

          —Muchas gracias por su valioso tiempo de espera. Soy de nuevo Gonzalo Arrieta, ejecutivo de HSBC…

Esta vez bloqueó el contacto. Comenzaba a malhumorarse, con ese aire tórrido que no menguaba. Observó que a lo lejos Lázaro estaba intentando treparse nuevamente al brincolín. No reparó en que Carmen había abandonado su silla hasta que la vio caminar hacia él.

          —Jesús, de parte de Regina —la mamá de Maite, creía recordar—, que si nos ayudas con la piñata.

¿Por qué había una piñata? Estaban en pleno abril, no en navidades. Dudó si oponerse alegando un criterio de extemporaneidad, pero adivinó el gesto con que Carmen invalidaría su queja al encogerse de hombros. Era el cumpleaños de Maite, no el de Jesús. Maite había pedido que hubiera una piñata en su fiesta. Punto. Hizo recular su silla y se levantó con una sensación de agobiante lasitud, como si acabara de descender de la montaña Kanchenjunga y no le hubiera dado tiempo de quitarse los crampones y darse un buen regaderazo. Se alzó a ras de piso una corriente de aire abrasador, como si fuera el aliento del inframundo maya, y a Jesús le escocieron los lagrimales.

Caminaron hasta el claro de tierra reseca, al lado de la cancha, donde se congregaba un pequeño tumulto de niños. Jesús y un tío de Maite amarraron una reata entre dos postes. Uno de sus extremos pasaba por una suerte de ojal metálico, quedando libre para poder subir y bajar la panzona olla de periódico forrada de papel crepé rojo, con puntas de estrella y flecos color plata. Como buen zurdo, Jesús se frotó los párpados con la derecha mientras con la otra mano manipulaba la cuerda. Un mocoso provisto de un palo y con los ojos vendados, a quien según la tradición le habían dado un par de vueltas sobre sí mismo para marearlo, se afanaba inútilmente en atizarle a la escurridiza figura. Se desesperó y comenzó a llorar. Una jovencita se apresuró a consolarlo con un abrazo y otro infante tomó su lugar. Cuando por fin un grandulón consiguió acertarle de pleno al oscilatorio cántaro, una catarata de bolsitas con golosinas se desparramó por el piso y la concurrencia se abalanzó para hacerse de ellas. Jesús pensó que el suplicio concluía con esa multitudinaria zambullida en seco, pero al poco le informaron que Maite pidió que en su aniversario hubiera no una sino dos piñatas.

Trajeron otra, ahora en forma de Pez Nemo, y vuelta a empezar. Tocó el turno a una impúber que hacía trampa para descubrirse el antifaz por la parte de abajo. Sopló otra bocanada diabólica, que le replegó la falda a una madre envolviéndola como la copa de un clavel. Jesús advirtió que su propia ropa se sacudía con fuerza y se le pegaba a las costillas. Entonces sintió la primera, fugaz punzada premonitoria. Por instinto, como si alguien le pusiera una trompeta en la oreja para prevenirlo, adelantándose a algo que se le enquistó en el vientre, volvió súbitamente el rostro hacia la zona del brincolín. Ante el pasmo de aquella delimitada muchedumbre, frente al desconcierto unísono de quienes portaban gorros de fiesta y collares de serpentina, la estructura en redondel comenzó a levitar como Aladino al salir de su lámpara, como una alfombra de algún antiguo cuento persa, como Remedios la Bella en la novela de Gabriel García Márquez. Pero no había nada de mágico maravilloso en esa escena, era cierto lo que veían. El brincolín flotaba sostenidamente y luego ascendía unos metros, se quedaba paralizado unos segundos en el vacío y luego volvía a subir. Jesús liberó la cuerda de la mano y contó uno, dos, tres o cuatro niños que consiguieron saltar al piso a medio vuelo. El anillo volador se detuvo en el cielo igual que un perezoso globo aerostático y a continuación ingresó en una bolsa de aire que lo proyectó hacia el techo de la nave donde estaban las canchas de baloncesto. Dio una vuelta de campana y Lázaro apareció ante la vista de todos. Caminaba de un extremo a otro, tratando de encontrar una explicación y una salida. Al emprender la carrera y adivinar la misma reacción de Carmen desde algún punto indeterminado, Jesús deseó con toda su alma que su apellido se abombara como el velamen de una veloz fragata; que fuera capaz de agarrar todas las pesas del gimnasio y arrojarlas sobre el brincolín; que aquella criatura del aire no fuera su vástago sino el otro niño. Entretanto, Lázaro seguía encumbrado, describiendo círculos como un pequeño sol fuera de órbita. El viento ululó con un silbido estruendoso y caliente, y cesó de golpe. El armatoste se desplomó cual un Ícaro esperpéntico y pueril. Jesús siguió avanzando con el corazón en la garganta.

Apenas anticipándose a la llegada de otros curiosos, Carmen y él convergieron a unos pasos del trampolín roto y los tubos retorcidos. Descoyuntado en el piso, envuelto en una creciente aureola roja, yacía el cuerpo de un humano que no llegaría a ser hombre. Tenía la camisa amarilla arremangada. Oculto detrás de un pilote, junto a un cuarteto de niños asimismo aterrados, temblando, lleno de raspones y con la ropa sucia y rota, surgió su Lázaro. Corrió hacia ellos. Un gemido desgarrador reverberó en la inmensidad de la incomprensión y el dolor. Eran los verdaderos padres del siniestrado.

Llegaron una ambulancia, la policía, los bomberos y una camioneta del Diario de Yucatán. La familia Mastelero se retiró a bordo del Mazda. No era difícil imaginar el encabezado en primera plana al día siguiente: Torbellino causa fatal accidente en fiesta infantil. Ya se ocuparía Jesús, cuando consiguiera serenarse, de volver al sitio por la Toyota de Carmen.

Abrió el portón del garaje sintiendo que no podían llegar a un mejor refugio en el mundo entero. Lázaro entró corriendo a la casa. Le darían permiso de jugar al Xbox hasta la hora de la cena. Carmen y él se abrazaron y luego lo siguieron. Jesús olvidó su celular en el auto. En la pantalla comenzó a titilar un nombre: Banchik.

ÁSS

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