Cristina Pacheco: ochenta años de honestidad

80 años de Cristina Pacheco

El escritor Marco Antonio Campos y el investigador Antonio Lazcano celebran con admiración a la periodista y cronista de la Ciudad de México que, aseguran, es una de las mujeres más admirables del país.

Cristina Pacheco conduce 'Aquí nos tocó vivir' desde 1978 en Canal Once y escribe 'Mar de historias desde 1986 en 'La Jornada'. (Foto: Jesús Quintana
Marco Antonio Campos
Ciudad de México /

Cristina Pacheco es una periodista que ha unido en su tarea rigor, inteligencia y ante todo pasión. Es curioso: dos guanajuatenses, avecindados en Ciudad de México, han sido dos grandes testigos y cronistas de nuestra urbe: Efraín Huerta, quien llegó de Silao, y Cristina Pacheco, que vino de San Felipe. Efraín, poeta entrañable, lo dejó principalmente en su libro Los hombres del alba, pero posteriormente, sobre todo al final, volvió al tema urbano. Entre esas fechas hay dos poemas imprescindibles: uno, “Avenida Juárez”, que ilustra ya en los años cincuenta, amarga y desoladamente, el avasallador ayankamiento (la palabra es de López Velarde) de nuestra urbe, y por extensión, del país; el otro, “Borrador para un testamento”, recuerdos difíciles de su juventud en los años treinta y principios de los cuarenta, cuando los amigos se escindían en “vivos y suicidas” y bebían “el amor en negras tazas de ceniza”. Cristina Pacheco, con una vocación a toda prueba, lo ha llevado a cabo en entrevistas, reportajes y relatos desde 1978 en su programa Aquí nos tocó vivir, en el Canal Once, y en los cuentos dominicales (Mar de historias) que publica en La Jornada desde 1986. Cristina ha sido los ojos y los oídos de Ciudad de México. En sus entrevistas, que se cuentan por miles, ha hecho hablar a hombres y mujeres de todos los oficios, incluidos los más menesterosos. “La calle cuenta las historias”, dijo una vez en una bella trasposición. “Paradigma de la conversación”, llamó Héctor de Mauleón a Cristina. Quien la haya visto en la calle se habrá dado cuenta cómo la gente se detiene para saludarla porque la ven como alguien de la familia, o si se quiere, su testigo y cronista. Y Cristina va y viene por los barrios de México, con un micrófono ubicuo, recogiendo, con gran respeto al otro o a la otra, muchas veces con empatía, testimonios e imágenes.

Cristina ha declarado en entrevistas dos hechos muy ilustrativos para explicarnos sus faenas diarias: que desde muy niña fue un auténtico “flechazo” su enamoramiento de la Ciudad de México, y que habiendo vivido con grandes estrecheces en una vecindad del barrio de Tacuba, fue muy próxima a las labores y las penas de los pobres y los olvidados de la mano de la fortuna; la otra, que su madre fue oralmente una excepcional contadora de historias, o como se suele decir desde hace tiempo, cuentero o cuentacuentos. Cristina se enorgullece, como nos enorgullecemos nosotros, de deberle la educación a la escuela pública, que en el siglo pasado era sinceramente mejor o mucho mejor que ahora.

Cuando empieza a profesionalizarse el periodismo, a finales del siglo XIX, los escritores, en este caso específico los cuentistas, escribían por cortas o largas temporadas un cuento semanal, como una vía de devengar una suma de dinero, que siempre fue poca. Baste recordar rápidamente en la Revista Moderna a Bernardo Couto Castillo y Alberto Leduc, o por otro lado, en varias publicaciones, a Laura Méndez de Cuenca. Si los resultados no fueron siempre los ideales, eso les permitió una disciplina, una prontitud en la pluma y a veces ficciones memorables, como la saga de Pierrot en el caso de Bernardo Couto, o el cuento “Fragatita”, de Alberto Leduc, verdadera obra maestra, y desde luego un puñado de ficciones de Laura Méndez, entre ellas, “Los dulces de los Santos Reyes”, “La curva” o “La confesión de Alma”. Cristina ha seguido al extremo el ejemplo modernista y el número de sus historias deben ser acumuladas más de dos mil. Nuestras experiencias importantes en la vida son escasas; la narrativa y el cine nos las dan a miles. A Cristina, como ella dice, le han permitido ser muchas personas y vivir en muchas épocas.

Desde muy joven leía las entrevistas literarias de Cristina. Autores a quienes entrevistó me comentaban que al preguntarles los hacía sentir que habían sido bien leídos y que la conversación impresa era una pieza redonda. El libro que reúne buen número de sus entrevistas (Al pie de la letra, 2001) debería ser de consulta fundamental en la carrera de Escritura Creativa y en las escuelas de periodismo. Uno siempre puede extraer de cada una al menos alguna revelación o enseñanza.

Para mí es imposible disociar a Cristina de José Emilio, quienes fueron marido y mujer cincuenta y tres años. Es conmovedor ver cómo en la sala-biblioteca de su casa, desde el fallecimiento de José Emilio, el 30 de enero de 2014, Cristina no ha movido un objeto ni un milímetro. A ambos los unió asimismo, literaria y periodísticamente, la trabajada obsesión de la Ciudad de México.

Los premios que le han dado a Cristina como memorialista de la ciudad son apenas un mínimo reconocimiento a su ingente tarea. En Ciudad de México no le tocó nacer, pero aquí le tocó vivir. Orgullo del periodismo y de la literatura, Cristina Pacheco es sin duda una de las mujeres más admirables de México.

Lola no me quiere


Por Antonio Lazcano

Tengo la certeza de haber platicado por primera vez con Cristina Pacheco en La Jornada, durante aquellos años espléndidos que atestiguaron el nacimiento de periódicos, revistas y editoriales en donde encontraron espacio textos críticos y bien escritos que nos permitieron a muchos ver con ojos distintos la realidad nacional. Menuda, de mirada intensa, con la cabellera medio alborotada y siempre atenta a los sonidos y las vistas de su entorno, Cristina ha recorrido incansablemente la geografía confusa de la Ciudad de México, recuperando voces, imágenes, recuerdos y esperanzas de los habitantes de una ciudad con edificios que se desmoronan, ruinas que surgen del subsuelo y construcciones y avenidas agresivas de una urbe que a ratos parece vivir más por inercia que por esperanza en el futuro.

   La crónica en México arranca con la Conquista misma, y durante cinco siglos la historia de la ciudad ha quedado registrada en cuentos, novelas, periódicos, canciones, mitos y realidades urbanas que a veces solo sobreviven de boca en boca. El gran acierto de Cristina Pacheco ha sido usar no solo la palabra escrita sino también la televisión para recoger testimonios hablados y visuales de la vida cotidiana recorriendo las calles, los locales comerciales, las vecindades, las fondas y los mercados de la capital y las zonas aledañas. Con tesón admirable, Cristina transformó el periodismo capitalino al convertir la realidad cotidiana en historia testimonial usando el registro televisivo. El resultado es un archivo de una riqueza deslumbrante que durante más de cuarenta años se ha convertido en un mural urbano poliédrico que bajo el título casi fatalista de Aquí nos tocó vivir ha quedado registrado por la UNESCO en el Programa Memoria del Mundo.

     Cristina llegó muy joven de San Felipe Torres Mochas, un pueblo guanajuatense marcado por una iglesia con campanarios inconclusos, y desde entonces nunca ha dejado de observar con fascinación su nuevo entorno urbano. Aprendió a bailar danzón, estudió Letras Hispánicas y se acercó a periódicos y a la Revista de la Universidad y casi sin darse cuenta fue aguzando el oído y la vista para descubrir la persistencia de oficios y modos de vida a menudo ocultos a plena luz del día en plazas, vecindades, mercados o los barrios de la ciudad.

     Aunque afirma que fue casi por casualidad que comenzó a grabar entrevistas para el Canal Once del IPN, Cristina estaba preparada para sumergirse en las calles y barrios de la ciudad de México y registrar con sus preguntas y su mirada su historia cotidiana. Hemos destruido en forma inmisericorde la memoria arquitectónica de la ciudad, pero nuestras calles, plazas, vecindades y mercados siguen siendo una mezcla malograda y siempre cambiante del retablo de las maravillas y la corte de los milagros. Las escuelas de taquimecanografía y los consultorios en donde se curaban enfermedades secretas desaparecieron de San Juan de Letrán, pero gracias a Cristina nos podemos adentrar a locales en donde persisten oficios viejos y se ejercen profesiones nuevas. Por ella sabemos que siguen existiendo oficios trashumantes como el de los globeros, la venta de camotes y plátanos asados, los botes de los tamales, el afilador de cuchillos y tijeras, y los organilleros, que siempre se van con su música a otra parte. Hay locales en donde ahora se reparan computadoras y se cambian pilas de teléfonos celulares, que conviven al lado de negocios en donde se reparan paraguas, se forran botones, se disfrazan Niños Dios con la túnica de San Judas Tadeo, se venden cocadas, palanquetas y galletas de cúrcuma y azafrán, se angostan corbatas y se ensanchan con discreción vestidos de novia, toda una gama de oficios y beneficios sin los cuales ninguna ciudad que se respete a sí misma puede funcionar. El tránsito de las calles de la ciudad a los estudios del Canal Once no requiere pasaporte, y en el programa Conversando con Cristina Pacheco hay espacio para virólogas, músicos callejeros, bordadoras de maravillas, tenores, enfermeras, talabarteros, científicas dedicadas a la física de los fluidos, titiriteros, expertos en computación, bailarines, cocineras, médicos y hasta biólogos evolucionistas.

     Tuve la suerte de conocer a José Emilio Pacheco, pero aunque no tuve la fortuna de verlo junto a Cristina y sus hijas, conozco bien la casa en donde, sin perder ni su vocación ni su personalidad, ella dejó de ser Cristina Romo Hernández para convertirse en Cristina Pacheco. Con la excepción de Lola, la perra de mirada torva e intenciones aviesas que recogió de la calle, el hogar de Cristina es un espacio donde yo y los míos siempre somos bienvenidos. Amo a los perros callejeros y no comprendo la aversión que Lola siente por mí, pero la casa es un remanso blanco en medio del caos citadino, en donde al entrar uno es abrazado de inmediato por recuerdos vivos, afectos compartidos, el laberinto de libreros, fotografías y dibujos entrañables y la presencia siempre fresca de flores. Como afirmó alguna vez Albert Camus, quizás la tarea más importante sea evitar que el mundo se nos deshaga. En medio del panorama ensombrecido por la peste, las incertidumbres políticas y la atmósfera de violencia que azotan al país, la amistad de Cristina Pacheco, la vitalidad de su conversación y la intensidad de su curiosidad intelectual son un refugio en donde uno puede alimentar la certeza de que es posible imaginar y construir un México mejor.


Antonio Lazcano es miembro de El Colegio Nacional

Facultad de Ciencias, UNAM


AQ

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