Cristina Rivera Garza: “En México hay un grado macabro de impunidad”

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En 'El invencible verano de Liliana', su más reciente novela, la autora recupera la voz de su hermana, asesinada en 1990 en un crimen que permanece impune.

Cristina Rivera Garza, historiadora y escritora mexicana. (Foto: Paula Vázquez Córdova)
Carlos Rubio Rosell
Ciudad de México /

La figura de su hermana Liliana, quien murió asesinada el 16 de julio de 1990, ha acompañado a la escritora Cristina Rivera Garza incluso en los minúsculos intersticios de los días: “Arriba de las ventanas, en el filo del horizonte, entre las sombras de los árboles”, escribe. Liliana ha estado junto a ella, envolviéndola con su calidez, protegiéndola de la intemperie. Ese, confiesa, ha sido el trabajo de duelo que ha tenido que realizar junto a su padre y su madre: “decirle que sí a su presencia”.

Ahora, con su más reciente novela, El invencible verano de Liliana (Literatura Random House), Cristina Rivera Garza ha dado un paso más en ese duelo y, mediante ese artefacto hecho de palabras, de memoria, del eco de muchas voces y señales, de la propia voz de Liliana, nos hace partícipes de él y con talento narrativo reconstruye la imagen de esa joven estudiante de Arquitectura, quien pasada la segunda década del siglo XXI habría cumplido poco más de 50 años. Busca, asimismo, hacer justicia e impedir que muera el expediente judicial donde se asientan las causas de la muerte de Liliana Rivera Garza, el crimen que le arrebató la vida y el nombre de a quien se hace responsable de haberlo hecho: Ángel González Ramos. La ineptitud del sistema judicial ha permitido que pasen 30 años sin que el asesino responda a la orden de arresto que la Averiguación previa 40/913/990–7 hace pesar sobre él.

“Soy historiadora de entrenamiento académico —dice Cristina Rivera Garza al otro lado de la pantalla, desde su casa en California— y he vivido por muchos años con la impresión de que todo termina encontrando su lugar en un archivo muerto. Llámalo inocencia, pero es lo que he pensado porque es lo que utilizo cuando estoy haciendo mis trabajos como historiadora. Así que cuando una empleada del Ministerio Público me dijo la frase de que el expediente del caso de mi hermana podía morir, para mí fue un shock, porque subrayaba los fundamentos que había esperado del mundo. Pero no es cierto que todo termina en un archivo muerto, porque para que así sea tienen que ver nuestras relaciones de poder, qué consideramos valioso o no, qué vidas merecen ser rescatadas y preservadas y cuáles no. Así que el hecho de que exista un expediente en los archivos del Estado quiere decir que hay una traza institucional de tu experiencia por la Tierra. Por ejemplo, para buscar las trazas de hombres y mujeres de la clase trabajadora en el México de finales del siglo XIX tuve que recurrir a los expedientes de un manicomio, porque ahí es donde quedaron marcas de esa experiencia. Así que cuando me dijeron que los expedientes institucionales no viven para siempre, me dije que no quedaría una traza institucional de la vida de mi hermana, que solo iba a quedar nuestra memoria familiar, y como nosotros, la familia, hemos llevado un duelo tan personal, pensé que en el momento en que desapareciéramos de esta tierra no iba a quedar nada. Y esa posibilidad me aterró y desde ese momento me propuse escribir un libro cuya aspiración fuese sustituir ese expediente que no encontré y que anda por ahí. Y esa es, tanto en su fondo como en su forma, la intención subyacente de esta novela, y por eso responde a la lógica del archivo, del documento, porque de entrada está el terror de ver desaparecer de la faz de la Tierra la experiencia fundamental de un ser humano entrañable.

—Pero también está la voluntad de hacer justicia. En cierta forma, este libro es un clamor de justicia y supongo que también se hace eco del clamor de justicia en México y en otras partes del mundo frente a los feminicidios.

Creo que todos los libros son activistas. Por un lado, hay los libros que son libros comprometidos con el estado de las cosas y, por otro, libros comprometidos con criticar el estado de las cosas. Siempre he estado en el segundo equipo, porque el estado de las cosas, siendo una mujer migrante en el mundo que vivimos, deja mucho que desear. El estado de las cosas está fundamentalmente estructurado alrededor de una violencia de la cual cuerpos como el mío son carne de cañón todos los días. Así que una crítica de ese estado de las cosas me parece fundamental. En ese sentido, este libro es un libro activista, que se hace la pregunta sobre las condiciones materiales que permitieron el feminicidio de mi hermana en 1990 y que lo siguen permitiendo el día de hoy en el que perdemos diez mujeres al día en México, y estoy segura que en otros lugares del mundo los números tal vez no sean tan macabros pero tampoco son bajos. Por eso me pareció fundamental que este proceso de restitución de la historia de mi hermana fuese acompañado de una demanda de justicia, pues hay muchos feminicidas sueltos y en particular uno, contra quien se expidió una orden de aprehensión, porque se encontraron suficientes evidencias para que un juez determinara que así fuera. Se trata de una demanda de justicia para que ese feminicida, Ángel González Ramos, que se dio a la fuga y no ha sido localizado hasta el día de hoy, sea localizado y puesto a disposición de la justicia. Por eso decidí poner su fotografía, para decir que existe y es parte de una demanda de justicia.

—Hay un aspecto importante en la escritura de este libro: su lenguaje, que abreva en una serie de documentos encontrados en cajas donde se guardaban cuadernos de notas de la propia Liliana que se reproducen a lo largo de la narración. ¿Cómo lo trabajaste y de qué forma lo estructuraste?

A veces pareciera, cuando se trabaja con documentos de archivo, que la labor es nada más copiar y pegar, pero nada más lejos de la realidad. Los testimonios hay que producirlos. No solo escuchas o grabas los testimonios, sino que los transcribes, cotejas, reescribes, te haces preguntas, reorganizas, y haces un trabajo muy complejo cuya labor es como el maquillaje de un rostro para que se vea natural y parezca que así era desde el inicio. En los textos hay un trabajo con la forma. En este libro, el lenguaje es fundamental porque lo que nos mantuvo en silencio por mucho tiempo, lo que nos calló la boca, fue la manera en que el patriarcado contó el feminicidio de mi hermana, como si se hubiera tratado de un crimen pasional, y al decir esto se culpaba de alguna manera a la víctima y se exoneraba al depredador. Al recurrir a las palabras de Liliana, a sus apuntes, a su manera de ver el mundo, se cuenta una historia completamente distinta. Y yo creo que ahí, en ese cambio, radica el poder crítico del lenguaje. Después, quise estructurar el libro de acuerdo a la forma que tenían los papeles de Liliana, de acuerdo a la forma en que ella los archivó, porque una forma de archivar es también una forma de pensar, de organizar el mundo, y eso hace que el libro responda a esa forma de organización mediante apuntes, cosas pequeñas, no importantes, fragmentarias, cotidianas. Ahí hay una labor de poner atención al contenido de la historia, a la otra versión de la historia, pero también a su forma. En eso radica el trabajo de artesanía, no solo en la manera en que se citan los apuntes de Liliana, sino también cómo se generan las entrevistas con sus amigos, con su círculo más cercano, y cómo se entreteje todo esto para que se conserve una impronta del presente.

—Ese es uno de los valores de esta obra: hace que el lector vaya acompañando a la narradora en el proceso de recuperación de los hechos y de la voz del personaje. A un nivel subjetivo, ¿qué desató la sensación de que ahora, después de tanto tiempo, por fin estabas lista para escriturar la pérdida?

Eso no se cuenta en el libro. Estaba en Chiapas, en una reunión con los semilleros zapatistas en abril de 2019. En ese contexto, digamos libertario, discutiendo otra forma de futuro, por fin me pareció posible que la historia, como tenía que contarla, podía ser contada. Fue una especie de energía iniciática que surgió del zapatismo. Ahí estaba John Gibler, el periodista norteamericano que vive en México, peinó la Hemeroteca y encontró la noticia del asesinato de mi hermana en el diario La Prensa y me la pasó. Desde ese momento ya no pude parar de indagar. Por otra parte, estuvieron los movimientos feministas, que me permitieron pensar que esto era posible, porque hubo toda una producción de lenguaje que organizaciones de madres que buscan a sus hijas han hecho posible, grupos como Las Tesis, que hizo un performance maravilloso titulado El violador en tu camino. Esto conformó un momento gracias al cual pude sentir el acompañamiento necesario para contar una historia a contrapelo, una historia en contra del patriarcado.


—El duelo, escribes, es decirle sí a la presencia de Liliana. ¿Cómo es la Liliana que trazas en este libro?

Uno de sus amigos la definió con una palabra que me encantó: dijo que mi hermana era muy cábula. Liliana era irónica, sarcástica, de buen humor, inteligente, crítica, con un deseo de comerse el mundo como usualmente sucede cuando tienes 20 años y estás pensando en el futuro. Liliana es alguien que está buscando soluciones, que está retando los límites que se le imponen. No es el retrato de una víctima pasiva que está recibiendo los golpes del mundo, y especialmente del depredador, sino el de alguien que trata de aclarar su camino por la vida. Esa es la Liliana que me ha acompañado por muchos años y por eso digo que el duelo es el fin de la soledad. Los que hemos perdido a alguien sabemos que no se va, que sigue con nosotros. Y en el libro hago la argumentación de que no hablo en términos metafóricos, sino de que materialmente su presencia continúa, porque hay un tiempo de residencia de nuestras sustancias, de lo que nos conforma, que tarda millones de años en desaparecer. Yo hablo de esa compañía material que continúa con nosotros.

El invencible verano de Liliana también nos recuerda la tremenda paradoja de que, como escribes, uno no aprende a callar, sino que es forzado a callarse, de que muchas veces a uno le callan la boca como a Liliana le callaron la boca. Y por eso recuperas su voz, hablas y no callas.

Me parecía muy importante hacer eso porque lo que a Liliana le quitaron fue el aire. El dictamen de su parte de defunción dice que fue muerta por sofocación. Cuando alguien te quita el aire evidentemente te quita la vida, pero el ataque es contra tu capacidad de denunciar, de producir lenguaje. Digamos que así como a Liliana le callaron la boca, a mí, a nosotras, también por muchos años. Creo que ha sido necesario el trabajo en conjunto, socialmente, para producir esas palabras y esos términos, hacer posible la subversión del lenguaje patriarcal para contar otra historia, una historia más apegada a los hechos mismos, una historia en la que mi hermana no sea ni la víctima pasiva ni la víctima propiciatoria, sino una muchacha de 20 años con ganas de vivir y a quien de manera injusta le fue arrebatada esa posibilidad.

—¿Qué puedes decir de las instituciones judiciales, pero también sociales, que se niegan a escuchar o que son torpes escuchando, que no ven o son miopes para detectar a los perpetradores de los feminicidios?

La cuestión es que muchas veces estas cosas se cuentan en la clave del monstruo, que parece ser que a los perpetradores tendríamos que reconocerlos por sus perfiles monstruosos. Pero lo que nos enseñan una y otra vez estas historias es que se trata de hijos sanos del patriarcado, y por lo tanto sus actos pueden confundirse con cualquier otra experiencia. De ahí la importancia de producir mapas que señalen desde los asuntos menos peligrosos hasta los más peligrosos; lo que en México se conoce como el “violentómetro”, que produjo el Instituto Politécnico Nacional, o lo que produjo la enfermera Rachel Louise Snyder, quien realizó el estudio No Visible Bruises [Sin moretones visibles] en Estados Unidos con ejemplos y evidencias para reconocer los niveles de peligro. Todo eso nos hace falta, porque nos permite reconocer el peligro y una vez reconocido nos permite actuar en consecuencia. Esto no quita la responsabilidad del Estado, la responsabilidad de las instituciones cuyo fin es impartir la justicia. No quita que existe un grado de impunidad macabro en México, donde siguen existiendo feminicidios porque el feminicida sabe que se puede salir con la suya, sabe que no le va a pasar nada. Y mientras ese siga siendo el caso, seguirá habiendo feminicidios en México y en el mundo. Así que es un trabajo conjunto, del Estado pero también de nosotros mismos, porque todos participamos en el proceso de irnos alertando, de irnos diciendo que no debemos buscar al monstruo, sino al hijo sano del patriarcado.

AQ

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