En San Antonio Tlayacapan, ribera de Chapala, julio-agosto de 2024.
Y entonces llegaron las lluvias. Como una visita que prolonga su llegada anunciándose de lejos. Allá en los cerros, al otro lado del lago. Vimos primero una vaga cortina grisácea, algo parecido a un velo que invitaba a pronunciar la palabra “lejanía”. Era, luego de tantos meses de aridez, un espejismo. Y de pronto las teníamos encima, sobre las frondas y los techos de teja; golpeando con grandes gotas la tierra ávida, dando un lustre metálico a las calles empedradas…
Y entonces llegaron las lluvias, comenzaron, lentamente, a ocupar la extensa playa de arena, desechos industriales y piedras de diverso calado que hasta ayer bordeaban el malecón del pueblo. Leves, levísimos riachuelos en bajada desde los cerros más cercanos; agua en suave desplome, agua que parecía estancarse en solitario abandono, en un casi silencio tan semejante a la respiración de un recién nacido. Agua de lluvia enfrentando la todopoderosa sequía…
Y con ellas, bajo esa delgada capa de agua, vimos la arenisca convertirse en limo nutricio, la vimos poblarse de una vegetación armada de un nuevo verdor, levantando minúsculos estandartes de flores franciscanas; oasis liliputienses circundados de palmeras pigmeas, de improvisados bonsáis. Y todo aquello vuelto espejo de las nubes volantineras, levitantes, como gordas matronas estableciendo su señorío, imponiendo el santo y seña de los días, saturadas con el sordo peso de las noches…
Y todo aquello revestido con la luz de las lluvias, una luz que se escucha, que corta el aire con un cuchillo de sílabas agudas, que se va posando sobre las cosas de este mundo y del otro, la luz del tordo oscuro y la luz del ave sin nombre, la que gira sobre tu cabeza como una advertencia de qué, luz de la red vacía en la barca que espera, luz de la tortuga que despierta luego de un letargo de siglos en el lodo elemental…
Y vimos, entonces, tras las lluvias, al lago que volvía, macerado de lirios y yerbas deslavadas, cargado de espumas insólitas, respirando tenuemente, recónditamente, como un niño maltratado. Lo vimos venir poco a poco, manso de aguas, turbio en su oleaje de sueño que se apaga, tan parecido al nuestro.
AQ