Arthur Howitzer nació en Kentucky y vive en Ennui-sur-Blasé o, mejor, vivía. En la película La Crónica Francesa de Wes Anderson, Howitzer está por morir. Es así como dará inicio una historia entrañable, hilarante e intensa. Y es que resulta que Howitzer, editor de la revista The French Dispatch, ha dejado la orden de que cuando muera, se interrumpa de inmediato la distribución de la revista, se devuelva a los abonados su dinero y se produzca un último número con tres artículos distintivos del trabajo que ha realizado como editor. En dichos artículos, producidos con el resplandor visual propio de Anderson conocemos a un pintor mexicano, a un revolucionario parisino y a un cocinero japonés.
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La Crónica Francesa es una pieza riquísima, pero vale la pena moderar las ansias del fanático que busca guiños y datos curiosos. Como ante uno de los cuadros de Rosenthaler, es mejor suspender el juicio y permitir que el arte visual nos conduzca sin prejuicios por las páginas de esta revista hecha cine, una obra construida con emociones y no con discursos intelectuales. Porque, tanto se ha escrito en torno al “universo” de Anderson, sus obsesiones y guiños, que uno corre el riesgo de terminar como Carlos Boyero, crítico de cine de El País, cuando afirma que los admiradores de Anderson lo tienen fastidiado.
Pero con todo y sus fanáticos hay que recomendar esta película; decir que si a uno le gusta el arte del cine tiene que ver La Crónica Francesa, pero saborearla como quien saborea una obra de Fellini, atento más a lo que siente que a lo que piensa. Si alguien merece hoy el adjetivo de “felliniano” ese es Wes Anderson. Son muchas las afinidades entre Ennui-sur-Blasé y Amarcord, por ejemplo. Ambos son pueblos ficticios llenos de nostalgia y sentido del humor; ambos tienen la sensualidad de un chico llegado a la pubertad. “¿De qué color son tus ojos?”, pregunta el niño a la prostituta que lo ha secuestrado. Ella nos mira. Y sus ojos son tan azules que brillan en la pantalla. Es necesario verlos.
La primera historia es una reflexión en torno a la locura y el arte. Anderson medita sobre el deseo de poseer la belleza. Pero no nos equivoquemos, este segmento no trata de cómo los marchantes inventan artistas para que todos quieran comprar un cuadro sino más bien de cómo un pintor se obsesiona y encuentra un único vehículo para poseer a su amada: el arte visual. La segunda historia es dulce como el aria en una sonata. Gira en torno al triángulo amoroso entre un revolucionario, su oponente política y la periodista que, fascinada por la belleza del sedicioso, lanza por la borda su objetividad como reportera. Este fragmento sirve para que Anderson se luzca como director de actores y, aunque es el más subestimado, resulta, en realidad, el más lírico y sugestivo.
Ahora bien, el de mayor profundidad es sin duda el correspondiente a la última historia. En ella sabemos por qué Howitzer es tan respetado como editor: “te pedí entrevistar a un cocinero, ¿por qué redactaste la historia de un secuestro?”, pregunta. El escritor consternado le enseña un boceto con partes tachadas. Arthur Howitzer lee atentamente. Piensa y exclama asombrado: “no puedes cortar este fragmento. Esta frase es la única razón por la que hay que publicar un artículo de nota roja en la sección gourmet”. Lo que ha pasado al editor con esas líneas es lo que hay que permitir que nos suceda con esta película. Que nos envenene el sabor de lo eterno que, en cuanto es escrito, se va.
La Crónica Francesa
Wes Anderson | Estados Unidos | 2021
AQ