Un escritor nunca sabe si pasará a la fama como Alguien con nombre y apellido, o a la evanescente gloria de ser Nadie. El segundo caso lo comprobó el que esto escribe, José de la Colina, quien, para no abundar en el “odioso yo”, en adelante seré aquí nada más que J de la C.
En el prólogo de un libro publicado hace años, la Antología de cuentos de terror y de misterio (colección Sepan Cuántos, Editorial Porrúa, 1993), se leen estas líneas: “Años atrás escuché el relato siguiente, que de entonces para acá carece de dueño. Un hombre extraviado en el desierto llega sediento a un oasis. Ve un manantial y al lado de él una virgen hermosa. Se acerca y dice: Por favor, dime que no eres un espejismo. A lo que ella responde: El espejismo eres tú... Y acto seguido, el hombre desaparece”.
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Unas semanas antes Ilán Stavans, el responsable de tales líneas prologales, las había publicado en el suplemento semanal de un importante periódico de México. Al leerlo, J de la C sintió que el espejismo era él mismo, el autor de ese minicuento del que no hay quien pueda presentar alguna prueba de haber sido contado, escrito y mucho menos impreso antes del 14 de julio de 1976, en que por primera vez fue publicado (¿o fue un espejismo de tinta y papel?), con otros minicuentos del mismo J de la C, y bajo el título global de “Espejismos” en el Diorama de la Cultura, suplemento semanal del diario Excélsior. Ignacio Solares, entonces director del suplemento, había entrado en la vecina redacción de la revista Plural para solicitarle a aquél “unas cuartillas de lo que se te ocurra, cualquier cosa que tengas en el cajón o que puedas hacer en un decente maquinazo para mañana mismo, pues tenemos en blanco toda una plana”. Y semanas más tarde Edmundo Valadés publicó en uno de los famosos recuadros de su revista El Cuento, número 88, y con la firma del autor al pie, el tal minicuento, que va así:
“El extenuado y sediento viajero perdido en el desierto vio que la hermosa mujer del oasis venía hacia él cargando un ánfora en la que el agua danzaba al ritmo de las caderas.
“—¡Por Alá —gritó—, dime que esto no es un espejismo!
“—No —dijo la mujer—, el espejismo eres tú.
“Y en un parpadeo de la mujer, el hombre desapareció”.
En fin, acaso la transcripción de Stavans mejora el cuento haciéndolo más rápido y aligerándolo de un mero adorno (el agua danzante en el ánfora), pero en cambio J de la C preferiría conservar el decisivo parpadeo de la mujer, a quien Stavans le atribuye la condición virginal, como si eso fuese perceptible a primera vista por un asoleado náufrago del desierto que en tal situación no se hallaría muy perspicaz ni muy interesado en virguerías. El cuento está recogido —¿y para siempre aposentado?— en Traer a cuento, antología de la obra cuentística de J de la C, pero desde que Stavans lo declaró carente de dueño (o sea, sin autor reconocido) puede aparecerse por ahí sin atribución al autor o como de “autor anónimo”, lo cual le recuerda a J de la C unos versos de Manuel Machado (hermano de Antonio):
Hasta que el pueblo las canta
las coplas, coplas no son,
y cuando las canta el pueblo
ya nadie sabe el autor.
Tal es la gloria, Guillén,
de quien escribe cantares:
oír decir a la gente
que no los ha escrito nadie.
Y quizá J de la C habrá de resignarse a que ese cuento sea cada vez más de Nadie, mientras que su autor será como aquel Rey de Runagur a quien, según Lord Dunsany, los dioses condenaron no sólo a dejar de ser, sino, además, a nunca haber sido.
ÁSS