Milenio logo

Cuatro señales | Por Mercedes Luna Fuentes

Desde el desierto

La naturaleza se ha representado de innumerables formas, desde las matemáticas hasta lo místico. El número cuatro es central en cosmogonías como la del pueblo Ndé Lipán Apache.

Mercedes Luna Fuentes
Ciudad de México /

Para José Luis Martínez S.

Estás frente a una puerta enorme. Tocas su forma extraña, hecha de materia semejante a la piedra. La superficie es pulida. No hay manija, no hay cerrojo. Algo o alguien, dentro, pensando en ti, la abre. Esto sucederá en distintos momentos del tiempo; sabrás luego que existe un mecanismo infinito de apertura porque te da paso de diversas formas. Son cuatro iniciales: se abre desde el límite cercano a tus pies; otras veces cede su extremo superior, inalcanzable; o a tu derecha, o a tu izquierda. Adentro no hay gravedad. Solo penumbra, levitación, agotamiento y hambre. Si tienes suerte, en esa especie de ilusión oscura en la que yaces, podrás sentir en tus manos, por el daño y la finura, una flor de plata.

Lo hemos olvidado. Al principio palpamos lo que llamaríamos mundo con nuestras cuatro extremidades. Después reconocimos lo que nuestra madre nombró una noche: tierra, agua, aire y fuego, mientras soplaba una vela. Más tarde comprendimos el significado de la proximidad y lejanía de los cuerpos a través de esos cuatro elementos. Porque el mar une a veces, porque la tierra sepulta, porque el aire nunca sostendrá la caída, porque el fuego es un guía impredecible que, a veces, muestra su rostro.

Así es como llevamos a nuestro cuerpo al desierto para quebrar la tierra con cada pisada, debajo de las bandadas de pájaros azules del bosque, ante los orificios diminutos en la arena de la playa, o sobre las baldosas tambaleantes de las ciudades que nos hablan, siempre, de sus orillas. En cada territorio encontramos palabras, y es que las palabras son negras siluetas que caminan a nuestro lado. Se vuelven otra cosa: artefactos de la esperanza. En este fragmento de Emily Dickinson, se lee: La esperanza es algo con plumas / que se posa en el alma / y canta su canción sin palabras / y nunca se interrumpe.

Este mundo, aguijoneado por puntos cardinales, se encarga de situar hielo o agua, y alberga en un lugar no visible a quien te abre la puerta. Es una persona/signo que sostiene el suceso; su corporalidad toda es un abrir de manos y alma constante. Observa con un microscopio imposible lo que ocultas y nunca te juzgó ni lo hará. Y te dice: incendia la duda. Sabe también que no reconociste llamaradas y dolores en el camino porque se transformaron. Mas ahí están las heridas recordándote su origen: las buenas intenciones. Lo que creías rosa y no lo fue. Procuras entonces la cercanía a la angustia para desmenuzarla. Cercanía a la nieve que abre con sus ojos el asombro de la niña. Cercanía a la sabiduría muscular. Cercanía al agua —que se extiendan los minutos en su caudal infinito—, que se lleven los crímenes que has visto. La mentira envuelta de hermandad. Y sigues aprendiendo después de tropiezos y más tropiezos en cada elección: Distancia de los paraísos de elogios mutuos, distancia de intereses encubridores de abusos —incluida la propia sangre—, distancia de las cofradías que se entregan oropel entre sí; distancia de esa razón empleada para destruir.

De todo esto está hecha la enormidad de la piedra, por eso su sustancia. Algunas veces su memoria líquida redondea y limpia su forma. Alejandra Pizarnik, en el poema “Como agua sobre una piedra”, dice: quien retorna en busca de su antiguo buscar / la noche se le cierra como agua sobre una piedra / como aire sobre un pájaro / como se cierran dos cuerpos al amarse.

La piedra que arrojamos en la noche sobre el agua —recreación o soledad—, crea una señal evidente sólo para la luna llena y su futura mirada de cuarto creciente. La piedra se dispone a atravesar las estaciones, los cuatro vientos tensan los límites de su voluntad. La voluntad es una ventaja que la piedra posee, al igual que los niños y los insomnes, en ella encuentran. Tal vez por eso, la poeta Natalia Toledo escribió: La muerte pisa mi sombra, / pero no puede conmigo. / Juego al escondite / entre las flores /Y la risa de la abuela.

La naturaleza se ha representado de innumerables formas, desde las matemáticas hasta lo místico. El número cuatro es central en cosmogonías como la del pueblo Ndé Lipán Apache. Un ejemplo de ello es la camisa de listones que utiliza el nantán, o líder, en las ceremonias o danzas. Este símbolo de estatus combina cuatro colores: el azul, que representa el agua; el rojo, el fuego; el negro, el inframundo; y el gris, la ceniza. En ocasiones especiales, se emplean el amarillo, que simboliza el polen y reemplaza al azul. Estos colores también representan los cuatro rumbos o las cuatro direcciones.

La piedra, la roca, habita en nuestra sangre, desde la Pirámide del Sol, erigida sobre una base de cuatro puntos que honran el movimiento inasible del astro.

La piedra es materia de la misericordia: conserva la huella del llanto, el color del sacrificio, el descanso de las bestias y la pureza del agua que la ha pulido.

AQ

LAS MÁS VISTAS

¿Ya tienes cuenta? Inicia sesión aquí.

Crea tu cuenta ¡GRATIS! para seguir leyendo

No te cuesta nada, únete al periodismo con carácter.

Hola, todavía no has validado tu correo electrónico

Para continuar leyendo da click en continuar.