Mi mamá tuvo su consultorio de psicóloga clínica algunos años en la calle de Arquímedes en la colonia Polanco de la Ciudad de México. Rentaba un agradable espacio en el piso 7 que adornó con lámparas modernas de la tienda Knoll y cómodos sillones de ratán. Muchas veces la acompañé a su consulta, como infinidad de ocasiones fui su comparsa en el largo tour de visitas al tapicero, al plomero, al carpintero, a la tintorería, al zapatero y al electricista. Eran los principios de los años setenta. Yo estaba en secundaria y en la sala de espera que compartía mi madre con otros psicólogos, hacía la tarea de química o me aprendía de memoria los poemas de Sor Juana, y algunas veces la esperaba en el coche, estacionado en la callecita de Campos Elíseos, frente al espacio de jardín urbano que separaba esta calle de la avenida Paseo de la Reforma. Todavía no se remodelaba el Auditorio Nacional y una adolescente de 13 años podía permanecer algunas horas en el coche escuchando “La pantera de la juventud” sin miedo a que la desaparecieran, y la madre podía asomarse, entre consulta y consulta, por la ventana que dominaba la colindancia de Arquímedes, Campos Elíseos y Reforma: miraba el Datsun amarillo, ahí seguía la hija, todo estaba bien.
Haber llegado ahí a sus treintaitantos no había sido nada fácil. La semilla de su vocación de terapeuta fue sembrada en su infancia cuando vio la película de Hitchcock Cuéntame tu vida, que da título al libro de su autoría que hoy presentamos, bien regada y abonada por la psicopatología familiar y las creencias y prejuicios de la provincia yucateca de la que salió a los 10 años gracias a una estrategia mental fraguada en los laboratorios secretos del inconsciente. Veracruz y la Ciudad de México fueron destinos amables para una joven que fue alimentando su experiencia emocional y estética con el sonido de la marimba en la terraza del Café de la Parroquia y la arquitectura Art Decó de la colonia Condesa.
Estela estudió Letras en Mascarones de la UNAM y en la Universidad de Guanajuato donde conoció a Luis Villoro, mi padre, con el que se casó, y en donde fue alumna y muy amiga del poeta Pedro Garfias, a quien le transcribía sus versos manuscritos en la máquina de escribir portátil que aún conserva. Pero su gran curiosidad e interés por el psicoanálisis la llevaron a experimentarlo en carne propia, a estudiarlo con avidez y a formarse como psicóloga y psicoanalista en los formatos que la academia y la infraestructura escolar podían ofrecerle: maestría, doctorado, especialidad. Sin embargo, su verdadera y compleja formación existencial proviene de fuentes muy diversas, y eso es evidente en su libro. El cine, la literatura, la arquitectura, la pintura y de manera muy especial el teatro, dieron a Estela la tierra de barbecho para la elaboración de preguntas y respuestas con las que ha acompañado a sus cientos de pacientes de los cuales muchos son hoy sus amigos.
Entre las experiencias que la forjaron como profesionista y como persona está la dirección del Centro de Teatro Infantil del INBA. Durante cuatro años, mis tardes infantiles transcurrieron en esa vieja casona de la colonia Roma en la Ciudad de México. Talleres de pintura, títeres y teatro llenaron de voces y colores mi imaginación de niña. Los domingos salíamos a las calles de la colonia, disfrazados con enormes cabezas de papel maché, zancos y cacerolas, para invitar a las familias del barrio a sumarse al desfile carnavalesco y terminar el recorrido en ese patio donde todo el mundo se sentaba en algunas sillas y en el suelo para esperar la función. Los fines de semana salíamos con mi mamá en una Combi para llevar las funciones a ciudades y pueblos cercanos. Era todo un acontecimiento viajar en la compañía de mimos, payasos y actores, con un enorme magnavoz en el techo por el que se anunciaba el espectáculo mientras transitábamos por las callecitas del pueblo. Y todo eso lo hacían mi madre y Martha Guerrero, la subdirectora, con muy pocos recursos. Recuerdo que de su bolsillo pagaban piñatas y regalos para las posadas de los niños del barrio en la época navideña. El arte siempre ha sido, para mi mamá, fuente de conocimiento y forma de transmisión de una sabiduría que es difícil compartir de otra manera.
Otra etapa importante de su formación humana fue su estancia como jefa del departamento de psicología del Hospital Psiquiátrico Infantil durante varios años. Entraba a las 8:30 a trabajar y tenía que dejarnos antes en la escuela a mi hermano y a mí. “Marcos Carrasco rectifica su motor en ocho horas, consulte a su mecánico… Chocolates Turín, ricos de principio a fin… Pegan por arriba, pegan por abajo, pegan por todos lados, Calcomanías Toronto… Entre el zapato y el pantalón, está el detalle de distinción: Donnely, Calcetines Donnely… Haste, la hora de México: son las 7 y 24”. Minuto tras minuto se repetía la cadena de anuncios. Mi madre manejaba a toda velocidad su Valiant Acapulco para que llegáramos a tiempo a la escuela porque a las 8 en punto cerraban la puerta. La recuerdo con nitidez: la cabeza coronada de tubos cubiertos por una mascada con estampados de la Torre Eiffel y El Arco del Triunfo; el radio prendido en alto volumen y haciendo todo tipo de peripecias viales para sortear el tráfico. Mi madre llegaba al hospital, compraba su atole de guayaba o se preparaba un Nescafé y se disponía a coordinar a un grupo de alumnos de psicología que hacían sus prácticas en el Juan N. Navarro. Algunas veces en que falté a mis clases en la secundaria, pude jugar con los niños con síndrome de Down del “Hospital de día” e internarme subrepticiamente al pabellón de niños graves o visitar a Trico, quien tenía fama de morder a los enfermeros y que a mí me recibía con gusto siempre y cuando le diera un peso. Ahí practicó Estela la aplicación de pruebas psicométricas que le dieron fama como la mejor traductora de esos lenguajes cifrados a la narrativa compleja del drama humano, y le valió el mote de “La Bruja del Rorschach” en los pasillos de la universidad. Su labor diagnóstica con pruebas proyectivas la acompañó durante muchos años, aun cuando ya practicaba el psicoanálisis en su consultorio particular.
En el año 1975 decidió poner su consultorio en casa. El garaje de Mina 11 se convirtió en un espacio acogedor lleno de libros, cuadros y plantas, que funcionó 12 horas diarias durante 40 años recibiendo a todo aquel que buscara una escucha profunda, una respuesta humana a su sufrimiento. En ese consultorio ejerció Estela el difícil oficio de entender a los otros. Yo veía entrar y salir a sus pacientes y pensaba que la poesía que habitaba los libros que llenaban los estantes de nuestra biblioteca había cobrado vida en esa habitación tan propia que podía ser compartida, que los poemas y ensayos literarios guardados en cajones se habían convertido en fórmulas de alivio y de consuelo. ¿Podía haber mejor uso de la palabra?
Entre las muchas almas que habitaron ese espacio llegó August Strindberg, el dramaturgo sueco del siglo XIX y se convirtió en uno de sus pacientes favoritos. Estela analizaba El padre, La señorita Julia, El sueño y La sonata de los espectros como si fueran sueños que brotaban del diván. Estudió la biografía del autor y escribió su tesis doctoral que después se convirtió, gracias a la gestión de su gran amigo Hernán Lara Zavala, en el libro editado por la UNAM Strindberg, una mirada psicoanalítica, que fue publicado en el 2006. Su amor por Strindberg y la cultura sueca la llevaron a estudiar sueco y a viajar a la Universidad de Upsala tres años seguidos para tomar el curso de verano con estudiantes de diversos países, todos cincuenta y tantos años menores que ella quien, en el último curso, tenía 79. Se quedó con ganas de realizar el último que la universidad habría permitido a sus 80 años. Los vasos comunicantes entre las culturas son sorprendentes y Estela encontró similitudes entre el severo protestantismo nórdico y el catolicismo represor de la provincia mexicana, lo que la llevó a declararse “sueca de Yucatán”, en su afán de explicar coincidencias, pero también de adentrarse empáticamente y sentirse parte de otras culturas.
Es difícil describir la atmósfera en la que creces si no es a través de imágenes: la casa alfombrada, la sala llena de cojines y libros de arte desordenados, la chimenea prendida, el humo del cigarro, las manos de mamá reproduciendo en el piano una sonata de Liszt. El grupo de amigas divorciadas, los romances a medias contados con los músicos del Tamba 4, una banda de bossa nova que muchos años después yo rastrearía en Río de Janeiro para traerle a Estela un disco, pedacito de otros tiempos. En la casa se escuchaba Beethoven con respeto, pero se lloraba con “La nave del olvido”, de José José; se practicaban las escalas del Hanon pero cantábamos de memoria “Mi cacharrito” de Roberto Carlos: “…mi corazón quedó en el perol, pip pip”. La cocina se llenaba de amigos de nosotros, los hijos, que abrían el refrigerador a deshoras; ocupábamos el comedor para realizar talleres de pintura, habitábamos el tapanco de la azotea donde editábamos el periódico de un partido de izquierda o jugábamos ping-pong. Todo fluía con vértigo e intensidad, pero había una certeza que daba centro al remolino: mamá trabajaba en el consultorio, salía cada tanto, intercambiaba palabras y silencios.
El consultorio de Estela en Mina 11, Coyoacán, fue durante mucho tiempo el centro del universo, pero nunca un lugar aislado sino interconectado con múltiples lugares. Y eso es lo que ella nos ofrece en su libro Cuéntame tu vida. En él se asoma Alfred Hitchcock como solía hacerlo en sus películas: una fugaz aparición. En él vuelve a jugar ajedrez la muerte que aparece en El séptimo sello, de Ingmar Bergman, el reloj vuelve a perder sus manecillas como en Fresas silvestres y Dorothy golpea los talones de sus zapatitos rojos para salir por fin del país de Oz y regresar a casa, su propio y rico mundo interno. El libro es como un sueño cuyas imágenes nos llevan a innumerables asociaciones.
En estos tiempos el consultorio de Estela cambió de lugar. Ya no se llama consultorio sino rinconcito y está en la planta alta, y quienes lo visitan no se llaman pacientes sino amigos, pero Estela sigue haciendo recomendaciones y dictando recetas existenciales a veces acompañada de un buen tequila. Rodeada de los retratos de los gatos y perros que ha amado y la han amado, y cuando no tiene pretexto para desplazarse en metro al centro de la ciudad, aunque la CNTE haya tomado el Centro Histórico, lee ávidamente novelas y libros sobre neurología, su tema favorito del momento.
Algunas personas me preguntan si soy escritora por influencia de mi padre. Él fue un pensador provecto, un importante intelectual y a él le debo algunas otras cosas. Pero no nos confundamos, de esta mujer comprometida y libre he aprendido lo verdaderamente importante de la vida. Estela ha sido ejemplo, guía, sostén, mirada y compañía.
Texto leído en la presentación del libro 'Cuéntame tu vida' (Trilce, 2025) de Estela Ruiz Milán en la Casa Universitaria del Libro el pasado 28 de junio.
AQ