Daniel Goldin: “El aburrimiento es una de las cosas más esenciales de la cultura”

Entrevista

A propósito de la reedición de 'Los días y los libros', el escritor y editor mexicano aporta reflexiones sustanciales a la conversación sobre la lectura y los lectores en México.

Daniel Goldin, escritor, editor y bibliotecario. (Cortesía)
Ángel Soto
Ciudad de México /

Una apuesta a contracorriente. Eso es, para Daniel Goldin, lo que representa la reedición de Los días y los libros. Divagaciones en torno a la hospitalidad de la lectura (Océano, 2023).

En la era hegemónica de las novedades editoriales, el ex director de la Biblioteca Vasconcelos advierte la valía de la pausa. “Hay un prefijo que cada vez me importa más”, explica, “el prefijo re. Re-pensar, re-editar, re-leer… Los libros importantes siempre te dicen algo nuevo”.

Bibliotecario, escritor y avezado editor de literatura infantil y juvenil, Goldin es un lector atípico. “Los libros han marcado mi vida, pero la mía dista mucho de ser una relación de bibliófilo empedernido”. Es esa robusta distancia entre sus filias y sus convicciones —cultivada con plena consciencia a través de los años— la que le confiere una validez irrebatible a las ideas que comparte en Los días y los libros, publicado por primera vez hace 17 años.

En conversación con Laberinto, Daniel Goldin (México, 1958) habla sobre las posibles causas de la crisis de la lectura, el peso que deberían tener los lectores en la cadena del libro, el aburrimiento como fase vital de la experiencia, entre otras cosas.

—Revisitar textos que escribiste, en algunos casos, hace casi dos décadas, ¿significó una confrontación con el pensamiento de quien fuiste entonces? ¿Qué descubriste en este reencuentro?

Redescubrí algo que he pensado durante mucho tiempo: lo novedoso no forzosamente es lo que permanece. Es preciso distanciarse de lo más inmediato para cobrar conciencia de la importancia de los hechos. Cuando me propusieron hacer la nueva edición de este libro, imaginé que tendría que escribir un capítulo final para poner en orden algunas ideas, porque pensaba que el mundo se había transformado mucho. Lo que me encontré es que muchas de las cosas que concebimos como problemas actuales, estaban ya anunciadas y problematizadas en ese momento.

Lo que sí ha cambiado mucho es el mundo de la edición. Yo crecí y participé en una cultura de la edición en la que el libro más importante para cualquier editor era su catálogo. De pronto estoy sumergido en un mundo editorial donde los catálogos prácticamente no existen, ni como objeto ni como concepto. En ese sentido, este libro es una defensa de la permanencia.

—¿Qué cosas deberían permanecer?

Se ha transformado nuestra idea de lo que permanece. A raíz de la pandemia tenemos desdibujada una idea del tiempo, pero no creo que, a grandes rasgos, lo que estemos viviendo sea algo radicalmente diferente de lo que se vivía hace 30 o 40 años. Creo, más bien, que existe una exacerbación de tendencias que ya habíamos visto. Una de las ideas que busco resaltar en el libro es que esta crisis de la lectura no responde —como se suele suponer— a la idea de que hay cada vez menos lectores, sino a que hay una mayor diversificación y una multiplicación de los usos y de los usuarios de la cultura escrita. En el libro recupero una idea de Petrucci, un paleógrafo italiano, quien decía que la duración del material escriturario está vinculada con la cantidad de usos y de usuarios de la cultura escrita.

—En el subtítulo del libro hay una clave relevante: no se trata de divagaciones sobre la lectura, sino sobre la hospitalidad de la lectura. ¿Por qué es relevante esa precisión?

Un libro puede ser una suerte de caballo de Troya. Entra dentro de una plaza sitiada y permite una conquista, una libertad. Puede serlo, entendiendo por esa plaza sitiada un individuo o una comunidad. Un libro permite la entrada de aire fresco, de nuevas ideas. Pero para que eso suceda debemos asumir que los libros son parte de la conversación y no una interrupción, que son parte de una voluntad de instaurar la escucha como un valor. En varios textos hago un énfasis muy especial en la recuperación de la experiencia de la lectura —la propia y la de otros—, para desacralizar la idea de que los libros son lo importante. Para mí lo importante son los lectores.

—El libro ofrece muchas preguntas e invitaciones al pensamiento sobre la lectura infantil y juvenil. ¿Por qué te interesó plantear los textos con ese enfoque?

La literatura para niños es un campo que tiene un montón de defensores que solamente enfatizan las respuestas y el simplismo, así como una visión endiosada del libro y de la lectura. Escribí estos textos asumiendo que el libro, efectivamente, tiene un potencial liberador, pero también con una suerte de escepticismo sobre el campo del libro y la lectura. Tienes razón, es un libro que, fundamentalmente, rumia sobre distintas preguntas y recoge experiencias e ideas de otros libros. El libro intenta animar a los lectores o a los escuchas a que vayan encontrando su propio camino. Yo no creo que haya un camino uniforme válido para todos. Este libro te invita a pensar por ti mismo, a rumiar tus pensamientos, a informarte y a tomar distancia.

—Esa postura pasa por la educación y las políticas culturales. ¿Deberían priorizarse los usuarios de la cultura sobre los productos culturales?

Están vinculados uno con otro. Hay que encontrar los núcleos problemáticos. Uno de ellos tiene que ver con la selección. Cuando yo creé los catálogos de Océano o los del Fondo de Cultura Económica, siempre estaba pensando que los libros debían tener una diversidad de formatos, temas, estéticas y grados de dificultad, de manera que en cada catálogo un lector pudiera encontrar un libro que lo tocara verdaderamente. Y que pudiera encontrar en la contigüidad otros libros que lo sorprendieran. Esto se refleja en las políticas culturales en México, porque muy pocas veces los lectores son tomados en cuenta. De José Vasconcelos a la fecha, siempre ha habido un grupo de iluminados que piensa en lo que deben leer todos. Eso es gravísimo porque revela, sobre todo, una vocación de redentor que se dirige al lector como si éste fuera un ignorante. Se regalan libros y se generan bibliotecas sin preguntarse quiénes son los bibliotecarios y quiénes son los usuarios. El libro no sirve si no escuchas a los lectores.

—Quienes hacen libros compiten con otros productos culturales. ¿Cómo afecta a la lectura la batalla por la atención?

Una de las cosas que se ha exacerbado es la intolerancia al aburrimiento, al tiempo libre, al silencio. El aburrimiento es una de las cosas más esenciales de la cultura. Un libro, en buena medida, es una invitación a desconectarte de algo y conectarte con otro tiempo. Eso está afectando las posibilidades de acercamiento de los lectores a los libros y los modos de la lectura. Y, lo que es peor, está afectando las relaciones interpersonales y el espacio político. La excesiva oferta, lejos de estimular una selección, la anula. Vivir en la novedad impide que se fragüen procesos más complejos que permiten un crecimiento como lector.

—Hay dos fenómenos recientes que han suscitado conversaciones y debates: por una parte, la reescritura de ciertos pasajes de libros para ceñirlos a los valores de la corrección política; el otro fenómeno es la prohibición de textos considerados no aptos para las infancias. ¿Cómo deberíamos posicionarnos críticamente ante ello?

Son fenómenos que no solo atañen a la literatura para niños. Tienen que ver, por un lado, con lo que estás buscando con el lector, sea niño o adulto, y con esa suerte de endiosamiento del libro. Como si el libro fuera una especie de recetario y los lectores fuéramos pasivos. Creo que generas el efecto contrario cuando prohibes. Hay que reconocer que el niño es un interlocutor válido e inteligente que puede afrontar todos los temas.

Yo estoy por abrir una biblioteca y pienso si debemos meter o no un libro tan polémico como Mi lucha (de Adolf Hitler). Es un libro que constantemente los lectores quieren y que no está en ninguna de las librerías o bibliotecas. Yo digo: “hay que ponerlo y discutirlo”. El lector que se cree eso ya tiene una idea dogmática de la cultura, pero el otro lector pensará que es un libro ridículo.

ÁSS

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