Daniil Trifonov, un centauro del piano

Crónica

La pianista mexicana María Hanneman Vera, quien a sus 17 años se ha presentado en Bellas Artes, el Carnegie Hall y el Mozarteum en Salzburgo, escribe con emoción sobre los conciertos de su ídolo ruso en la Sala Nezahualcóyotl.

El pianista ruso Daniil Trifonov. (Foto: Deutsche Grammophon)
Ciudad de México /

No sé ni cómo empezar. Cuando me enseñaron en la escuela mitología, pensaba que la imaginación de los griegos iba mucho más allá de las mentes normales. Me atrapó la historia de los centauros, más que por sus luchas, triunfos y derrotas, por esos cuerpos de caballo con humano.

El 3 y 4 de junio tocó en Ciudad de México el pianista ruso de 32 años Daniil Trifonov con la Orquesta Filarmónica de la UNAM (Ofunam), bajo la dirección de Constantine Orbelian. Un programón, claro. Para el solista, el Concierto para piano y orquesta número 3 en re menor, opus 30, de Sergei Rachmaninoff. Para la orquesta, Sheherezade, de Nikolái Rimski-Kórsakov.

Mi expectativa era con mucha emoción, mucha. Tengo 17 años y, para mí, es ver a uno de mis ídolos, a quien, salvo que vivas en Nueva York o Europa, no lo puedes escuchar con frecuencia.

Rogué a mis padres que me compraran boletos para las dos funciones. Me pasa a veces al ver a grandes músicos que, como cuando te dan una noticia, el golpe de emoción es tanto que preguntas: “¿Qué?” Y te lo tienen que repetir para que puedas asimilarlo. Bueno, a veces me pasa eso, y si puedo verlo con más calma en una segunda función, pues disfruto el doble hacerlo.

El público estaba feliz el sábado, muy prendido. Tocó la orquesta Sheherezade. Vino el tenso intermedio.

En eso sale Trifonov, y abruma ya el calor del público. Toma asiento y empieza a tocar uno de los conciertos más complejos que existen para piano. Y, literal, fue como una de esas sorpresas irreales. De las bonitas, de las buenas. De las que te dejan sin hablar. De mariposas en el estómago, de piel chinita. Y aquí regreso a los centauros, al centauro. Daniil Trifonov se funde en el piano, es ya el hombre con torso, cabeza y brazos de humano y cuerpo de piano.

La sala, en total silencio; ni siquiera los famosos coff-coff se escuchan. En todos los solos del maestro ruso, hasta los mismos músicos de la orquesta se asomaban para poder verlo tocar.

Su virtuosismo es innegable, pero lo que más, más, más me impactó fue su completa comunión con la pieza, con la música y con el instrumento. Totalmente concentrado y hasta abducido. Fui testigo de uno de los momentos, para mí, más hermosos de la Sala Neza. Claro, soy muy, muy joven, y seguro hay grandes conciertos que no he presenciado en esa, una de nuestras grandes salas, pues es probable que ni haya nacido. Pero lo de ese fin de semana fue maravilloso.

Después de tremenda interpretación, todos como locos, gritando mucho, aplausos sin parar. Y yo veía al hombre ahí, parado, sonriendo, cansadón y emocionado. Por supuesto que nos regaló encores ante la euforia del público. El primero, la Cantata de Bach 147. Y creo que ahí, solo en el piano, ese centauro se deja ver en su totalidad. Con una sonrisa, como si fuera cómplice de Bach. Yo le veía hasta el alma. Cada uno de sus movimientos, al voltear al cielo, al cerrar los ojos, era casi espiritual. Era él, el piano y la música, nadie más. Nada más. Pocas veces he visto a pianistas tan, pero tan integrados a su instrumento y a la música. Ni un solo movimiento era gratuito. Sonreía, pero no a nosotros, le sonreía a la pieza, era como decirle a Bach: “Wow, eres un grande y me encanta tocar tus piezas”. Era secretearse con el compositor.

Vino el segundo encore, la transcripción de Rachmaninoff a la Gavota de la Partita 3 para violín, también de Bach, ante la vista sonriente de los miembros de la orquesta y la emoción del público. La ovación no se hizo esperar y nos entregamos a Trifonov. Después, por suerte, me pude colar al camerino, y volví a ver al hombre, al humano de carne y hueso, ahí parado, sin piano, sonriendo. Nos tomamos una foto con un poco de pena de mi parte. Me firmó una partitura de Rachmaninoff.

La pianista mexicana María Hanneman Vera junto al ruso Daniil Trifonov. (Cortesía)

El impacto fue fuerte. Sí necesitaba una segunda función para asimilar. Y ahí estaba yo otra vez el domingo, viendo a muchas personalidades de la música en México. A mí me tenía intrigada este hombre, ese centauro del piano, quería con más calma escuchar cada uno de sus detalles.

Y ahí vamos de nuevo. Otra vez la emoción. Ahora con más coff-coff en la sala que el día anterior, ruiditos, murmullos y la cara de enojo del concertino al escuchar una llamada de celular.

Trataba de volver a ver al ser humano, pues es un ser humano aunque sea muy difícil verlo tan terrenal; se le ve el alma. Es como un niño, muy transparente. Incluso, apuesto que es muy penoso. Me imaginaba conversaciones con él.

Le vi haciendo cosas muy extrañas para mí en el piano que habla de su técnica, gran técnica, por cierto. Él llevaba la pieza de forma perfecta. Siempre, hasta en los momentos en que la orquesta suena por completo, se escuchaba el piano, nunca lo tapó. Además, da las dinámicas perfectas, arranca muy, muy piano, o sea bajito, pero puede inundar la sala con su sonido, su fuerza perfectamente controlada, y la dicción de sus dedos, hace que suene cada nota en su lugar justo.

Su musicalidad impresiona, se escucha a él mismo, es un pianista que se conoce muy bien, que se ha estudiado mucho, y eso hace que su interpretación sea impecable.

Apretaba en mis manos un regalito muy mexicano que le llevé: unos caballitos para tequila. Ahí los traía.

Me impresionaba la respiración de este pianista, se escuchaba... lo escuchaba tomar aire, escuchaba la fuerza de sus dedos, y la delicadeza al mismo tiempo. Casi no miraba él al director.

Nos volvió a regalar dos encores, la transcripción de Rachmaninoff a la Gavota de la Partita 3 para violín como el día anterior y un muy atrevido fragmentos de Gaspard de la nuit, de Ravel.

Me daban ganas de llorar. Muchas ganas de llorar. Al igual que el sábado, las lagrimitas se me salieron. Ahora por alguna razón no podía ver al pianista, solo al hombre, a ese señor de 32 años, o sea muy joven, que se ha pasado su vida sentado frente a ese instrumento. Veía las horas dedicadas, las clases interminables, las frustraciones, las satisfacciones, el arte, la gran capacidad de entender la música. La forma de honrar a los compositores, pues los instrumentistas tenemos una gran responsabilidad de honrar las partituras que nos dan.

Quería hacer la misma hazaña de colarme a los camerinos, pero era notable que el maestro estaba cansado y, seguro, hambriento. Nos esperamos en la puerta de artistas, solo quería darle mi regalo mexicano. Y, de paso, regalarle mi total admiración. Salió muy cansado, se le notaba, me daba pena ver a unos cuantos fans exigiéndole la foto, el autógrafo... Yo ya estaba bastante retirada de la puerta y escuché mi nombre, alguién me dijo: “Está esperando tu regalo”.

Corrí a dárselo. Y solo dijo: “Gracias”. Y sonrió y me vió a los ojos.

Salí flotando. Le tengo todo el respeto del mundo a este centauro, mi centauro del piano. Sigo flotando.

​ÁSS

  • María Hanneman Vera

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