De la inmortalidad de un momento | Por José de la Colina

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Conmemoramos un año de la muerte del magnífico escritor y observador cinematográfico con este pasaje de sus memorias

José de la Colina, escritor y periodista colaborador de MILENIO. (Foto: Pascual Borzelli Iglesias)
José de la Colina
Ciudad de México /

A un periodista, que lo entrevistaba a propósito de su juventud, le respondió Humphrey Bogart, el primer héroe existencialista del cine de Hollywood, como quedó clarísimo cuando lo vimos en esa obra maestra, Casablanca, patéticamente empapado en lágrimas y lluvia porque Ingrid Bergman no acudía a abordar el tren que los llevaría al happy end, y por supuesto, si algo merece que se llore bajo la lluvia, eso es el infortunio de que nos deje plantados una belleza tan total como la de Ingrid en aquel entonces (yo todavía sigo llorándola, cosa que Humphrey ya no hace, aunque por causa de fuerza mayor, RIP).

Dijo, pues, Bogart, con su rostro preexistencialista, su silbante ceceo y en un respiro entre dos fogonazos de whisky: “¿La muerte?... ¿Qué significa la muerte para un chico de diecisiete años? Para él la muerte no existe ni siquiera como idea. Ese cabrón pensamiento sólo comienza a entrarte en la cabeza cuando ya tienes algunos años más y vas enterándote de que mueren personajes que han marcado tu vida o que sencillamente son de tu generación”.

Que es más o menos lo que decía más bellamente Joseph Conrad en una de sus inmortales páginas: “Cuando yo era joven, creía que iba a durar más que el cielo, la tierra y el mar”.


Y de pronto…

Como somos lo que pensamos y sentimos ser (“Pienso y siento, luego existo”), en cierto modo somos inmortales mientras vivimos creyéndolo y sintiéndolo. Lo que sucede es que también solemos ser muy descuidados, y si cuando jóvenes somos inmortales, también somos despreocupados, distraídos por asuntos tan superficiales como las señoras guapas y la lucha por la vida, de modo que en cualquier momento un año más cae pesadamente sobre nosotros y lo único bueno que hace es empezar a quitarnos del rostro el acné y acaso darnos apariencia de señores pasaditos pero interesantes. Y empezamos así, a lo tonto, a gastar nuestra inmortalidad, de modo que, como van acumulándose los descuidos de hora en hora, de día en día y de año en año (aun si no logramos ligar una sola señora guapa), terminamos perdiendo el aura de inmortales, y un día nos apagamos, según dijo el gran Salvatore Quasimodo (no el jorobadito de la catedral hugoliana, sino otro, un poeta italiano) en este breve y estremecedor poema que me ha acompañado durante la mayor parte de mi vida: “Ognuno sta solo sul cuor de la Terra,/ Traffito da un raggio di sole;/ Ed è subito sera”.

Y, apenas mi traidora mano traductora y aun menos inmortal deja de temblar, he aquí lo que inscribe en la pantalla de cristal líquido, destacando en adecuada letra negrita el verso terminal: “Uno está solo en el corazón de la Tierra,/ atravesado por un rayo de sol,/ y de pronto: noche”.

(Acaso no se pueda concentrar más, en tan pocas palabras, el destino de cualquier animal grande o pequeño o mediano, importante o insignificante, gobernante o policía, secretario del Fisco o espécimen del género humano.)

Así, los poetas, que suelen ser más sabios que los filósofos (y quizá por eso los expulsaba el filósofo Platón de su República ideal), han acostumbrado cantar a la muerte entre otros temas para ellos importantes: las mujeres, el vino, el mar, las rosas, a veces los tigres, y, the last but not the least, ellos mismos. Ya Horacio, en sus Odas, ligaba viciosamente la muerte con la democracia, o en otras palabras con la idea de que en esa noche total que es la muerte “todos los gatos son pardos” (y lo pongo en versales universales para que se vea como más escrito en latín): Pallida mors aequo pulsat pede pauperum tabernas regumque turres.

Es decir: “La pálida muerte lo mismo pisa las chozas de los pobres que las altas moradas de los ricos”. (Tabernas no significa en este caso lugares como el Salón El Palacio, situado en la esquina de Ignacio Mariscal y Rosales; así que no inquietarse.)

Jorge Manrique, señor poeta y guerrero, aunque todavía medieval y por lo tanto feudal, también ya consideraba un tanto populista a la muerte: “Nuestras vidas son los ríos/ que van a dar a la mar/ que es el morir;/ allí van los señoríos/ derechos a se acabar/ e consumir;/ allí los ríos caudales,/ allí los otros medianos/ y más chicos,/ y, llegados, son iguales/ los que viven por sus manos/ y los ricos”.

Don Francisco de Quevedo, también gran poeta aunque algo menos añejo, hacía una cosa aún más pornográfica y quizá más sublime que ligar democracia y muerte. En un imperecedero soneto, ligaba muerte y amor, un Amor constante más allá de la muerte: “Cerrar podrá mis ojos la postrera/ Sombra que me llevare el blanco día/ Y podrá desatar esta alma mía/ Hora a su afán ansioso lisonjera./ Mas no de esa otra parte en la ribera/ Dejará la memoria donde ardía./ Nadar sabe mi llama el agua fría/ Y perder el respeto a ley severa./ Alma a quien todo un dios prisión ha sido,/ Venas que humor a tanto fuego han dado,/ Medulas que han gloriosamente ardido,/ Su cuerpo dejarán, no su cuidado,/ Serán ceniza, mas tendrán sentido, / Polvo serán, mas polvo enamorado”.

Si el no-jorobado Quasimodo se enfrenta a la muerte de una manera elegante pero indudablemente trágica, si Quevedo vibraba eróticamente aun estando hecho (literalmente) polvo, en cambio otro gran poeta, el “andaluz universal” Juan Ramón Jiménez, montado en su burrito plateado y poético, profetiza su muerte también con elegancia, aunque con serenidad, casi con gozo: “Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando;/ y se quedará mi huerto, con su verde árbol,/ y con su pozo blanco./ Todas las tardes el cielo será azul y plácido,/ y tocarán, como esta tarde están tocando,/ las campanas del campanario./ Se morirán aquellos que me amaron,/ y el pueblo se hará nuevo cada año;/ y en el rincón aquel de mi huerto florido y encalado,/ mi espíritu errará, nostálgico…/ Y yo me iré; y estaré solo, sin hogar, sin árbol/ verde, sin pozo blanco,/ sin cielo azul y plácido…/ Y se quedarán los pájaros cantando”.

(Claro está que un tan idílico paisaje postmortem no está al alcance de cualquier coetáneo nuestro, sea o no poeta, y quien esto escribe, por ejemplo, podría dar su versión, inevitablemente chirriante, del hermoso autorrequiem juanramoniano. Digamos: “Y yo me iré. Y se quedarán allá abajo,/ en la avenida Río Mixcoac,/ los automóviles aullando./ Y estará el smog al Ixta y al Popo tapando./ Y yo me iré y se quedará, en mi ciudad,/ la delincuencia imperando. Y se quedará la Secretaría de Hacienda mi pago de impuestos esperando…”, etcétera, etcétera).

Stevenson, desde esa isla del tesoro que era su gran literatura de aventuras, también le entraba a la poesía, y se regaló él mismo uno de los más bellos epitafios de todos los tiempos: “Cavad mi tumba y dejadme dormir/ bajo la ancha bóveda de las estrellas./ Oíd mi última voluntad;/ grabad en la losa estos versos:/ Este es el lugar donde quería yacer./ El marino está de vuelta./ Del monte bajó el cazador”.


El pueblo también…

Por lo demás, que a veces no es culturalmente lo de menos, la poesía popular también sabe cantar a la Pelona, la Calaca, la Amada Fría, como en este movido son veracruzano en el que se alían la muerte y la agricultura:

Ora sí, maldita bruja,

Ya te chupaste a mi amigo

Y ora te vas a chupar

A tu marido el ombligo,

¡ayayay!

Me chupa la bruja,

Me lleva a su casa,

Me vuelve maceta

y una calabaza,

¡ayayay¡

AQ | ÁSS

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