De recuerdos y olvidos | Por Rosa Beltrán

Laberinto, 20 años

El pasado es inherente a la escritura, que no deja de corregir y renovar lo vivido.

De la exposición 'Mentiras. Paisajes tentativos'. (Foto: Juan Rafael Coronel Rivera)
Rosa Beltrán
Ciudad de México /

De muchas maneras, la ciencia se ha preguntado dónde se almacenan nuestros recuerdos. En qué lugar de los 86 mil millones de neuronas está el área específica que guarda el momento en que fuimos felices o aquel otro, más punzante, en que no lo fuimos. El notable libro del neurocientífico argentino Rodrigo Quian Quiroga, quien se adentró en la biblioteca de Borges para estudiar la bibliografía en que éste se basó para escribir de modo tan preciso —y tan literario— sobre la memoria, dio, sin darla, una respuesta. Mucho y poco se sabe de cómo opera la memoria pero todos sabemos que si recordáramos todo, como Funes, no podríamos hacer nada con esos recuerdos. Si algo teme el viejo o el enfermo de Alzheimer es el olvido. Paradójicamente, es el olvido el que también nos permite recordar.

La memoria es nuestra esencia: “Somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos”, dijo Borges, y ese pasado, apenas vislumbrado, reconstruido, es también el ser inherente a la escritura. Pero, por qué hay cosas que recordamos y otras que no regresan por más que nos empeñemos en evocarlas. Tal vez porque como dice Irène Némirovsky al revivir la experiencia la tinta indeleble que la fija es la emoción “lo que esa noche se reencontraba con el pasado no era sólo mi memoria, sino también mi corazón”, dice en El ardor de la sangre, una novela sobre el poder de los recuerdos que irrumpen por una sensación. Y recordar, nos dicen los filólogos, es volver a pasar por el corazón.

Me gusta hablarles a los viejos —hablar con mis padres viejos— del pasado remotísimo. No sólo porque al revivir algo que ocurrió en un mundo que ya no existe visito sitios que no duelen, casi afortunados, mágicos. Y no porque no haya habido tristeza o desgracias en el pasado, sino porque felizmente la memoria cuando evoca casi siempre echa en el olvido lo triste y confía como en el poema de Manrique en que “cualquiera tiempo pasado fue mejor”.

Ante el deterioro de la memoria que se da con los años, a veces me pregunto: ¿qué es peor? No ser capaces de retener datos como cuando se va la memoria de corto plazo o recordar cada hecho, cada impresión del pasado con todo y sus emociones, lo que sucedió a la paciente Jill Price* quien era capaz de recordar su infancia sin poder olvidar siquiera un detalle de las peores escenas, como cuando subió de peso en su adolescencia y su madre le hizo en un lapso breve más de 500 comentarios al respecto. La vida revivida, y no recordada, no pasa por el matiz selectivo y hace resurgir en Jill una y otra vez la muerte de su marido como si acabara de pasar todo el tiempo. Para pacientes como ella y los que padecen el síndrome de savant no hay desgracia más grande que el dudoso prodigio de esa memoria o que el insomnio, ya que éste es no poder entregarse al olvido de uno mismo.

No hay manera de escribir sin recordar, esto es cierto. Pero no se puede tampoco rememorar sin estar hablando del presente. Toda experiencia literaria busca en los orígenes, en los símbolos, en las primeras impresiones y en lo leído cómo rescatar eso que nos marcó y que nos marca de nuevo en el poema, el cuento o la novela. Por eso, sea o no autobiográfica, toda la ficción es autoficción y la poesía es biografía por necesidad, de un modo u otro. Lo escrito es recuerdo de la sangre, de los genes, es constancia de lo vivido y lo leído, sea un acto consciente o no. De ahí que cuando escribo, yo escribo, pero también algo me escribe. El algoritmo que hoy nos aterra es sólo la confirmación material de algo que ya sabíamos y que de otros modos siempre ha estado allí. Escribir es necesariamente leernos pero es también releernos; sanar, vivir de nuevo corrigiendo lo vivido.

Giordano Bruno dice que el arte de la memoria “consiste en utilizar los símbolos del pasado para renovar el presente”. La literatura es la mejor forma de recordar y renovar. De hacernos partícipes de esa gran memoria colectiva. Que Laberinto, de MILENIO, cumpla 20 años más y no deje de albergar en sus páginas lo mejor de lo que somos los humanos pero también de lo que hemos sido.


*Rodrigo Quian Quiroga, Borges y la memoria, Ned ediciones, 2021.

Rosa Beltrán

Escritora y académica. Miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, su libro más reciente es la novela 'Radicales libres'.

AQ

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