Debo haber tenido unos 8 o 9 años. En esa época solía pasar los veranos en casa de alguna de mis abuelas en una población pequeña en el occidente del país. Las viviendas eran grandes, con habitaciones amplias, muros altos, patio al centro y un ancho pasillo de acceso al que llamaban corredor y que hacía las veces de sala para recibir a las visitas.
Mis hábitos citadinos hacían difícil que me adaptara a los horarios de allá, donde se acostumbraba ir a dormir temprano debido a que la luz eléctrica no era muy estable. Además, no había televisión, y las otras alternativas de entretenimiento para una niña de mi edad tampoco eran muchas, así que cuando todos iban a dormir, deambulaba por la habitación apenas iluminada por un foco lagañoso.
Ahí conocí las bolitas de naftalina que se usan para evitar la polilla. Había varias en cajones llenos de prendas y objetos viejos. También descubrí el impermeable del sombrero, que era una cubierta de plástico que se ajustaba con un resorte para protegerlo en épocas de lluvia, de manera que no se mojaban ni el sombrero ni su portador.
Una noche, después de haber inspeccionado todo el contenido de un ropero, me subí al mismo y abrí un par de maletas que estaban ahí, arriba. Me sorprendió que estuvieran llenas, pero no de ropa para viajar, sino de documentos, adornos, joyería en mal estado y, para mi sorpresa, un libro. Nunca había visto un libro en casa de mi abuela, ahí solo tenían revistas o materiales de impresión periódica, como la infaltable hojita parroquial o El Eco, periódico local.
Me pareció evidente que el libro estaba escondido porque lo encontré envuelto en un vestido viejo, así que me regodeé saboreando lo prohibido y dejé de deambular por las noches para mejor ponerme a leer, en penumbra y a veces tan solo con la luz de unas veladoras que dejaban prendidas a los pies de unas vírgenes ahumadas, el tesoro encontrado.
A partir de ahí, los días me parecieron largos y las vacaciones cortas, porque la lectura me atrapó pese que había no solo palabras, sino también cosas que no entendía. Vivía en un estado de permanente espera de que todos se fueran a dormir para desvelarme leyendo y, antes de dejarme vencer por el sueño, devolver el secreto a la maleta con la esperanza de que nadie descubriera mis “fugas nocturnas”.
Desde luego que a esa edad avanzaba poco en la lectura, y pronto llegó el momento en que las clases se reanudarían, así que mis padres fueron por mí y me trajeron de regreso a la ciudad, donde teníamos muchos libros, pero ninguno como ese que se me había convertido en una especie de adicción temprana.
Esa fue mi primera experiencia de estar huérfana de libro. Anduve varios días desazonada, con síndrome de abstinencia lectora que traté de paliar con las amigas, las clases y otros libros.
Desafortunadamente, no había comprendido muy bien lo que contaba el texto prohibido de casa de mi abuela y no podía referir con claridad la trama. Aun así, había pasado un par de semanas embriagada por esa lectura cuyo contenido no fui capaz de aprehender del todo.
Al siguiente verano, las cosas en casa de mi abuela habían cambiado. Había fallecido mi abuelo y la familia se había desecho de la mayoría de sus pertenencias, con lo que se había reorganizado la casa y, con desconsuelo, no logré encontrar ni la maleta ni el libro.
En ese momento descubrí que me era imposible recordar el nombre, el autor o a varios de los personajes. Solo tenía algunos ecos de la trama todavía en la memoria.
Pero el destino de una lectora es siempre inexorable y me dio una segunda oportunidad sobre la tierra, pues muchos años después, frente a un pizarrón de la preparatoria, habría de recordar de golpe aquellas noches remotas cuando en penumbras, y con la clara sensación de estar haciendo algo prohibido, había leído parte de la historia de un pueblo al que un hombre corpulento, integrante de una familia de gitanos, había llegado para dar una demostración pública del funcionamiento de los imanes arrastrando por las calles dos lingotes que hicieron saltar la mayoría de los objetos metálicos en todos los hogares. Una imagen muy clara y capaz de dejar impresión en una niña de primaria.
Ese fin de semana —desde luego, prácticamente sin dormir— me leí de un sorbo el libro que me acababa de prestar una compañera de prepa, con lo que sacié con ansiedad una sed que había nacido muchos años atrás, para después, con una actitud más mansa, empezar por tercera vez la novela que si bien no fue el primer libro que leí completo en mi vida, sí marcó mi infancia lectora y me lanzó a una búsqueda literaria que sigue en curso.
Texto tomado del libro 'Marca de fuego. Experiencias de escritores en torno a la lectura', coordinado por Jorge Souza Jauffred y Godofredo Olivares y publicado por la Universidad de Guadalajara.
AQ