Estábamos en el Colegio Madrid, en el último año de primaria y en 1947. Enrique Castillo era mexicano, hijo adoptivo de un viejo residente español, y nos resultaba raro que un “gachupín” lo hubiera puesto en un colegio de españoles “rojos”. En sus primeros días entre nosotros parecía extrañado porque no lograba enterarse de la variedad zoológica en que debía registrar a sus inusitados condiscípulos, que le llamábamos “aceras” a las “banquetas” y “cerillas” a los “serillos”, mientras a nosotros nos divertía que, entre otras cosas, creyera él que ser “necio” era ser “terco” y no supiera distinguir entre “ir a la casa” e ir “a la caza”, o entre “acecinar la carne” y “asesinar la carne”. Pero a los dos nos amistarían la lectura de las series de novelitas de Doc Savage, el hombre de acero, de La Sombra, el justiciero nocturno, de Bil Barness, el jefe de la escuadrilla aérea del Arco Iris, y de Pete Rice, el sheriff de la Quebrada del Buitre que cada mes llegaban de la Editorial Molino de Buenos Aires a los puestos callejeros, y la coincidencia de ser vecinos en el populoso, rumoroso, oloroso barrio de La Merced.
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¿De dónde eres?, me habría preguntado una mañana Castillo, mientras esperábamos el autobús anaranjado del Colegio Madrid. Del Exilio, respondí. Pero si eres gachupín. No, qué gachupín; gachupines tus padr...astros; soy del Exilio. No qué, eso no existe. Me canso de que existe; está en los libros. A poco, ¿te cae? Me cae, están Exilio y exiliado... y soy exiliado. ¿Y Exilio en qué parte de España está? En ninguna. Y entonces, ¿qué son los exiliados? Los que salimos de España después de la guerra. Pues ahí está: son gachupines, salidos, pero gachupines. Gachupines serán tus padrastros; nosotros somos exiliados. Pero eso qué es. A ver, ¿tú qué eres? Pues, ¡mexicano, mano! Ya sé, pero de qué lugar de México eres. De Toluca. ¿Y cómo les dicen a los de Toluca? ¡Pssst, toluqueños! Ahí está: eres mexicano y toluqueño y yo soy español y exiliado. ¡Pero Toluca sí existe! También el Exilio. ¡A poco! A ver: yo existo, ¿no? Castillo se sotorreía: Pues quién sabe, mano. Le di un pescozón, lo que él hubiera llamado un cocazo: ¿Existo? Ay, cabrón, sí. Entonces ¿soy exiliado o no? Eres hijo de tu pinche madre, mano, dijo cerrando y alzando los puños, ¡órale, ponle! Y emprendimos una pelea entre bromas y veras en la que Castillo me ganó, pues por algo era medio hermano de Luis Castillo, el boxeador sobrenombrado El Acorazado de Bolsillo, y además yo temía que me rompiera las gafas, que él llamaba los anteojos. Y, ya desfogados, continuó la amistad.
Aquel encuentro “a catorrazos”, certificado hace unos días y cincuenta años más tarde en un cordial reencuentro con Castillo en el restaurante Covadonga, es fidedigno en lo esencial (aunque no quedaría aclarado si Enrique era de Toluca), pero tal vez en el recuerdo han sido anacrónica y falazmente interpoladas las palabras exilio y exiliado, por entonces poco usadas (como anota el Corominas), y no sé cuál habrá sido la que me permitía presumir con el prestigio de una patria fantasma, un país de anywhere out of this world. ¿Me habré identificado como refugiado, o desterrado, o emigrado...? ¿O como “refugacho”? El día que Franco muera —decían algunos mexicanos divertidos con nuestro mito—, los “refugachos”, contentos por no tener ya que acortarse el dedo índice de tanto golpear la mesa del café, afirmando: ¡Este año cae!, van a sacar del armario la botella de sidra y el turrón guardados tanto tiempo y a vociferar jotas y repiquetear castañuelas celebrando la muerte del que había sido el inmorible Caudillo y el resurgimiento de los españoles buenos; y un recurso acostumbrado de periodista eventualmente sin tema del día era la fatigada broma de: “Vamos a dar a los refugiados españoles dos noticias, una buena y otra mala. La buena: que ha muerto Franco. La mala: que no es verdad”.
De eso me acuerdo pero no de que la muerte del Generalísimo causara un general regocijo en el Exilio. Yo creo que aquel 20 de noviembre de 1975 fue para los exiliados un día triste. Se intuía que era el fin del exilio, es decir de una condición heroica y romántica, de una especie de mártir aristocracia. Ahora el noble exilio se volvía anécdota, historia pasada. Para los “refugachos” Franco moría demasiado tarde, moría sin que los españoles lo hubieran sometido a juicio y fusilado o encerrado en una jaula, y ese hecho, o, mejor dicho, ese no-hecho, instituía una deuda no cancelada de la Historia para con España. Desaparecía Franco cuando durante tantos años, tantas décadas, habían muerto innumerables exiliados en espera inútil de esa desaparición. No había habido ni justicia histórica, ni justicia inmanente, ni justicia poética o justicia a secas. La Historia nos había hecho cornudos y apaleados y ahora nos borraba.
Desde ese día ser exiliado no significaba nada, porque Franco era la raison d'être de los exiliados como tales. Mientras Franco vivía, el heroico Exilio antifranquista perduraba en su ser, en la ilusión de una condición sublime, en la aristocracia espiritual del perdedor con la frente alta; pero ahora resultaba que, por la fuerza de las cosas, los Exiliados ya eran los nuevos viejos residentes de la Transtierra, casi podía decirse que se volvían los nuevos gachupines (y para mayor irrisión algunos se descubrían gachupines pobres).
Es decir que ahora los del Exilio habíamos sido desterrados hasta del Exilio. Y algunos habíamos empezado ya a descubrirnos mexicanos...
ÁSS