Del exilio

Los paisajes invisibles | Nuestros columnistas

Quienes huyen de las guerras no son desertores, sino críticos que se niegan a legitimar el autoritarismo y la violencia.

Milan Kundera emigró exiliado a Francia en 1975. (Foto: EFE)
Iván Ríos Gascón
Ciudad de México /

Sándor Márai abandonó su patria en 1948. La ocupación rusa lo obligó a empacar y salir de Hungría sin volver la vista atrás. Deambuló entre Suiza, Estados Unidos e Italia, mientras el régimen invasor se ocupó de borrar su nombre y prohibir sus libros. Pasó sus últimos diez años en San Diego, California (vaya ciudad más impersonal para un escritor de genio). El 11 de abril de 1986, reveló en su Diario una fatiga irremediable: “Por la mañana el teléfono suena varias veces, durante largo rato. No cojo el auricular. Hay algo impertinente en vivir más de la cuenta. Es como cuando los anfitriones intercambian una mirada disimulada preguntándose cuándo se marcharán los invitados”. El 22 de febrero de 1989, Márai se curó el cansancio con un pistoletazo. Meses después, en noviembre, cayó el Muro de Berlín.

La relación de Milan Kundera con el Partido Comunista Checo fue una especie de alianza tóxica, inestable. Se afilió al culminar la Segunda Guerra Mundial pero lo defenestraron en 1950. Seis años después, el Partido le devolvió la militancia, estatuto que volvería a perder en 1970. Sus actividades durante la Primavera de Praga, ese intento democratizador liderado por Alexander Dubcek que inquietó a los soviéticos y sus asociados del Pacto de Varsovia, lo convirtieron en un paria cuando Rusia invadió Checoslovaquia en agosto de 1968. Desterrado de los manuales de historia literaria, con sus libros fuera de las bibliotecas y en la lista negra de la burocracia, Kundera se ocupó en toda clase de tareas para sobrevivir. Inclusive, redactó horóscopos que publicaba con seudónimo, guiado por los tratados de André Barbault. En su ensayo Un encuentro, cuenta que en los “queridos años sesenta”, solía afirmar que “el régimen político ideal es una dictadura en descomposición; el aparato represivo funciona de una manera cada vez más defectuosa, pero sigue ahí para estimular el espíritu crítico y burlesco”. Sin embargo, el totalitarismo no admite ni la crítica ni la ironía, prefiere espíritus vacíos. Kundera salió de Praga en 1975 y no volvió la vista atrás. Nueve años después, La insoportable levedad del ser sería una especie de examen de conciencia, pero, también, la obra que más cuestionamientos despertó entre sus contemporáneos, los que eligieron quedarse a pesar de todo.

Por ejemplo, Ivan Klíma, que al conversar con Philip Roth, hizo una crítica severa del trabajo de Kundera en el exilio: relatos que no muestran la dureza real del totalitarismo, retratos de reportero occidental, cuentos de hadas del bien y el mal en los que “a la gente le parece una simplificación efectista el modo en que Kundera presenta su experiencia checa. Más aún: para muchos, la experiencia que presenta está en contradicción con el hecho de que Kundera fuese un hijo muy querido y muy mimado del régimen comunista hasta 1968”. ¿Reproche a su destierro voluntario, esa levedad tan cómoda, tan tolerable?

Meditando sobre la novela El buen soldado Svejk, de otro de sus compatriotas, Jaroslav Hasek, Kundera escribe en El telón: “Desde todos los puntos de vista, político, jurídico, moral, el desertor se vuelve poco grato, condenable, emparentado con los cobardes y los traidores. La mirada del novelista lo ve de otro modo; el desertor es aquel que se niega a conceder un sentido a las luchas de sus contemporáneos. Que se niega a encontrar grandeza trágica en las masacres. Aquel a quien le repugna participar como un bufón en la comedia de la Historia. Su visión de las cosas es muchas veces lúcida, muy lúcida, pero hace que su posición sea difícil de sostener; lo desolidariza de los suyos; lo aleja de la humanidad”.

El desplazado, por supuesto, no es un desertor. Tampoco el que prefiere el destierro a someterse al yugo de una o varias potencias invasoras, y mucho menos aquel que se niega a participar como bufón en la comedia bélica de un tirano.

AQ

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