Del habla de los bárbaros

Bichos y parientes

"La barbarie se instala con el miedo de hablarle al poderoso en términos de igualdad, y consiste en dejarse gobernar", escribe Julio Hubard.

Representación de Darío el grande, padre de Jerjes y baluarte del más amplio imperio de la antigüedad. (Irán Museum)
Julio Hubard
Ciudad de México /

Los elogios se echan a perder muy pronto y se desprenden de su objeto con facilidad; en cambio, los términos despectivos, cuando pegan, tienen una adherencia de siglos. El término “bárbaro” ha tenido un éxito tremendo: no hay lengua europea que no lo use, tal cual, o con alguna pequeña variante fonética. Edith Hall dice (Inventing the Barbarian, Clarendon, Oxford, 1989, que ya debiera haberse traducido al español) que apenas hay indicios de que la noción de “bárbaro” pudiera constituir una categoría, hasta 472 a. C., cuando se escenifica Los persas de Esquilo, que combatió contra Jerjes en Salamina, en 480 a. C. Y ya se sabe: bárbaro era el que no hablaba griego, o que lo hablara suficientemente mal que produjera enojo o risa.

Esquilo señala la barbarie de muchos modos; uno, cuando la reina Atossa pregunta qué clase de gran ejército pudo derrotar a los persas y sus numerosos batallones: “quiero enterarme bien: ¿en qué lugar de la tierra dicen que Atenas está situada? ¿Acaso sobresale en tirar muchas flechas sirviéndose del arco?”. El corifeo le responde que los atenienses, ni son muchos, ni muy ricos, ni tienen armas especiales; que “combaten a pie firme con lanzas, y portan armaduras y escudos”. “¿Y qué rey está sobre ellos y manda su ejército?”, insiste la reina y recibe la respuesta como un plomo: “No se llaman esclavos ni súbditos de ningún hombre”.

Perplejos, los persas no hallan otro modo de enfrentar su destino sino convocando a la sombra (éidolon: sombra, figura, imagen) del gran Darío, padre de Jerjes y baluarte del más amplio imperio de la antigüedad, que permitió a sus súbditos y conquistados mantener sus formas sociales, costumbres, religiones, y los sumó a su enorme ejército reunido, el que después comandaría Jerjes, en su derrota de Salamina. Entre guiños y señas, Esquilo desliza otra sutileza: los persas, además de dados a la molicie y la obediencia, son expertos en tósigos y elíxires mortales y alzan a los muertos de sus tumbas, con ensalmos y pociones vertidas sobre la tierra: nigromancia, recurso de cobardes. Lo viril, como saben los griegos, es que el héroe descienda vivo a los infiernos: Orfeo, Odiseo, Eneas.

La sombra de Darío surge y urge a los mortales a decir qué grave desgracia padecen su pueblo y su viuda. Los persas tiemblan: “No me atrevo a mirarte de frente, no me atrevo a hablar ante ti, por el temor sagrado que antaño me inspirabas”. Y su temor no es tanto a la presencia de ultratumba cuanto a su jerarquía; no se atreven a hablar y la sombra se desespera ante sus súbditos acobardados. El diálogo va y viene; el coro tiembla y Darío intenta convencerlos de que depongan ese miedo jerárquico, hasta que se harta y se dirige a Atossa, la reina y su viuda: “Ya que el antiguo temor prevalece en sus corazones, (dirigiéndose ahora a la reina), habla tú, anciana compañera de mi lecho, mi noble esposa y dime algo claro”.

Gran momento de la historia del teatro, pero también de la política y su pedagogía. La escena del terror de los persas es de entusiasmo ateniense, porque dos conceptos organizaban su igualdad política, que iba a la par de su igualdad en las armas: la isonomía, es decir, igualdad ante la justicia, y la isegoría: el igual derecho y la igual obligación de hablar en público y en las asambleas deliberativas. Los atenienses no tenían miedo de enfrentar a un Jerjes todo pompa y espectáculo y boatos; lo veían mucho más como un señor ostentoso y ridículo que como el rey de todos, a quien uno no puede atreverse a mirar de frente ni a interpelar. Un pueblo con miedo de hablar no puede formar una sociedad más que bajo la forma de la obediencia, la humillación y el sobajamiento.

Esquilo logró enrarecer el griego de su obra hasta que pareciera una lengua extraña: enlista cosas y nombres que suenan raro en griego; cacofonías, interjecciones, gritos, repeticiones, de todo para enrarecer el griego. Es claro que los persas no eran bárbaros porque carecieran de educación, cultura, o sus modales resultaran repugnantes. Eran bárbaros porque no eran griegos, porque hablaban mal y con cobardía.

Tiene razón Edith Hall: Los persas es la obra que inicia una forma de xenofobia a todo lo que no hable como uno, como se debe, como griego. Pero también escenifica ese doble derecho y obligación de pensar lo que se dice y decir lo que se piensa. La barbarie se instala con el miedo de hablarle al poderoso en términos de igualdad, y consiste en dejarse gobernar.

RP

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