A pesar de que, si la vemos en modo superficial, Delfín (disponible en MUBI) pareciera ser una historia más de superación personal, es necesario admirarla para ver que no, que en realidad está lejos de películas como Billy Elliot o Flashdance, historias que sin duda son entrañables pero que, inocentes, parten de la premisa de que basta el deseo para cambiar la realidad. Delfín es el nombre de un niño que vive en un pueblecito alejado de las grandes ciudades argentinas. Tiene once años y aspiraciones muy grandes. Delfín no quiere bailar, él quiere aprender a tocar un instrumento que, en su pueblo, resulta extravagante: el corno francés. Para conseguirlo el niño no solo tiene que enfrentarse a sí mismo, sino a todo un sistema que no espera de él otra cosa que siga el trayecto de obrero de su papá.
Es aquí donde el mensaje de Delfín más que de autosuperación se transforma en político. Y político en el mejor sentido de la palabra. Porque no sólo hay que cambiarse a uno mismo, hay que cambiar la sociedad.
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Dirigida por el argentino Gaspar Scheuer, Delfín es claro ejemplo de ese cine que anhelaban, en el inicio del cinematógrafo, autores como Vladimir Mayakovski o Dziga Vertov, un arte que lejos de la idealización quiere transformar la realidad, que la vida se haga arte y que la estética trascienda la pantalla y se apodere, por completo, de toda la realidad.
Los personajes de Delfín son adorables, sí, pero imperfectos: el padre borracho, los niños crueles y la maestra de la que Delfín se ha enamorado muestran el futuro de un niño que tiene ya trazado su camino, volverse obrero como su padre. Hay, por ejemplo, una tendera, que piensa que Delfín, a los once ya está en edad de tomarse una cerveza y una bibliotecaria incapaz de entender que a un chico de pueblo se le haya metido la idea extravagante de tocar el corno francés.
En fin, el mensaje político va más allá de las expectativas de quienes rodean al niño: para estudiar este instrumento hay que ir desde la periferia hacia el centro. Es necesario cambiar de vida, de locación. Es necesario cambiar las aspiraciones de toda la sociedad. Y sí, el director Gaspar Scheuer, de Delfín, tanto como Stephen Daldry, autor de Billy Elliot, reconocen la importancia del tesón en sus protagonistas, pero Schauer trasciende este lugar común. Para hacer a un artista, parece decir, la sociedad (el padre en este caso) necesita un cambio total.
Más que un esfuerzo individual, un país necesitado de artistas, deportistas y científicos requiere un esfuerzo colectivo. Porque no basta, como a menudo se nos quiere adoctrinar, con “echarle muchas ganas”. Para conseguir las cosas que realmente valen la pena es necesario cambiar los valores de quien, como el padre de Delfín, se ha alienado como obrero a tal nivel que, llegado el viernes no tiene ganas de otra cosa que de emborracharse y pasárselo bien. ¿Quién puede pensar después de una semana cargando lozas en que su hijo quiere tocar el corno francés?
Delfín es una excelente película. No adolece de un final hollywoodense, pero está llena de esperanza. ¿Qué es la realidad? Pregunta el niño en una secuencia. No lo sé, dice el padre, pero esto no. La realidad es lo que hay que cambiar, parece decir este diálogo. Y sí, hay que “echarle ganas”, como hemos visto tantas veces en películas de superación personal, pero también es necesario cambiar el mundo porque, ya lo dijo Ortega y Gasset, yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo.
Delfín
Gaspar Scheuer | Argentina | 2019
AQ