Demasiado ser humano dentro de sí

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Conmemoramos el centenario de Ingmar Bergman (Uppsala, Suecia, 14 de julio de 1918–Fårö, Suecia, 30 de julio de 2007) con una panorámica del extraño mundo que plasmó en el celuloide

Ingmar Bergman. Ilustración Karina Vargas
Iván Ríos Gascón
Ciudad de México /

Atormentado por la negrura que envuelve a la isla en la noche entera, el pintor Johan Borg (Max von Sydow) le cuenta a su esposa Alma (Liv Ullman) una desgarradora reminiscencia infantil: el castigo favorito de sus padres consistía en encerrarlo en un armario donde, advertían, vivía un enano que le mordía los dedos a los niños. Ese oscuro, claustrofóbico suplicio duraba solo unos minutos pero a él le parecía una monstruosa eternidad, porque entre las abullonadas paredes del armario escuchaba claramente los jadeos de una quimérica creatura. El chico sufría un pavor inenarrable. Golpeaba las puertas, saltaba con histérico frenesí para evitar los mordiscos del enano y suplicaba a gritos el perdón, indulgencia que se traducía en enérgicos azotes fuera del pequeño calabozo, flagelos que debía agradecer con un beso para el padre verdugo y otro para la madre misericordiosa. “Entonces debía arrastrarme a donde se encontraba madre. Le besaba el dorso de la mano y esperaba con humildad hasta que ella dijera Te perdono”. La dolorosa evocación se conecta con la dantesca opacidad que mantiene despierta a la pareja en esa isla porque, manifiesta Johan Borg, en las tinieblas unos duermen pero otros se mantienen vigilantes para protegerse de La hora del lobo. Filmada en 1966 y fotografiada impecablemente por Sven Nykvist (maestro del claroscuro y especialista en luz natural, como el mexicano Gabriel Figueroa), Ingmar Bergman solía explicar que el relato del ropero en La hora del lobo provenía quizá de un recuerdo reprimido pues si bien sus padres lo aherrojaban en la cómoda donde guardaba sus juguetes, la sanción era agradable ya que con una linterna inventaba películas fastuosas. El tormento real, tal vez, era el del guardarropa de su abuela, aunque a ella la recordaba cual figura luminosa: la memoria, los sueños y las fobias sostenían el andamio imaginativo y visual de un artista obsesionado con los espejismos de la fe, el misterio de la muerte, la tesitura del erotismo y las claves de los sueños. Sí. Al igual que Luis Buñuel y William S. Burroughs, la genialidad creativa de Bergman germinaba de la epifanía onírica que en la vigilia transformaba en imágenes soberbias, cuadros de tenebrosa o enigmática belleza, fotogramas que hipnotizan con su críptica composición: ahí percibimos los signos de la agonía y nos leemos en símbolos que hay que ordenar como en un espejo roto, del mismo modo en que sucede al enfrentar, de improviso, la conciencia de fragilidad y finitud ya que el universo narrativo de ese Bergman que, semejante a su atormentado pintor de La hora del lobo, se forjó en un ambiente de penumbra (hijo de un pastor luterano y de una madre posesiva y calamitosa, el escritor y cineasta creció en el seno de una familia rígida y profundamente religiosa. La disciplina y la moralidad forjaron el ambiente de su hogar en Uppsala, y aquella instrucción fue el paralelo reflexivo desde el que abordó la infinidad de conflictos de la condición humana en sus obras teatrales, sus guiones y películas), tiene como fin reconciliar la ruptura de las múltiples realidades que habita el ser.

En la vida habrá un momento en que busquemos una celda para lidiar con los demonios. Johan Borg posee un Diario en el que anota la bitácora de los fantasmas (el Barón von Merkens, su mujer Corinne y el hermano Ernst, la difunta Veronica Vogler). Al igual que el cruzado Antonius Block y su escudero Jöns de El séptimo sello (1956), Borg huye de las visiones solo que en vez de hacerlo a través de una partida de ajedrez con el Caballero de la Muerte, lo hace jugando con los espectros del castillo en esa isla/ purgatorio, el paisaje preferido de Ingmar Bergman: Noche de circo (1950), Fresas salvajes (1957), El silencio (1962), Persona (1965), La vergüenza (1967), El rito (1967), Gritos y susurros (1971), El huevo de la serpiente (1976), Sonata de otoño (1977). Los escenarios de estas fábulas son espacios paralelos al mundo verdadero, acaso más legítimos por su rotunda intimidad. Sea la del moribundo o la del clarividente, sea la que confronta al arrepentido con su doble: Isak Borg se mira a sí mismo emerger de un ataúd caído del carruaje (Fresas salvajes), la muda actriz Elizabeth Vogler se reencuentra en su enfermera Alma (Persona), las hermanas Agnes, Maria y Karin se acompañan como trágicos testigos del viaje final (Gritos y susurros) o la pianista Charlotte despedazando el desafío filial de Eva y Helena (Sonata de otoño). La existencia desprovista de ilusión, los martirios de la carne, el miedo y el deleite del dolor, son elementos que otros directores aprendieron de las películas de Bergman, digamos Stanley Kubrick (El resplandor, Ojos bien cerrados), Lars von Trier (Rompiendo las olas, Anticristo), Woody Allen y los primeros planos de la expresividad de sus neuróticos modelos, David Fincher que en El club de la pelea le rinde homenaje con los obscenos fotogramas que Tyler Durden inserta en los rollos de las películas de Disney, igual que en el fundido de apertura de Persona: la única manera de mirar adentro de uno, Bergman lo sabía, es tolerando el paroxismo, aunque las toxinas nos invadan, nos arrojen al delirio de la insatisfacción y la irredenta soledad.

En su Diario de trabajo del 20 de abril de 1971, anotó: “Aquí en la soledad tengo la extraña sensación de que llevo demasiado ser humano dentro de mí. Se me sale como la pasta dentrífica de un tubo roto y no quiere permanecer dentro de los límites de mi cuerpo. Es una extraña sensación de peso y masa. Tal vez masa anímica que sale como un humo espeso y se revuelca alrededor de mi cuerpo”, y es debido a eso que personaje por personaje, diálogo tras diálogo y cuadro por cuadro, Bergman desmontó sus fantasías nocturnas y las reconstruyó en la cámara pues, como sugiere Mircea Cărtărescu en su novela Solenoide, los sueños son la prueba de que existe el alma.

A propósito de esto, recordemos la interrogante que profiere Eva Henning en Prisión (1948–1949), uno de sus primeros filmes: “¿Acaso cuando somos niños reunimos algo que luego de mayores derrochamos, algo que se llama… espíritu?”.

El espíritu es insoportable. Un aliento pesado, deletéreo, algo que Bergman nunca pudo soslayar y declaró, a pesar de todos los reconocimientos, todos los premios (ganador del Oscar por El manantial de la doncella (1961), Como en un espejo (1962) y Fanny y Alexander (1984); Globos de Oro por Fresas salvajes, El manantial de la doncella, Secretos de un matrimonio, Cara a cara, Sonata de otoño, Fanny y Alexander): “Por alguna razón en la que no había pensado antes, siempre he evitado ver mis películas. Las veces en que me he visto obligado a hacerlo o he tenido simple curiosidad, sin excepciones y cualquiera que fuese la película, me he sentido sobreexcitado, con ganas de mear, con ganas de cagar, inquieto, a punto de llorar, enfadado, asustado, desgraciado, nostálgico, sentimental, etcétera. A causa de este tumulto inoportuno he evitado mis películas. He pensado en ellas con benevolencia, también de las malas: hice lo que pude y en esa ocasión fue verdaderamente interesante. ¡Escucha y verás lo interesante que fue precisamente esa ocasión! Y, así, he viajado un rato por la calle de bastidores vagamente alumbrada que es la memoria”.

Ni duda cabe. Ingmar Bergman llevaba demasiado ser humano dentro de sí.


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