Psiquiatría y ética: la guerra contra la charlatanería y la medicalización

Filosofía

"Para hablar de salud mental es necesario evadir las estigmatizaciones frívolas y las soluciones determinadas por la publicidad de la ganancia inmediata".

Jesús Ramírez-Bermúdez es psiquiatra, escritor y autor del libro 'Depresión. La noche más oscura'. (Foto: Archivo MILENIO)
Julieta Lomelí Balver
Ciudad de México /

Heidegger tiene una serie de conceptos para hablar del confort que da vivir en la ignorancia, describiendo a quienes se han quedado atrapados en el mundo de la mera opinión, con lo que llama —utilizando un juego de palabras— das Man. El término se traduce en español como “lo uno”, y explica ese contexto impersonal, masivo, que nos hace decidir y creer lo mismo que la mayoría.

En este sentido, dejarse absorber en “lo uno” implica no querer salir de la “medianía” que, entendida de forma menos cordial, es una “caída” (Verfallen) constante en la mediocridad. Verfallen, por su parte, también se traduce como “ser esclavo”, un sentido que considero más adecuado para entender a ese hombre o mujer absortos en la inmediatez y la banalidad de lo cotidiano, sujetos a una mirada alienante de la existencia.

Dejarse llevar por “lo uno” implica ser esclavos de las interpretaciones rápidas, de la opinión fácil, de las habladurías: de chismes y conjeturas sin fundamento. Pero también, el estar alienados a lo uno nos conduce a la constante búsqueda de “novedades” y a la “ambigüedad” frente a lo que en realidad conocemos. La “avidez de novedades” se ejemplifica con la falsa curiosidad en muchas cosas y el afán de sentirse especialistas un rato en un tema, y al momento siguiente, en otro, saltando de la habladuría a la charlatanería, sin realmente llegar hasta el fondo del asunto que se pretende comprender.

Me gusta el anterior dibujo heideggeriano para pensar las interpretaciones triviales y comunes alrededor de la salud mental. Como la consideración habitual de que la depresión es una falta de voluntad que desaparece, así sin más, con “echarle ganas a la vida”. Las habladurías masivas alrededor de ello se vuelven peligrosas cuando, para su aparente solución, encontramos que existe toda una horda de “especialistas” de la superación personal; o de peligrosas sectas que logran captar a individuos emocionalmente vulnerables, llevándolos a episodios psicóticos o a situaciones de abuso sexual.

Bajo la avidez de novedades se tiende masivamente a buscar “terapias” new age, curanderos, herbolaria, libros con mensajes místicos, e incluso sustancias ilegales. Estas prácticas, de resultados perjudiciales, son la prueba de la poca importancia y seriedad que se le ha dado públicamente a la salud mental, empeñándonos en los paliativos rápidos para contrarrestar el sufrimiento de manera “eficiente”.

Para hablar de salud mental es necesario evadir las estigmatizaciones frívolas y las soluciones determinadas por la publicidad de la ganancia inmediata. Sobre esta labor de responsabilidad y distanciamiento frente a la opinión fácil y vulgar sobre los problemas de salud mental, me gustaría que reconsideremos la importancia de atender —sobre todo por el contexto de crisis por el cual atravesamos actualmente—, la depresión, de la mano del psiquiatra y escritor Jesús Ramírez-Bermúdez. En su más reciente libro, Depresión. La noche más oscura (Debate, 2020), el autor considera que lo conocido como “depresión mayor” es un trastorno mental complejo, multifactorial, carente de una entidad clínica específica y dependiente, no sólo del aspecto biológico, genético o de química cerebral, sino también causado por el contexto psicosocial.

Quizá en esa complejidad para localizar “en una entidad clínica bien diferenciada” lo que sería el motivo de la depresión mayor, radica el escepticismo común, y seudocientífico, de su existencia. Porque para su diagnóstico no hay modo de señalar un daño orgánico específico, celular, biológico o químico en el cerebro —como sí sucede en el caso del Alzheimer— que nos indique si alguien está deprimido.

La depresión mayor no es como cuando te rompes un hueso, o te ataca una bacteria y los médicos pueden tratar la enfermedad, al delimitarla al daño físico. En este sentido, la depresión mayor, escribe Ramírez-Bermúdez, no se ha considerado estrictamente una enfermedad concreta, sin embargo, esto la vuelve un padecimiento mucho más complejo: un trastorno tejido por un abanico de síntomas psicológicos, físicos, genéticos y psiquiátricos, que menguan de modo crónico la calidad de vida de los individuos que la sufren.

Esta falta de localización completamente física del trastorno de depresión mayor no debería llevarnos al reduccionismo de creer que toda crisis mental sólo es una labor que concierne al tratamiento psicológico, psicoanalítico y terapéutico del paciente, o, por el contrario, que sólo es posible curarla con fármacos. Escribe Ramírez-Bermúdez que lo primordial para diagnosticar la depresión mayor, y diferenciarla, por ejemplo, del duelo o la tristeza, es atender cada caso con minucioso detalle. Tomando en cuenta “la frecuencia, la severidad y la duración de los síntomas, las circunstancias” particulares de cada paciente. Considerando que, dentro de la paleta común de una depresión mayor, se encuentran también matices individuales como la historia privada del paciente, “su estilo emocional y cognitivo, y, en general, las características de su personalidad. Cada caso requiere un razonamiento clínico cuidadoso, personalizado”.

Atender a dichos matices, que escapan, como escribe Ramírez-Bermúdez, a “métodos automatizados que se basan en una lista de síntomas” emocionales y físicos, servirá mejor para la decisión terapéutica, farmacéutica o de labor conjunta en cada paciente. Porque también en la labor especializada de la psiquiatría encontramos algunas veces el abuso de diagnósticos masivos, de interpretaciones fáciles y que tienden a la uniformidad de tratamientos. La psiquiatría también puede sucumbir a la atención impersonal, a diagnósticos mediocres y salidas inmediatas que podrían alienar al paciente a la medicalización de su vida, o a la inercia de terapias que se prolongan durante años y resultan inservibles.

Vuelvo una vez más a Heidegger cuando pienso en que también la labor ética de los especialistas en salud mental puede salvar al paciente de volverse un esclavo del fármaco que actúa con rapidez, pero que es de efecto pasajero y superficial, o del sufrimiento irresoluto, que termina conduciendo a un suicidio.

La sugerencia es huir no sólo de la masificación de diagnósticos y tratamientos apresurados, sino de la alienación a prácticas seudocientíficas y superficiales que no curan una depresión. Recuperar el aroma de la serenidad para preguntarnos cómo nos sentimos, qué debemos creer, y hacer, más allá de la estridencia y la imposición de la “publicidad” (Öffentlichkeik). Más allá de la propaganda frívola y simplista que nos impone el espacio de “lo uno” tanto en la vida cotidiana como en algunas prácticas deshonestas de la medicina.

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