Hace tres meses, la pareja presidencial le recetó a los niños de México un cuento didáctico. El zar estaba enfermo. Para curarse debía vestir la camisa de un hombre feliz. Los emisarios buscan por todo el orbe hasta finalmente hallar a la única persona feliz que, oh paradoja, no tenía camisa.
El cuento que publicó Tolstói en su Cuarto libro ruso de lecturas relata la misma historia, pero es mucho más breve y cuidadoso del estilo. No menciona que al zar “le hicieron tomar baños calientes y fríos, ingirió jarabes de eucalipto, menta y plantas exóticas traídas en caravanas de lejanos países” ni que “le aplicaron ungüentos y bálsamos con los ingredientes más insólitos”. En el cuento de Tolstói, es un sabio, y no un trovador, quien da con el remedio; cosa importante de notar en estos tiempos en que se ataca a las personas con mayor educación. La versión rusa se limita a un reino y no a “todos los confines de la tierra”. Y Tolstói no comete en su lengua los excesos retóricos equivalentes a “traed prestamente” o “en medio de una gran algarabía” o “grande era la impaciencia de la gente” u obviedades como “las pertenencias del gobernante eran cuantiosas” o “encontrar a un hombre feliz no era tarea fácil”.
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Alguien abultó el texto de Tolstói con mucha paja, pues cuando el original tiene 182 palabras, la versión en vosótrico español tiene poco más del doble: 377.
Pero más allá de estos descarrilamientos literarios se halla la intención moralizadora. Mucha gente está tan acostumbrada al lugar común y a la falta de reflexión, que se traga las ideas prefabricadas. Idea prefabricada es: “El dinero no hace la felicidad”, y a ella conduce cualquier historia en la que lloren los ricos o un pobre sonría. Pero se sabe que esa máxima sólo puede dictarla alguien que tiene resueltas todas sus necesidades económicas.
Un perro está bien sin camisa y con su diaria comida. El ser humano, en la medida que sea menos animal, tiene más necesidades materiales y espirituales, que también cuestan.
Pensar que sea feliz un hombre tan pobre que no puede siquiera tener una camisa es una pendejada, que, sin perdón, así se llama.
Preocupante resulta que la pareja presidencial utilice este texto para aleccionar. “Queridos niños”, parecen decir, “durante este sexenio ustedes van a perder hasta la camisa, pero sonrían”.
Si este cuento fuese inteligente, y no hecho para engatusar al pobre, el argumento tendría que centrarse en el zar o rey o presidente. “Señor”, le diría uno de los sabios, “¿qué está haciendo usted tan terriblemente mal para que en todo el reino sólo exista una persona feliz?”.
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