Dicha ordinaria

Toscanadas | Nuestros columnistas

Hubo un tiempo, dice el autor con cierto sarcasmo, en el que los lectores leían y los editores editaban.

Interior de La Casa del Libro en Madrid. (Vía Facebook)
David Toscana
Ciudad de México /

Es famosa la anécdota de Sócrates pasando por un mercado y diciendo: “Cuántas cosas que no necesito”. Proviene de Diógenes Laercio, que lo cuenta escuetamente: “Muchas veces, al contemplar los montones de cosas que se vendían, se decía a sí mismo: «¡De cuántas cosas no tengo necesidad!».”

Las cosas que se vendían en la Atenas de Pericles eran bastante menos variadas que las que encontramos hoy en cualquier mercado o centro comercial. No sólo por todo lo que aún no se había inventado, sino por tantos productos que no podían transportarse de un lado a otro y por la natural falta de inclinación hacia el exceso en lo superfluo. Si bien ellos vendían cosas que hoy no nos hacen mucha falta, como trípodes, triclinios, crateras, coturnos, algún bonito esclavo adolescente, un figurín de Príapo, y broches para sostenerse el quitón o para sacarse los ojos en caso de descubrir que uno se casó con la madre.

Antisocráticamente, cuando visito un mercado mexicano, me digo ¡cuántas cosas que se me antojan! En cambio sí soy socrático en los centros comerciales. Y, aunque parezca raro, también soy muy socrático en las librerías. ¡De cuántos libros no tengo necesidad!

En el mercado todo atrae mis ojos, todo quisiera comprar y probar, excepto la achicoria. En la librería hay que hacer una buena rastrillada para echar a un lado el sargazo y dar con un pez fresco y sabroso; además hago rabietas en las librerías, porque voy al estante de la T y nunca hallo mis libros. En una librería me siento como en un mercado en el que casi toda la fruta está podrida y la carne engusanada.

La experiencia me desagrada aún más cuando veo que la gente se arracima ahí donde venden golosinas mosqueadas.

En los años que llevo viviendo en Madrid, sólo una vez visité La Casa del Libro, y salí con las manos vacías. Me asustó ver la cantidad de alteros que exhibían carne de puerco muy atriquinada. Quizás si me pongo a revisar cada puesto del comercio llegue a encontrar un buen aguacate.

Antes de salir, el vendedor me dice: “Ándele, llévese este chabacano, lo elegí para usted entre ochocientos noventainueve que venían en la caja”. Tenía aspecto nada apetecible. Así habrán estado los otros ochocientos noventaiocho, me dije y salí del lugar.

Casi todos mis libros llegan por correo ordinario, son libros viejos, algunos felizmente subrayados y anotados, a veces dedicados; provienen de aquel pasado en el que los lectores leían y los editores editaban. Suena el timbre y escucho la voz dulcísima: «¡Soy la cartera!». Ella no protesta por subir los tres pisos; yo bajo para que no lo haga y nos encontramos en el descanso del medio camino. Cuando me entrega el paquete nos sentimos cómplices de una dicha que nunca sabremos compartir.

​AQ

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