Dime que no es cierto | Un adelanto del nuevo libro de Francisco Martín Moreno

Ficción

Con autorización de Alfaguara, presentamos un fragmento de la primera novela del también autor de ‘En media hora… la muerte’, cuyo protagonista es un poderoso magnate, padre de un exitoso chelista y de una extraordinaria pintora.

Portada de 'Dime que no es cierto', de Francisco Martín Moreno. (Alfaguara)
Laberinto
Ciudad de México /

Chocaron las copas globeras. Brindaron. Alonso, como siempre, pagó la cuenta. En el camino, rumbo a la salida, Mauricio hizo un último comentario: —Verás, hermanito, Casandra te va a cambiar la vida. Con solo verte adivinará todo lo bueno que te espera —comentó extasiado al haber alcanzado su objetivo.

***

Un par de semanas después, Alonso esperaba a su esposa Solange, Solange Pérez Díaz, a bordo de su Ferrari azul plata convertible, para pasar, como siempre, el fin de semana en su residencia de Valle de Bravo. En lo que llegaba su mujer, hacía los últimos ajustes al bluetooth para sincronizar la música clásica del Spotify con el sistema de sonido de su automóvil deportivo. A lo largo del camino escucharía, claro estaba, un concierto de chelo, tal vez su favorito, el compuesto por Vivaldi e interpretado por su hijo Paco, Currinche, su “boy”, el gran Paco, acercándose a la cuarta década, con la Orquesta Sinfónica de Radio Berlín. Sonreía al mismo tiempo que negaba en silencio con la cabeza, una muestra inequívoca de resignación ante lo inevitable. Muchos años atrás había logrado superar un conflicto mayúsculo con su primogénito, dedicado a la música, su verdadera vocación, en lugar de ayudarlo a administrar su imperio en la industria de la construcción. ¿Cómo ponerle puertas al mar? ¿Cómo?

     —Entiéndelo, papá —mencionó al abandonar la carrera de Administración de Empresas para tocar el chelo, el chelo y solo el chelo, hasta el último de sus días—, tú decidiste dedicarte a ganar dinero, ése era tu objetivo, muy válido, por cierto, lo lograste con creces, pero a mí no me interesa en absoluto invertir ni un solo minuto de mi día en la venta de nada. Por más respetable que sea la actividad, no me importa, yo voy a tocar el chelo, a arrancarle todas las tonalidades de su voz, a hacerlo llorar, gritar, para convertirlo en mi mejor amigo, en mi confidente. Cada partitura es un manual de felicidad.

Ante la catarata de argumentos y de sentimientos, en aquella ocasión, cuando la conversación álgida empezaba a subir de temperatura, Alonso solo volteó para otro lado con tal de evitar un encontronazo con el mayor de sus hijos. Soportaría la andanada sin responder. Se decía alérgico a los conflictos con sus hijos, la parte más sensible de su personalidad.

     —Se trata de un instrumento especialmente diseñado para mí, pa, me enamora, me cautiva, imagínate algo así como si una voz mágica me acompañara a diario al pasar las crines del arco por sus cuerdas y despertara un coro angelical. Sé que no me entiendes, jefe, pero el chelo me genera un torrente de energía, estimula mis emociones y me llena de fantasías de toda naturaleza. Piensa sólo en esto —abundó sonriente y decidido—: El chelo es un instrumento seductor, un provocador que busca exaltar cada nota hasta lograr un acorde mágico. Entiéndelo, es la extensión de mi yo más íntimo, mi confidente, con el que trato de cautivar a mi público. Sin música, bien lo sentenció Nietzsche con sus conocidos radicalismos, la vida, aunque no lo creas, sería un error. El chelo es una fuente de felicidad que no puedes comprar con dinero —concluyó sin saber si con sus argumentos muy personales convencía a su padre.

Silencio, largo silencio de Alonso. Paco lo aprovechó para continuar.

     —Tú escogiste tu carrera como empresario y la coronaste con éxito, pa, y por esa razón eres pleno y feliz, ¿verdad…? Déjame entonces escoger a mí también —remató el primogénito—. Déjame también triunfar y ser feliz, porque no serás tú quien me exija ignorar la justificación de mi existencia a cambio de complacerte… ¿Qué padre podría exigirle a su hijo que renunciara a lo que más desea en el mundo?

Alonso no pudo más en aquella ocasión. Recurrió a su supuesto mejor argumento, salido del fondo de su pecho:

     —Pero ¿quién se va a ocupar de todo cuanto he creado en mi vida? ¿A manos de quién irá a dar el patrimonio que construí durante tantos años? ¿Se va a tirar a la basura mi esfuerzo, mi fortuna…? ¿Se va a echar a perder el bienestar de miles de mis queridos trabajadores? ¿Eh…?

Alonso, delgado, de piel cuidada, de modales y lenguaje exquisitos, de aspecto saludable —nadie podría adivinar su edad—, se acarició el mentón, se ajustó los lentes y pasó los dedos de su mano derecha por su pelo cenizo, mientras discutían en la sala de su biblioteca en la Ciudad de México sin beber nada, ni siquiera agua, al haber olvidado los protocolos:

     —Si se vale darte un consejo, muy querido jefe, yo te recomendaría que empezaras a vender tus empresas hasta quedarte solo con tu preferida, a lo mejor con la que comenzaste cuando eras joven, y el dinero gástatelo, tal vez en un nuevo avión o el trasatlántico que siempre has querido. Haz del mundo una vecindad, córtale la fruta al árbol, es hora, viaja con Solange por todo el mundo en crucero o cómprate un gran yate o llénate de felicidad al ayudar a mucha gente jodida. Hay muchas instituciones filantrópicas que necesitan donadores, auxilio financiero; busquemos las que más te duelan.

Alonso humillaba la cabeza sin ocultar su frustración. Arrugaba la frente, entornaba los ojos, su mirada lucía crispada:

     —Pero empeñé mi vida para que tú y tu hermana disfrutaran mi esfuerzo con paz, salud, seguridad, alegría, y ahora resulta que todo se puede ir a la fruta… Eres un malagradecido y Maggie, otra malagradecida. Ninguno de los dos hubiera podido estudiar en el extranjero ni llegar a donde han llegado si no hubiera sido por mi dinero y ahora me dices que lo regale como si no te hubiera beneficiado ni a mí me hubiera costado un trabajo endemoniado ganármelo…

     —No empecemos con las agresiones —interrumpió el chelista— porque yo también tengo varios cargos amartillados y no nos llevaría a nada un intercambio de insultos, ¿de acuerdo? —cuestionó al sentirse en el disparadero—. ¿Te parece que Maggie y yo evaluemos el costo de nuestra educación y empecemos a amortizar, como tú dices, la inversión hasta saldarla? ¿Cuánto crees haberte gastado desde nuestro jardín de niños hasta las maestrías?

     —No jodas, mijo, no jodas, de verdad no jodas —repuso Alonso cargado de malestar, a punto de perder la compostura…

Paco prefirió bajar el tono de la conversación y continuarla con calma y respeto. Recordó, en silencio, cuando San Francisco de Asís, otro buen Paco, en el siglo XIII se había desprendido en plena misa dominical, a la vista de todo el público asistente, de su desgastada sotana de manta para entregársela totalmente desnudo, junto con sus sandalias, a su padre, alegando que no podía devolverle el semen con el que lo había procreado, por lo que solo le podía devolver cuanto poseía…

     —Si te sacrificaste por mí y por mi hermana, ¿entonces renunciaste a ser lo que tú más querías en tu vida? ¿Sí…? ¿Es cierto…? ¿Me quieres decir que te traicionaste de punta a punta para hacernos felices? ¿En realidad jamás quisiste ser empresario, sino director de cine o actor o sacerdote o hasta político? ¿Cuál era entonces tu proyecto existencial? ¿Qué querías ser en verdad? ¿Nos pedías que fuéramos independientes cuando tú mismo no lo eras? La verdad, no te veo la amargura por ningún lado. Por favor, no digas que te traicionaste por nosotros, no te lo compro, no te la creo, ponte la mano en el corazón. No me hagas sentir culpable de una decisión tuya en la que jamás tuve nada que ver…

Solange tardaba, lo hacía esperar. Como decía el empresario, no llegaría a tiempo ni a su entierro.

Alonso se encontraba inmerso en estos recuerdos sin percatarse de cómo sujetaba el volante con las manos engarrotadas. Aunque habían pasado los años y, cada vez más, comprendía que la decisión de Paco había sido la mejor, la tensión no había desaparecido. No aceptaba que desconocidos de cualquier edad, sexo o condición social fueran a disfrutar el producto de tantos años de trabajo, de úlceras, de males cardíacos, de insomnio, de huelgas, de estrategias fiscales, de planeaciones financieras y de problemas de diversa índole que le habían producido grandes sufrimientos. El ascenso al triunfo había sido muy complejo. ¿De qué había servido tanto esfuerzo? ¿Quién continuaría su obra?

     —No, jefe, no te confundas —defendió Paco con energía su punto de vista en aquella ocasión—, fundaste muchas empresas y creaste miles o hasta cientos de miles de fuentes de trabajo para lograr una gran riqueza personal. Ése fue el móvil de tu vida, ¡acéptalo! ¡Claro que pensaste en mi hermana y en mí y por supuesto en mi madre, que con mucha paz descanse, eso es indudable, pero antes que nada tú te veías en el espejo como un potentado y lo lograste con creces, pero no lo hiciste por nosotros, sino por razones personales que solo tú entenderás! Salvo que me digas que muy pocas personas saben por qué hacen lo que hacen. ¿Cuántos renunciaron a dedicar su vida a lo que más les llamaba la atención? ¿Eran cobardes o tímidos o convenencieros? Afortunadamente ese nunca fue tu caso.

Alonso apretaba la mandíbula y agachaba la cabeza. ¿Largarlo por insolente o majadero? ¿Pero por qué…? En el fondo le concedía la razón a su hijo. No podía defender lo indefendible; además, no deseaba padecer un enfrentamiento con él y, menos, mucho menos, cuando carecía de argumentos.

     —Seamos claros —continuó Paco en términos categóricos—. No nos confundamos: tú construiste tu propia felicidad con toda la libertad del mundo, por lo tanto, estás obligado a darnos a Maggie y a mí la misma libertad para que construyamos la nuestra.

¿Cómo refutar esas razones? Tiempo después veía a su hijo viajar por el mundo visitando famosas salas de concierto acompañado de su chelo, feliz interpretando a Rostropóvich, a Brahms, a Dvorak, a Shostakóvich y a Elgar, entre otros más, y lo contemplaba haciendo caravanas, en tanto recibía sonoras ovaciones del público puesto de pie. Se felicitó de no haber insistido en el tema porque, ante dichos escenarios, no se imaginaba a Paco sentado atrás de un escritorio analizando los últimos estados financieros o hablando con los líderes sindicales o discutiendo nuevos préstamos con los banqueros o preocupado por el desplome de las acciones del grupo en la bolsa de Nueva York o en la de México. Cada quien debe vivir su vida, se fue convenciendo con el paso del tiempo. Imposible tratar de obligar a su hijo a cumplir con una profesión que odiaba y que a la larga constituiría una fuente interminable de rencor o de enfermedades que acabarían por distanciarlos tal vez para siempre.

AQ

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