Para terminar con los artículos dedicados a reflexionar acerca de mis relaciones con mi cuerpo, lo cual asimismo incluye la inseparable dimensión paralela de la salud psicológica, y arriesgándonos a transitar por zonas menos objetivas que las mostradas por la ciencia, ahora haremos una propuesta un tanto aventurada.
Antes, una última consideración: en general, mientras más complejo y elaborado es un sistema, menos cierto será que presente fallas catastróficas totalmente imprevistas. Por ejemplo, un simple hilo sujeto a tensión sí podría de repente trozarse sin previo aviso pero, guardando las proporciones, no sucede lo mismo con una cuerda trenzada, pues ésta muestra signos previos de desgaste antes de la ruptura, y una adecuada labor de supervisión y mantenimiento lo podría o debería detectar.
El cuerpo humano es un organismo extraordinariamente complejo, lleno de sensores —terminales nerviosas y mensajes electroquímicos—, sujeto a la constante supervisión del cerebro y dotado de múltiples subsistemas, muchos de ellos con operación redundante y capacidad autónoma de encontrar soluciones locales para los problemas detectados.
Suficiente tiempo antes de una falla seria o catastrófica se emiten multitud de mensajes de diverso tipo, y lo peor que se puede hacer —¡y lo hacemos!— es ignorarlos o “acostumbrarnos” a ellos, porque eso constituye una franca invitación al desastre. A nadie le da un infarto “de repente” y sin un conjunto de avisos previos; jamás ocurre que simplemente y de la nada el hígado deje de funcionar de un día para otro; nunca, en fin, sucede que nuestra fantástica, fiel y leal “mascota” corporal nos abandone, nos traicione o nos niegue, pues antes produjo diversas clases de advertencias sutiles y no tanto, entre ellas malestar, ansiedad o dolor. No es sabio ni conveniente culpar a la víctima; resulta mucho mejor respetarla y solidarizarse con ella.
En sentido metafórico (impreciso, sí, pero definitivamente no falso) podríamos visualizar la conciencia como la dirección general de una gran organización llamada “cuerpo”, compuesta por un conjunto de trabajadores especializados —órganos— agrupados en sistemas, cada órgano formado a su vez por diversas clases de tejidos, y cada tejido constituido por una gigantesca cantidad de células. Y es así debido a que la conciencia es una función residente en el cerebro (en la antigüedad se pensaba que dependía del corazón), y el cerebro es el encargado de dirigir y coordinar todas las tareas de control del cuerpo, para lo cual dispone de una muy extensa red nerviosa que llega a todos y cada uno de los puntos del organismo.
Siguiendo con la metáfora, habrá que averiguar cuándo fue la última vez que la dirección general realizó una visita, mínimamente de cortesía, en alguno de los departamentos del gran edificio para dejar saber a los trabajadores que se preocupa por ellos o los atiende en sus necesidades particulares.
Lo más probable es que nunca pase eso, porque el sistema opera en forma automática y autónoma. Y sin duda así es, pero por otra parte tampoco estaría nada mal si la visita sucediera. Más aún, sería espléndido si ocurriera, porque de allí solo podrían provenir resultados provechosos, y el organismo todo se vería “bañado por la conciencia”, en una especie de acto (o pacto) de humildad íntima y… amorosa.
No tememos usar la palabra “amor” en este contexto, pues no nos estamos refiriendo a nada romántico, sentimental ni cursi; planteo en cambio una toma activa de conciencia integradora e iluminadora: sin palabras, sin imágenes y sin pensamientos ni sensaciones preconcebidas. Presencia pura. Por otra parte, tampoco resulta realmente muy difícil de lograr: todos sentimos nuestro cuerpo, y aquí básicamente estamos pidiendo ser conscientes de ello sin que tenga que haber antes de por medio dolor ni enfermedad. En realidad, estamos hablando de un acto de amor.
Al respecto, la frase es tan contundente como cierta: no hay amor, hay actos de amor.
Es decir, de muy poco sirve poner en palabras un sentimiento esencial y trascendente, dirigido además hacia uno mismo, porque entonces resultaría casi imposible no sentirse ridículo, o incluso confundirlo con alguna especie de narcisismo trasnochado.
La intención es realizar, para luego mantener de allí en adelante, una simbólica —y no por ello menos poderosa— “adopción” y reconocimiento de nuestros órganos, pues bien podríamos caracterizarlos como si fueran pequeñas mascotas cuya única función en la vida es servirnos; servirnos callada y humildemente, sin esperar nada a cambio y con una eficiencia que solo podría calificarse de sorprendente y maravillosa. Tristemente, sin embargo, muchas veces en lugar de respeto más bien reciben humo de tabaco, alcohol, estimulantes, drogas, estruendo, bebidas azucaradas, comida chatarra y todo tipo de abusos, aderezados con un olímpico desdén y desinterés.
Un poco de humildad (o hasta de solicitud de perdón por nuestras injusticias internas) no nos vendrá nada mal, y además nadie tiene por qué enterarse.
Proponemos convertir todo lo anterior en un “recorrido interior”, fácil de lograr durante algún momento tranquilo. La idea es efectuar un acompañamiento mental visitando diversos órganos del cuerpo para, simplemente, hacer llegar hasta ellos la presencia y el ser de la conciencia. Es totalmente factible conseguirlo sin palabras, sin conceptos y sin imágenes, tomando como guía el conocimiento y la sensación intuitiva que cada individuo siempre ha tenido de sí.
Una técnica sencilla de hacerlo consiste en acostarse boca arriba, relajarse, cerrar los ojos e ir enfocando la conciencia, primero en la cabeza y luego lenta y progresivamente llevarla hacia las demás zonas dentro del cuerpo, sin pensar ni visualizar nada en particular y tan sólo sintiendo que se cumple una amable y cordial visita. No es un asunto de anatomía sino de contacto subjetivo. Tampoco se pretenderá “poner la mente en blanco”, y a cambio sí colmarse con una sensación de presencia gozosa, sin demasiadas preocupaciones por pensamientos específicos.
La frase dice “tomando como guía el conocimiento y la sensación íntima e intuitiva que cada individuo siempre ha tenido de sí”, pero ¿qué sucede si esto no parece decir nada, o casi nada, o si no se reconoce, recuerda o identifica esa sensación? Incluso pudiera parecer rara, extraña o afectada, o confundirse con una especie de diagnóstico de salud.
Quizá sirva recordar algún momento en el cual sentimos que “todo estaba bien en el universo”, y que ese instante de comunión mágica lo llenaba todo y no requería palabras para ser lo que era, porque simple y llanamente… era.
Un primer hecho irrefutable es que lo hemos experimentado en al menos alguna ocasión porque, en el sentido filosófico discutido en un artículo anterior, éramos el mundo y habitábamos en el paraíso ahora perdido, y en ese “sitio” solo existía una forma del ser. Se trata de recordar esa sensación y luego aprender a reconocerla y repetirla a voluntad, pues el “ser en sí” siempre ha estado allí. En palabras de Hegel: “El puro ser marca el inicio, porque tanto es pensamiento puro como a la vez inmediatez simple e indeterminada”.
Intentaré explicar el ejercicio exponiéndolo desde dos nuevas perspectivas en apariencia diferentes a lo ya dicho, pero en realidad similares. La primera es de tipo biológico, y se refiere a la forma en la cual millones de años de evolución han dotado a nuestro órgano rector, el cerebro, con un complejísimo y todavía no bien entendido sistema de distribución de mensajes electroquímicos, que llegan hasta el último rincón del cuerpo mediante la enorme red de inervaciones que cubre el organismo completo, llevando su “inteligencia orgánica” a cada componente y controlando el funcionamiento integral del complejo sistema, gracias a lo cual se establece y mantiene un duradero contacto que conforma el sustento mismo de la vida. En términos fisiológicos se conoce como “homeostasis”.
Lo anterior no es único de nuestra especie, claro; tomando un ejemplo del reino vegetal, pensemos en el portento de hacer llegar medio litro de líquido desde la raíz de la palmera hasta el coco que cuelga a ocho metros de altura —y eso que la planta no dispone de un cerebro rector centralizado que controle el funcionamiento de las “tuberías” que van por el tronco y suben una a una las moléculas de agua desde el suelo—. Pensemos en el cuidado que nuestro cerebro presta infatigablemente a todas, absolutamente todas, las zonas del cuerpo, y tal vez nos demos cuenta del “pecado” de ignorar ese extraordinario proceso, gracias al cual seguimos aquí.
La idea entonces es tomar conciencia del prodigioso mecanismo y participar en el flujo de la conexión y distribución de esa inteligencia, que no se enuncia mediante palabras ni conceptos sino en un modo por demás callado, eficiente y automático. Se trata de establecer un contacto intuitivo, confiado y amoroso con nosotros mismos. Cada quien podrá determinar cómo hacerlo, y en la creación artística y literaria desde la antigüedad hay múltiples ejemplos de ello. Si alguien no lo sabe, lo puede aprender... de sí mismo.
Como decía una canción de Frank Zappa: “llámale a tus vegetales, y ellos te responderán”.
Otra faceta del recorrido es considerarlo como invitación a establecer una tregua interna: una especie de oasis en el cual se suspende la lucha por la vida y el constante esfuerzo de competir, conquistar y llegar, para reemplazarlo momentáneamente con una tranquila armonía sustentada en la presencia del ser, sin necesidad de palabras ni imágenes y sintiéndose inundado por una aceptación plena y libre de críticas, reflejada en una sensación general de bienestar. Se puede entonces hacer llegar esa certeza a todo el cuerpo, dirigiéndola y acompañándola en el proceso.
La práctica dura pocos segundos cada vez, pero recuperar al menos los vestigios de esa profunda sensación de ser uno mismo sin necesidad de describirla mediante conceptos resulta de fundamental valor e importancia para aquello que podríamos llamar integridad viviente: la sabiduría de que la presencia ante mí es y debe ser sustento firme, expresado en un intuitivo e irreductible pacto amoroso propio, imposible de transferir a otro, pero que sí se puede aprender si no se ha experimentado ya antes. Uno puede intentarlo sin importar si fracasa, pues nadie más lo sabrá. Luego se puede volver a probar, llevando la tarea consigo a dondequiera que se vaya e integrándola en el quehacer cotidiano.
Habrá, por supuesto, que estar atento a la intrigante posibilidad de si todo esto no será tan solo una bella e inocente forma de hacerse tonto solo y pensar o sentir que suceden cosas cuando en realidad no ocurre nada. ¿Cómo saber la diferencia?
Para alejarse de tan solo una bella y cursi idea de “autoayuda” será necesario hacerlo, realizarlo, experimentarlo. No es una alegoría; es trabajo interior. No se trata de una práctica oculta, mística ni trascendental, sino de rescatar, sentir y hacer valer esa cercanía que de manera “gratuita” cada quien tiene con su cuerpo, pues resulta triste solo entrar en contacto con él cuando haya molestias, dolor o reclamos. El cuerpo siempre está allí para nosotros y espera lo mismo a cambio.
Todo esto es nuestro derecho y nuestra responsabilidad... y puede también evitar innecesarias visitas al médico si se convierte en una práctica más del trabajo interior, en este caso ayudando a cambiar el esquema de relaciones con la enfermedad.
Incluso con las imperfecciones de cada quien, la inacabable (y amorosa) tarea de tratar de vivir en armonía con uno mismo bien vale la pena, y puede convertirse en una espléndida aventura.
Como dice la frase en inglés: Enjoy the ride!
Guillermo Levine
fil.tr.int@gmail.com
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