Quien ha vivido en Zacatecas no lo olvida. La vida en ella es difícil por el clima. El paisaje demasiado árido ni siquiera ofrece posibilidad de vida para las plantas. Hay tantas amenazas en el clima, el suelo, la vegetación tan poco pródiga que se fortifica la necesidad de concebir la vida como una lucha constante y así la voluntad logra una mayor reciedumbre.
En mi vida hay dos raíces muy importantes. Por una parte la familia campesina de mi mamá, proveniente de Calera, un pueblito de Zacatecas cerca del aeropuerto. Como su nombre lo indica, es una población de la que sacan la cal, su paisaje está poblado de nopal es y de suelo sin ningún cultivo aunque hay una cuenca donde sí lo hay: maíz, frijol y últimamente vid. Cuando era chica pasaba mis vacaciones en el rancho pequeño de mi abuelo, ahí solía medir mi estatura con las cañas de maíz más altas que yo. En mi primera infancia tuve la experiencia de vivir en el campo y luego en la ciudad de Zacatecas, en casa de mi abuela.
Zacatecas estaba casi destruida por dos de los combates más sangrientos de la Revolución Mexicana. Crecer entre ruinas tiene un impacto muy grande, no me explicaba qué era lo que había sucedido. Lo poco que quedaba era la Catedral, la Plaza de Armas y nada más allá de casa de mi abuela, justo antes de la estación de ferrocarril. Se hablaba mucho de la Revolución, del hambre que se había padecido, de los muertos. Yo sentía que eso estaba muy lejano, lo cual no era tan cierto porque nací en 1923. La Revolución en la etapa armada había casi terminado en 1921, pero todavía coexistían en la República varios grupos rebeldes que estaban hacia el norte en Chihuahua y Durango. Además de las ruinas había una gran violencia porque hubo grupos muy importantes de Cristeros. Me di cuenta de la magnitud de esta violencia por diversos episodios. Recuerdo el del hijo del doctor más apreciado, que lo apresaron en una forma totalmente ilegal cuando estaba platicando por la reja con su novia. Se lo llevaron y no apareció en tres días. Toda la población estaba indignada y al cuarto día encontraron su cadáver en uno de los cerros vecinos.
Por parte paterna había una tradición de cultura que influyó poderosamente en mí. Tanto mi padre como mi abuelo y mi bisabuelo tuvieron bibliotecas grandes y ricas, no solo en literatura sino en química y biología, esta última muy importante durante la época de mi abuelo y mi bisabuelo. Mi padre fue químico, biólogo, con estudios en mineralogía y abogado. Esta biblioteca se enriqueció durante tres generaciones, tanto mi abuelo como mi bisabuelo habían sido directores del Instituto de Ciencias y Artes. La verdad es que con la Revolución se perdieron muchas cosas, entre otras, los libros.
Tanto para mí como para mis papás fue muy violenta la separación de Zacatecas. El cambio a la Ciudad de México al principio fue muy fuerte porque llegamos a vivir a la colonia Guerrero. La mirada siempre era detenida por una construcción, pero no estuvimos ni siquiera el año completo: nos cambiamos a las Lomas de Chapultepec, que tenía campos enteros de girasoles. Cuando regresaba de la escuela, si había llovido y como el terreno era siempre muy desigual, me ponía en contra de la corriente del agua para bañarme toda. Desde ahí la ciudad se veía muy pequeña, mi abuela decía: “Pensar que me trajeron aquí, dizque a la Ciudad de México, y lo que veo es puro caliche”. Después nos mudamos a la Chapultepec Morelos, una colonia poco poblada, mas al acabarse el agua nos mudamos a la colonia Del Valle, en la calle de Providencia. Era ya más experiencia de la ciudad. Recuerdo que una vez en la iglesia, una de mis amigas que estaba rezando se dio cuenta de pronto que una cabra le estaba comiendo el vestido.
A pesar de que mi papá llegó como juez en Coyoacán y luego se fue a trabajar como abogado a la Secretaría de Hacienda, en Palacio Nacional, para un provinciano vivir en la Ciudad de México era empezar desde cero. Pero no creo que mi papá haya sentido tanto el cambio porque se pasaba la vida leyendo. Cuando llegamos tendría cerca de cincuenta años y se metió inmediatamente a clases de alemán, idioma que conocía desde niño. Leía y leía, eso me hizo considerar que a veces la lectura es más importante que la vida misma.
Tomaba un tranvía que se llamaba “Primavera” para irse a su trabajo. Durante el trayecto, que duraba aproximadamente una hora, leía. Regresaba a comer a la casa siempre puntual, dormía quince minutos, y volvía a trabajar en la tarde, llevando su libro. Leía todo lo que estaba a su alcance, incluso la enciclopedia. Era de pocas palabras, pero cuando hablaba siempre decía algo importante. Venía de una tradición de liberales que creían más en la libertad que en la economía. Mientras mi papá era un ejemplo para la cultura y en gran parte para la vida, mi mamá tenía una voluntad de hierro, amaba la libertad. Siempre la recuerdo diciendo: “¡Ay amada libertad que hasta pintada es bonita!” Creo que por ese amor a la libertad nos facilitó el camino para que todas estudiáramos; ella me apoyó cuando fui a estudiar a España.
Mascarones
Desde niña tenía el impulso de expresarme. En parte era sensibilidad, y en mayor grado cierta capacidad de contemplación. Primero dibujaba, quizá por imitar a mi hermana mayor que tenía mucha facilidad para las artes plásticas, pero esa necesidad mía de expresión, de la cual no tenía mucha conciencia, me llevó a escribir en segundo año de primaria una composición sobre la primavera con la que gané un primer premio. Recuerdo que como mi padre decía que las mujeres éramos cursis, para salvar ese peligro mis escritos de adolescencia eran en extremo irónicos. El hecho de escribir me hizo decidir el estudiar literatura. Mi papá se rió un poco, después me dijo un día que él creía que iba a hacer puras tonterías y finalmente no había hecho tantas. En esa época si uno hacía algo era como un milagro porque los papás todo el tiempo le decían a uno que no servía para nada.
La de la Facultad de Filosofía y Letras fue una de las épocas más hermosas de mi vida. La experiencia fue definitiva para pasar de lecturas más o menos fragmentarias y no ordenadas a conocer la tradición de la literatura española, la contemporánea y los principales libros de la literatura universal. Mientras, la Facultad de Leyes era un lugar de adiestramiento para bárbaros, porque todo el tiempo estaban tirando cohetes, golpeándose en el patio principal, se tiraban unos a otros, se pisoteaban, y uno ahí en un rincón verdaderamente asustado; la de Filosofía y Letras, como tenía una población femenina mayoritaria, era más civilizada.
El edificio de Mascarones era precioso. En el patio principal se podía conversar mientras uno caminaba en derredor con destino final en el café, un lugar donde se aprendía muchísimo, más que en las aulas... Aunque en las aulas también se aprendía porque tuvimos buenos maestros: Agustín Yáñez, Julio Torri, Amancio Bolaños e Isla, entre otros. Había más maestros refugiados españoles en filosofía que en literatura, pero a veces me metía de oyente. Ahí estaba Gaos, por ejemplo. Otro refugiado que tuvo mucha influencia fue Manuel Pedroso, especialista en derecho internacional y en teoría general del Estado, que además recitaba a Rilke en alemán y lo traducía al español. Tenía una biblioteca muy bonita. Varias veces fui a su casa, y él fue de los primeros en leer mis poemas.
En Filosofía desde luego estaba Rosario Castellanos, que llegó a la universidad con un promedio de diez y se postuló para ser la representante de la sociedad de alumnos. Aunque estudiaba filosofía siempre estaba en el café y con un grupo que no solo hizo que nos interesáramos por la literatura que se estaba escribiendo en ese momento, sino también por la política de América Latina y de España. Los que nos reuníamos con mayor frecuencia éramos Ernesto Cardenal, Ernesto Mejía Sánchez, Manuel Durán Gili (también refugiado), Tito Monterroso, Otto Raúl González y Carlos Illescas. Este primer grupo tenía la experiencia de la Guerra Civil Española o la de haber derrocado al dictador guatemalteco, y como que ya se estaba gestando la de la revolución nicaragüense. Después vino otra generación en la que estaban Jaime Sabines, Fernando Salmerón, Luis Villoro, Sergio Galindo, Emilio Carballido, Luisa Josefina Hernández y Sergio Magaña. Ellos completaron una visión de México y de la provincia. De aquella época en el café también recuerdo a Ninfa Santos, que además de ser una lectora ávida nos prestaba libros, al igual que Monterroso y Cardenal. Mejía era un crítico agudo y estudioso, además de ser muy inteligente.
Fueron años formativos, de conocer a mucha gente, y de escribir con mayor responsabilidad. Empezamos a publicar sobre todo en la revista América, de la Secretaría de Educación Pública, que dirigían Efrén Hernández y Marco Antonio Millán. En ese sentido también fue una etapa de plenitud. La primera separata que se publicó fue la mía, El corazón transfigurado, mi primer libro.
Rosario, España y yo
Después de esta etapa en la Facultad, tanto Rosario como yo considerábamos que teníamos una obligación muy grande porque queríamos escribir. Educadas en una cultura europea, aunque ya arraigada en México, ignorábamos cómo era una catedral gótica o románica, cómo era la pintura vista de cerca de Miguel Ángel y de los clásicos hasta los modernos... Queríamos saber. Ese viaje a España que iba a durar un año, de jóvenes de familias muy estrictas, fue planeado como aprendizaje: pretendíamos abrirnos a lo desconocido y no con muchas armas. Creo que logramos este objetivo, empezando por Rosario, ya que el antecedente del viaje fue renunciar en ese momento a su casamiento con Ricardo Guerra. Para mí fue irme contra la voluntad de mi padre y con la responsabilidad de aprender todo lo que pudiera puesto que le había dado ese disgusto.
El viaje en barco duró un mes. Zarpamos desde Veracruz para desembarcar en Barcelona, tocando La Guaira, Cartagena, Tenerife y otros puntos intermedios. Como el barco era de carga y pasajeros, tardaba hasta un día para volver a zarpar. Llegamos a Madrid a una residencia de señoritas donde vivíamos francesas, mexicanas y españolas del régimen franquista. A éstas les teníamos terror porque no podíamos estar de acuerdo con muchas de las cosas que hacían o decían; luego llegamos a apreciarlas como personas, no como franquistas. Estudié historia del arte y estilística, y Rosario tomó cursos de filosofía y también estilística. En las vacaciones conocimos París, Roma, el sur de España y parte del norte.
Terminado el ciclo escolar regresamos a París y a Roma. A través de Enriqueta Ochoa recibimos la invitación de Gabriela Mistral de encontrarla en Rapallo. Cuando llegamos ya no estaba, así que viajamos a Nápoles pasando unos días en una residencia de monjas. En vista de que solo comíamos espagueti, Gabriela nos invitó a su casa. Viajamos en automóvil con su secretaria, Doris Dana, con destino a Roma, por lo que pudimos conocer Florencia y Asís. Luego fuimos a Venecia, atravesamos Francia, pasando por Suiza, hasta llegar a Austria, donde a través de la embajada nos informaron que el barco que nos llevaría a Nueva York y que salía desde Holanda tardaría un mes en zarpar. Estuvimos en Austria en una residencia de estudiantes pobres donde ni sábanas teníamos y con el miedo de que nos fueran a abrir la puerta. El viaje de regreso duró siete días y fue tremendo porque hubo una tormenta espantosa.
En Nueva York estuvimos un mes con los recursos muy exiguos. Conocimos Harlem a pesar de que nos habían dicho que era muy peligroso. Regresamos a Monterrey en un viaje de una sola tirada en Greyhound. Durante el viaje tuvimos discusiones violentas, reconciliaciones, hubo de todo. Nunca estábamos de acuerdo. Ella decía que había que sacrificar todo a la vocación y yo le contestaba que para mí la vida era muy importante. De hecho yo era muy alborotada, me gustaba bailar y conocer. Los amores eran muchos a veces, pero en gran parte eran producto de la imaginación. Después no. Cuando encontré a Javier fue otra cosa.
México y el grupo de los ocho
Lo primero que pensé es que tenía que trabajar. En España había visto que a veces hasta se triplicaban turnos, como sucede ahora en México. Entré como correctora de estilo en la Editorial Novaro y en una estación de radio, Radio Femenina. Ahí era la única escritora, igual hacía textos literarios, recetas de cocina o publicidad. Rosario estuvo como un mes en mi casa, pero decidió regresar a Chiapas porque no quiso casarse con Ricardo Guerra. Lo que pasamos de hambres y de fatiga en ese viaje de aprendizaje, y el haber sufrido de niña paludismo, dio como resultado que Rosario enfermara de tuberculosis, por lo que regresó a la Ciudad de México. Se internó en un hospital cerca del Panteón Jardín. La visitaba casi todos los días; permaneció ahí varios meses. Cuando la dieron de alta vivió una temporada en un departamentito que estaba al fondo de la casa de un tío suyo.
Conoció por esa época a Alejandro Avilés, que realizaba en El Universal una página literaria que se llamaba Poetas mayores, en la cual apareció la entrevista con Rosario, Javier Peñalosa y los otros seis poetas que formamos "el grupo de los ocho". Menciono esto porque en la segunda o tercera reunión con ellos conocí a Javier. Desde el primer momento me impresionó; esa noche no dejamos de reír ni un instante. Los demás eran Alejandro Avilés, Octavio Novaro (con el que trabajaba en la editorial), Efrén Hernández (por América), Honorato Ignacio Magaloni (por su revista Poesía de América) y Roberto Cabral del Hoyo, zacatecano. Desde esa fecha en adelante nos reunimos cada ocho días. Alejandro Avilés estaba relacionado con Alfonso Menéndez Plancarte, que dirigía la revista Ábside y en una de sus separatas apareció Ocho poetas mexicanos.
Después de que murió Javier llegué a trabajar hasta catorce horas y esto hizo que espaciara mis visitas al grupo que había perdido ya a Efrén Hernández, Rosario Castellanos y Honorato Magaloni, además de mi esposo.
La visión del paisaje: de la ruina a las palabras
Cada vez que escribo un poema me enfrento al problema de cómo vivir la vida. Si uno se pregunta quién soy, de dónde vengo, qué hago, hacia dónde voy, y no resuelve esas cuestiones, no se sigue adelante. El poema es dintel. Eso fue lo que me sucedió al escribir El corazón transfigurado (1949). Luego me pareció que había sido muy soberbia al querer resolver tanto en un solo poema y sentía que a veces esa cascada de imágenes hasta se atropellaba... Al terminarlo suspiré aliviada. Desde luego si un defecto tengo es el de no seguir la retórica en una forma fiel y hasta las últimas consecuencias. Al releerlo en las Obras completas (1991) me sorprendió observar inquietudes que fui desarrollando a lo largo del tiempo. Después de ese poema y siempre en un dintel, en vez de ir hacia lo general me lancé a pequeños poemas en un afán menos pretencioso. Por ejemplo, hay un poema de la piedra en el que la juventud vivida con fuego avizora una posible indiferencia ante la vida; y otro del hueso en el que me parecía tan misterioso todo lo que hay en la antesala del nacimiento y la fertilidad.
Hay un cambio de El corazón transfigurado a Siete poemas (1953) en el que se muestra la relación entre lo que se vive y lo que se escribe. El paisaje está dentro de uno, y se señalan los contrastes entre Zacatecas y las ciudades conocidas. A pesar de que viví la experiencia del mar desde un barco y estuve en Europa, la raíz está en Zacatecas. De ello las comparaciones entre la maternidad y el paisaje porque el lenguaje se adquiere de la madre en los primeros años. Tengo incorrecciones propias de mi habla zacatecana y creo que eso se quedó tan profundamente que muchos episodios de mi infancia no los recuerdo pero sí soy capaz de recrearlos al escribir, pues los poemas son resultado de una experiencia vital emotiva.
El hilo conductor entre los poemarios es una cosmovisión que se centra en un nudo que se traduce en la antropomorfización del paisaje. En La tierra está sonando (1959) se manifiesta su impacto en la visión contemplativa. Así, en un poema que escribí en Chiapas: “Aquí voy por el río, desconocida, larga...”, descubrí el otro paisaje, distinto al de la piedra apagada: la tierra que no da fruto, las ruinas de Zacatecas. Sin embargo, entre estos dos paisajes, el de la piedra y el río se da la maternidad. No creo que sea importante para todas las mujeres, y desde luego no la sacralizo, pero para mí fue un momento de la vida necesario porque el amor desemboca en la creación-fertilidad. Quién sabe si para mis hijos fue bueno tener una madre poeta, pero pude entender muchos aspectos del proceso creativo; y la agonía de Unamuno, no solo la del cristianismo sino la que se da en el parto, física y anímicamente, es como la remoción de muchísimos sentimientos de muerte y vida. El nacimiento de un hijo no es la continuidad de una madre, eso es una ilusión, pero sí es la continuidad de la vida, una emoción muy fuerte. Cuando alguien me pregunta por qué tuve siete hijos en una situación que no era óptima, contesto que cada uno de ellos fue la afirmación de que la vida es un don extraordinario y digno de ser experimentado.
Se podría hablar de una primera etapa desde El corazón transfigurado (1949) hasta Cantares de vela (1960), resultado de todo lo vivido, de la transformación propia al entrar en el lenguaje para cobrar conciencia de cómo la metáfora roza lo inexpresable y a la vez ofrece una vía de comunicación. Mi matrimonio, aunque fue hermosísimo, me llevó a muchos límites en los que ya no se puede razonar, ello se vuelve materia poética y es algo que brota de una región que todavía no sabemos cuál es y que Maritain llama el inconsciente del espíritu o el inconsciente espiritual. Amar a alguien no es fácil, ser amado tampoco, se siente una gran necesidad de haber sido purísimo desde el nacimiento hasta el momento en que se vive ese amor, los límites en la relación amorosa se van sobrepasando hasta que se llega aun punto donde se cree ya no poder más, pero se brinca. La percepción de la relación amorosa tiene una doble cara: es la experiencia vital que se adquiere dolorosamente, y es la iluminación de la poesía para poder reconocer qué diablos pasa y cómo se puede expresar.
Desde Cantares de vela pasaron 17 años para publicar Soles (1977). No dejé de escribir, solo que en ese momento era muy difícil publicar y era muy importante vivir. De ese libro tiré muchos poemas, quizá lo que le faltó un poco fue la espontaneidad de los cantares... Pero refleja el impacto de lo social sobre el individuo. El hombre como animal político, según la definición aristotélica, no puede ser indiferente a lo que ocurre en su alrededor. Baudelaire decía que el poeta podía ser afectado por diferentes temas, pero ante la injusticia nunca sería indiferente. El 68 y la caída de Salvador Allende fueron hechos tremendos tanto para Javier como para mí. Recordé los campesinos de Calera que miran la mañana con la alegría de los gallos si el sol sale, recordé muchas cosas. La desilusión que sentí ante los intelectuales, aquellos que habían protestado enérgicamente y que ahora olvidaban, me llevó a escribir “Intelectuales, S.A.” Mi preocupación sobre lo que ocurría en América Latina conforma muchos poemas de ese libro. La última parte se nutre de mis lecturas prehispánicas y sobre libros que expresan su cosmovisión, como es el poema “Soles”.
Vivir el 68 fue espantoso. Ver cómo morían o eran torturados los muchachos con tanta violencia producía indignación y un gran sentido de culpa. ¿Por qué tenían que ser lo jóvenes los que afrontaran algo que los mayores no habíamos sido capaces de resolver? Primero a través de Excélsior supimos la noticia de que iba a haber una matanza en Tlatelolco, una hora y media después la desmintieron y por televisión el locutor Martínez Carpinteiro relató los hechos y se vieron las imágenes de la matanza, cómo arrebataban a los heridos de las ambulancias y ahí los remataban, el montón de zapatos que la gente dejaba al huir, los muertos, el combate...
Esa noche Javier lloró, lloró junto conmigo. Había sentido que eso no lo iba a soportar su corazón. Desde ahí empezó a estar enfermo, fue horrible. Y nos fuimos a Veracruz. Luego empezaron las persecuciones. Cómo no dolerse ante esa brutalidad, la ruptura de un orden, la injusticia. Hasta al menos sensible le hubiera afectado, hasta a las piedras. A la clase de mi concuño José Solé llegaron los policías con perros a sacar a los alumnos. Él se opuso. También lo apresaron. Cuando iba a Zacatecas y contaba lo sucedido me veían como si estuviera loca. Aparentemente nadie se dio cuenta, pero ya nada fue igual. El cambio fue anímico, hacia adentro. La verdad se fue difundiendo como una ola muy leve y fue germinando como lo hace el pensamiento.
Otro poemario posterior a estos años fue Qué es lo vivido (1980), reflexión íntima ante la vida porque se tiene la responsabilidad de ser fiel a lo que se sueña e imagina, y se deja de lado lo que le gustaría a los demás. La poesía como visión contemplativa llega a ser vía de conocimiento, cómo se piensa y siente a través de ella y por las palabras. Por ello el siguiente poemario se llamó Las palabras (1990). En el compás de tiempos de publicación escribí el ensayo Dimensión de la lengua en su función creativa, emotiva y esencial (1989). Las palabras sean en el área de filosofía o poesía, significan, traducen emociones, vierten experiencias y saber. A veces tengo la impresión de que yo era un nudo de sensibilidad y de preguntas de todas clases y que el nudo se ha ido disolviendo, me he ido desnudando a través de la poesía.
De nudos y horizontes
El irse desnudando es resultado de sobrepasar los límites y abrir un horizonte mayor. En El corazón transfigurado parto de la ruina como camino de creación para llegar a Las palabras. Lo que he escrito después tiene menor angustia porque he podido resolver algunas preguntas y asumir las palabras como la llave para entender el mundo. Las ruinas son imágenes de lo sagrado, la metáfora lo roza y su función dentro del poema es conectar la ruina con la palabra. Anoche soñé con ruinas y con palabras. En las ruinas veo la desesperación de lo informe, de lo caído; señalan lo sagrado porque son el propio límite que se construye y que de pronto se cae. Solo hay algo que no puede caerse: lo que nos da origen y al cual no se llega tan fácilmente, pero que se busca develar entre la ruina y la palabra, búsqueda de sentido no reflexionando sino haciendo vivo lo que la palabra encierra, dándole vida a las ruinas; no solo reedificándolas sino haciéndolas salir de la tierra misma otra vez, reedificadas y magnificadas para que de alguna manera nos den una seguridad y un lugar.
La búsqueda de sentido que lleva a reedificar las ruinas a través de la intuición permite comprender la arquitectura dentro de la palabra. Todo lo que el hombre intenta es poner orden, no porque lo ame sino porque lo sitúa. Cuando hablamos ponemos orden, pero uno más estricto es el de la poesía porque nos da un lugar en el cosmos. Ese lugar para mí tiene un horizonte que siempre coloca con humildad, es decir, con los pies puestos en la tierra, y otorga conciencia de cómo se es a veces grande o pequeño. Grande si volvemos los ojos al cielo y lo interpretamos, al mar y lo contenemos, pero pequeño si nos comparamos con ellos.
La necesidad de ver y tener un horizonte es el paisaje que se añora y que lleva a construir. Esas construcciones, incluso las del mar y del cielo, dentro de uno, son insuficientes porque a pesar de la capacidad imaginativa no se puede contener lo más grande. La visión se traduce en palabra haciendo patente la insuficiencia para comprender esa mar, y a la vez, la palabra nos hace ser. Hay muchas cosas que no comprendemos pero que sí aprehendemos, aunque sea de manera oscura. No soy una persona de sentimientos y pensamientos sencillos. No sé por qué siento que aunque no entienda hay un orden, entre él y yo hay una zona oscura que acepto porque en el fondo tengo fe.
Se dice que escribir es un acto de fe. La palabra nos ubica, nos constituye, nos permite crear un orden que devela un sentido que subyace; es lo que nos confirma en el sentir que esa zona oscura está ahí, y que para atravesarla se requiere de la certeza de una fe. Conservo muy próximo el sentido profundo de lo sagrado, creo que por eso entiendo los mitos indígenas, aunque estén mal expresados. Mi adolescencia fue una lucha porque mis padres tenían formas muy distintas de mirar la religión o a Dios. Mi padre había leído mucho, era bastante incrédulo a ratos, y a ratos era crédulo. Opté por creer y ello es parte de ir deshaciendo el nudo. Al estar mirando una hormiga, recordé que en la escuela me dijeron que las hormigas veían de manera distinta a la de los hombres: “Esta hormiga está viendo y no cree en mí, así yo que veo un orden universal no puedo dudar de que hay un origen sagrado-divino”. Desde entonces creo que soy creyente y no creo que la muerte absoluta exista. Tal creencia se alimenta por la palabra al vincularnos, develar e intuir este orden y al profundizar en lo que es vivir en el mundo que resuena en consonancia con lo que se trae dentro.
El apostar por la palabra y la poesía da congruencia entre lo que decimos y hacemos, afirma estas intuiciones primarias del orden, de lo sagrado, de la relación con la tierra, las raíces. Al verterse esta sensación en los poemas se refleja una circularidad: mediante la poesía la vejez es un regreso a la infancia, pero de circularidad iluminada. Al escribir un poema, si considero que expreso todo lo que podía decir, siento una liberación de energía por haber hecho conciencia sobre un orden particular, porque adquirirla sobre el orden en general es muy difícil pues siempre falta la explicación del principio y el fin. El poeta, a través de la metáfora, descubre conexiones no vistas en la realidad. La conciencia de que existen, así como la poesía las ve, produce una alegría enorme. La experiencia de ese descubrimiento que permite ir hacia otro conforma un sedimento que queda como experiencia de lo sagrado.
La poesía es indispensable. Si mediante la reflexión la ciencia brinda ciertas seguridades, mediante la intuición y la sensibilidad la poesía da conciencia sobre lo que se está expresando y sobre lo que significa ser hombre: alguien que piensa y siente. ¿Qué sería de España sin el Siglo de Oro y sin la Generación del 27?, ¿o sin Antonio Machado, que también en prosa dijo tanto? ¿Qué sería de México sin López Velarde, ese hombre de provincia que vive en su centro y en el centro de la humanidad, que habla por los demás pero con sus riñones, su corazón, su hígado, su inteligencia, con todo lo que es? El poeta escribe sobre sus experiencias, que son sensaciones y pensar iluminado; está cantando el destino humano, su forma de enfrentarlo brinda caminos a la inteligencia y a la sensibilidad para seguir siendo personas, no máquinas, animales o pared. Creo que tal es la función del poeta: señalar lo sagrado, la igualdad de los hombres, pero sobre todo afirmar que la vida es importante.
Sigo dando clases y talleres porque no hay que claudicar ante la vida. Uno va envejeciendo y va dejando pieles como víbora, pero por dentro no se envejece. Uno se ve al espejo y no se reconoce, por dentro se está siempre lleno por vocación de la necesidad de conocer y de amar. No se puede conocer sin amar y amar sin conocer. La poesía es una de las formas más completas y profundas de conocimiento. Si alguien conoce la literatura se sabe poseedor de una riqueza como no puede haber otra, porque un libro es un diálogo. En el caso de la poesía es, además, revelación.
Entrevista publicada con el título: “Crecer entre ruinas. Dolores Castro: la sencillez y las velas” en Periódico de poesía, Nueva época, núm. 15, otoño de 1996. (México D.F.), pp. 10-17. Posteriormente incluida en el libro Dolores Castro. Qué es lo vivido. Obra poética. México: Benemérita Universidad de Puebla, Ediciones del Lirio y Universidad de Zacatecas, pp. 319-331. La reproducimos con autorización de su autora.
AQ