Dolores Castro: El mar que regresa dos veces

Poesía

Rescatamos el homenaje que acaba de recibir la poeta, ensayista y crítica por parte del INBA, a poco de cumplir 96 años puede vislumbrar de manera plena su obra

Poeta y catedrática, quien en 2014 recibió el Premio Nacional de Ciencias y Artes (Foto. Notimex)
Laberinto
Ciudad de México /

Mariana Bernárdez


Y si no existe todo lo que veo/ lo que no veo no deja de existir.

(“Tornasol”, en Tornasol, 1997).


Solo la luz no se la lleva el viento. 

(“Asombraluz”, en Viento quebrado, 2010).


Celebrar la vida y celebrar lo que queda de su tiempo en mí. Lo cierto es que poco sé..., lo cierto es que me has sido y me eres muy querida. Desde la cercanía he visto cómo las palabras se han anudado a tus dedos para dejarse escribir. Quizá por eso ahora la pluma alrededor del cuello para atender lo que habita en tu corazón transfigurado, una pluma para dar testimonio de la quietud, del sosiego de la mirada, de la luz y los días, o de las flores del Carmelo que son presencia que anida: Con el aroma, tras la puerta entornada/ entra el jardín/ mientras acecha mi sediento corazón (“Aromas”, en Fluir, 1990. Las siguientes citas provienen deViento quebrado, FCE, México, 2010).

Te he visto mecer el cuerpo como lo hacen las corolas para dejar pasar el vendaval; levantarte en semilla al comprender la altura de la dignidad y dar cabida a lo que no debe ser olvidado…, porque habrán de borrarse los caminos y volverse polvo en el polvo y habrán de resecarse al sol los sueños, pero las palabras que somos nos alzarán en su silbo.


Este es un árbol de pie quieto/ que mece la cabeza/ porque así debe de ser.// Creció alto, muy alto/ mientras hundía el pie/ en un suelo firme,/ tan firme/ como un suelo firme suele ser.// Y al crecer/ sintió lo débil de su tronco/ contra la grandeza del aire/ y le dio por mecer la cabeza porque así debe de ser (“Árbol”, en Soles, 1977).
Te he escuchado leer en voz alta para atestiguar la nervadura que acoge el mar, y te he mirado cobijar bajo tu fronda a quien perdido busca en lumbrarse y sé del silabeo de tus versos que abren el tiempo para permanecer en rumoroso caudal. Y también sé que pocos han sabido expresar con tal finura la cala de la condición humana. Pocos han salvado de la borrasca las horas: ¿Qué es lo vivido/ en qué poro ha quedado/ o en qué ráfaga? (“I”, en ibídem).
El lenguaje se te ha ido afinando en su vuelo para nacerse en albor que hace brotar la realidad. A veces, anticipas lo que en la mística es la cifra del “aroma”, aquella que anuncia la conversión del poema en cuerpo para que el verso sea carnadura. Y adentras el misterio de su respirar, pues si el verso es el espacio de tu encarnar es por la cesura donde tu aliento se entrecruza con el del universo.
Es el mar/ que regresa después de huir mil veces./ Son los días y su paso de langosta/ que devora el silencio. Es el mar y los días (“IV”, en Qué es lo vivido, 1980).
Y asombran los modos como anudas la concordancia del sentido porque es signo de un resonar más alto que respira en los entresijos del poema, esa frontera inasible señalada por quien mira largamente.
Y no es lo peor la muerte, que de morir/ ¿quién habría de escapar? (“A veces”, en Fluir, 1990).
Poema carne, poema cuerpo, poema viento, poema sangre que devela la correspondencia oculta que no concilia las oposiciones, sino que fortalece los vínculos extraordinarios de lo nimio. Sostener entonces el destino en la pregunta:
En el desfiladero de lo cotidiano/ es un gran riesgo volver la cabeza/ hacia atrás.// Atrás la soledad en infierno.// Atrás la parálisis,/ la condición de estatua/ de sal.// ¿Y qué hacer para no volver la cabeza/ y mirar? (“Memoria”, en Oleajes, 2003).
¿Y quién sobre esta tierra no ha sido alumbrado bajo esa sombra que adivina la noche clara, y quién no ha desgranado entre las manos sus versos en rezo o mantra? Símbolo de sí mismo, el poema es tránsito que en San Juan de la Cruz —bien lo sabes— fue llamada y “dislate”, ese no entender entendiendo/ toda ciencia trascendiendo, que es y no es, apresado por toda expresión poética, y escribes: Ocultarse en el centro,/ en el centro más vivo de la llama (“Refugio”, en Qué es lo vivido, 1980).
El poema es un rebalse, es casa, eremita, estigma, agua viva, huerto, laberinto donde ocurre el mundo, donde pasa el vendaval soñando con la simiente que habrá de ser árbol.
[…] Pero como en la tarde del ofrecimiento/ en que abrí bien los ojos hacia la llama/ del cirio, y la cera caliente cayó/ sellándome los párpados, ahí desde la sombra domesticada,/ el fuego/ que no es ceniza aún/ está incendiando la sombra en el umbral (“Fugitivo paisaje”, en Fugitivo paisaje, 1998).
Cómo salvar la desmemoria sino en el resplandor de un alfabeto no vencido por la desolación, que calcina para quedar en ese solo temblor de quien alanceado por el soplo traspasa el paisaje e inicia la lejanía, ese más allá que busca el claro o el horizonte sin periferia.
Abre la puerta/ para que pase el huracán.// Solo queda la niebla/ o el recuerdo de la niebla.// El estruendo pasó y cada cosa vuelve/ a su lugar.// El arrastrar del viento/ no ha dejado más huella/ que el sabor de la sal.// Todo vuelve a su curso,/ y avanza la noche.// La madrugada será puntual (“Abre la puerta”, en Tornasol, 1997).
La palabra se te ha hecho pájaro en la garganta, raíz-trino que ordena, acompasa, y teje la red de significados que giran entre sí para hacer morada. Los planos rítmicos configuran un singular firmamento: cada estrella es un rememorar y alguien canta en el trazo de sus constelaciones. Reverbera el esplendor, tiempo al margen del tiempo, en el sartal de cuentas que serán repasadas hasta alcanzar lo evanescente, esa huella donde se contempla la belleza de lo irrevocable.
Saber del no saber. Y se afinan los sentidos para ganar la luz, presagio de cuando el poema aparece en su agua viva. Dirás que la tierra está sonando y su oleaje habrá de irrumpir para aquietar los ojos de quien lee y ser escrito entonces por su filo. Saber amoroso de honda compasión que permite ser en la esperanza y en la claridad…
Estrellas de la noche/ abran los ojos/ mírenme/ sin parpadeos:/ quiero beber la luz/ acariciarla/ en su/ vertiginosa/ descendencia (“Asombraluz”, en Viento quebrado, 2010).
Poco sé, pero llevo conmigo los días en la presencia de tus palabras, y tu libro sigue en mi mesilla de noche como siempre, como también siempre ha sido roja la puerta de tu casa y roja la luz del amanecer, y le dio por mecer la cabeza porque así debe de ser.


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