Don Enrique, el clarividente de la Antigua Madero

In memoriam

Con la muerte del dueño de la emblemática librería capitalina, la cultura mexicana pierde a uno de sus protagonistas.

Enrique Fuentes Castilla, dueño de la Librería Antigua Madero. (Facebook: Librería Antigua Madero)
Vicente Quirarte
Ciudad de México /

Le decíamos en ausencia “Don Enrique”, no porque lo consideráramos más añejo que nosotros, sino por el respeto que despertaban su sabiduría, su sencillez y su llaneza. Imposible hablarle de usted en su presencia porque era más joven que nosotros, y su mirada limpia y suave y doblemente clara era más poderosa que el personaje duro en que se convertía las ocasiones en que un agravio era un entuerto por deshacer.

Bronceado el rostro, sano y fuerte como si acabara de bañarse, su tronco siempre muchacho lucía como nadie los suéteres que lo ceñían. Su buena educación era visible en su lenguaje corporal pero más cuando salía detrás de su escritorio para darle un gran abrazo al que llegaba en busca de su presencia antes que de libros, aunque difícilmente uno salía de la Librería Antigua Madero sin llevarse un ejemplar que estaba a nuestra espera.

La primera vez que supe de él fue por intermedio de mi ahora compadre Felipe de Jesús Hernández Rubio, quien me habló de la pasión bibliófila de don Enrique y cómo la librería Madero aceptaba vender libros que los grandes consorcios rechazaban. He aquí uno de los secretos del buen librero: vender sólo aquellos libros que merecen la pena y están a la espera de quien merece y busca ser su orgulloso poseedor. Siempre nos daba la sorpresa de que el libro de nuestra autoría que le llevábamos ya lo tenía a la venta. En una ocasión vi un libro mío a un precio cuatro veces mayor que el comercial. Se lo dije y me lo arrancó de las manos para darme una de sus inolvidables lecciones: “Consíguelo”. Porque siempre fue justo. Cuando le encargaba la primera edición de un libro inconseguible, me decía: “Ya localicé el libro que quieres pero está muy caro”. Sabía a quién cuidar y con quién enseñarse. Sin embargo, sé que su generosidad lo llevó a perder dinero en nombre de la amistad y del cariño. Cuando le preguntaba por el precio de la Historia de México de Niceto de Zamacois, siempre estaba en una cantidad superior a la que yo podía pagarle. Un día me dijo: “pues el libro de Zamacois hoy amaneció de buen humor y más barato”. Por eso sus volúmenes ahora son míos, como muchos otros libros provenientes de la Librería Antigua Madero.

Todos hacemos nuestra una imagen: don Enrique ante los anaqueles de la Librería, poblados por ediciones tan bellas que llevaron a una turista a pedirle al dueño que le vendiera sus libros por metro, pues le encantaba cómo se veían. En el instante en que iba a construir la biblioteca de mis sueños, acudí a él para consultarle la medida perfecta que debían tener los entrepaños. Por esa precisión geométrica fui un tiempo orgulloso usuario de la que Jorge Esquinca denominó “La Capilla Vicentina”.

Cuando la criminal especulación inmobiliaria expulsó a la librería Madero del corazón del corazón de la ciudad, creímos que daba el primer paso hacia su desaparición. No fue así, gracias en gran medida a la filantropía y generosidad de Salvador Castillo, quien ofreció a don Enrique alojar el acervo en la casa de la Acequia, en Isabel la Católica y San Jerónimo. Las circunstancias en que se realizó esa mudanza, la renta simbólica y la última voluntad del gallardo Salvador me las callo. “La luz del entendimiento me hace ser muy comedido”. Plumas más autorizadas que la mía darán la versión de esa historia donde la nobleza y el corazón exigen su mayúscula.

En 2012 apareció el libro Antigua Madero Librería. El arte de un oficio, bellamente editado por su hija Andrea Fuentes Silva y Alejandro Cruz Atienza en la Editorial Caja de Cerillos. Me enorgullece que mis palabras figuren en él, y las transcribo aquí porque tienen relación con lo que voy a compartir en el siguiente párrafo: “Querido Enrique: venir al corazón de la Siempre Noble y Leal se convierte en una experiencia mayor si pensamos en los tesoros que alberga tu refugio. Pero ese refugio, que ya es casa de muchos, no sería tal sin el corazón y la inteligencia de su patrón, siempre tan amigo de sus amigos. Mil gracias por las atenciones. Eres el sostén de mis iluminaciones y quebrantos, y el mayor hombre de libros de este purgatorio”.

Gracias a la vecindad con esa otra sucursal del paraíso llamada el restaurante Zéfiro, ir al centro de la ciudad de México se convertía en un doble placer, pues pude prolongar la cercanía de los libros de Don Enrique y disfrutar algunas veces de su compañía en un lugar cuya mayor virtud, además de la comida extraordinaria, los precios razonables y el servicio impecable, es que no hay aparatos de televisión y la música, siempre clásica, está a un volumen que permite y propicia la conversación. Cuando el azar objetivo nos hacía toparnos con don Enrique en una hora próxima a la de la comida, hacía hasta lo imposible para estar con nosotros en esa eucaristía, pues tal era tomar los alimentos en su presencia, y descubrirnos alguno de los lugares cuyos secretos, sólo suyos, él revelaba y compartía con la misma generosidad con la cual nos ofrecía sus otras joyas.

Cuando una criatura de palabra abandona este mundo, decimos que nos quedan las páginas que escribió. Enrique Fuentes Castilla dejó una herencia más grande, porque supo nutrir a las criaturas que intentamos formular mundos paralelos a este maravilloso y terrible que habitamos. En los agradecimientos de mi libro Elogio de la calle. Biografía literaria de la Ciudad de México. 1850-1992, escribí: “A Enrique Fuentes Castilla, librero de cabecera, mi gratitud por la manera tan íntegra y honesta como cumple un oficio en vías de extinción, y por la clarividencia que posee para adivinar el libro que nos falta”. Ahora sostengo que el oficio de librero, de quien trabaja con libros leídos, como los llama al escritor colombiano Héctor Abad Faciolince, no está en vías de extinción. Lo demuestran las lecciones de Enrique Fuentes Castilla y los caminos que en su nombre tenemos la obligación de continuar.

​AQ

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