Con el humor y la sapiencia que lo caracterizaban, entre 1971 y 1984 Kingsley Amis publicó artículos sobre la copa diaria, fuera el aperitivo del almuerzo o la pinta en el pub al iniciar la tarde, el brindis antes de la cena o las rondas para ir a la cama y dormir la mona, que después de su muerte conformaron Everyday’s Drinking (Sobrebeber en la versión en español), un amplio recorrido por la infinidad de bebestibles de los que puede disponer el tomador consuetudinario, no importa si se trata de un beodo social o de un dipsómano desbocado.
Amante de la ginebra y la cerveza, Kingsley Amis también fue un entusiasta de las combinaciones de sabor astuto, digamos un martini y sus infinitas variedades (o posibilidades) y un enemigo acérrimo de los mejunjes nocivos no sólo para el gusto sino con altas probabilidades de ocasionar catástrofes hepáticas, que redactó sus notas apoyado en la experiencia de su irreductible paladar aunque nunca desdeñó la opinión ajena, razón por la que algunos de esos artículos dialogaron con los libros especializados, las guías y los magazines, con el fin de proveer a sus lectores de las herramientas necesarias para embriagarse con exquisitez.
Y es que, además de recorrer la inmensidad de los caudales espirituosos, Kingsley se ocupó de transmitir un poco de cultura a través de datos breves de la historia del alcohol, relato en el que, ineludiblemente, aparecían sus adeptos más conspicuos (políticos, artistas, escritores, músicos, actores), y además estableció la dinámica de preguntas y respuestas en las que aclaró las confusiones sobre tal o cual bebida o derrumbó los mitos sobre la mejor manera de evitar una borrachera escandalosamente rápida o una resaca de los mil demonios, asunto al que dedicó horas y energía porque hay dos tipos de ese malestar, la resaca física y la metafísica, y para paliar la cruda, nadie como Kingsley: para la primera, recomendaba el autoconvencimiento de no sentirse tan jodido sino todo lo contrario, o una rigurosa terapia de ejercicio (el sexo es lo mejor), mas si nada de aquello llega a funcionar, habrá que recurrir al remedio tradicional (ni hablar, no hay de otra), como un buen Bloody Mary, la famosa Piedra o el Underberg, un amargo de alta graduación parecido al Fernet Branca, que primero escoce las entrañas y después opera sus milagros.
Para la segunda, en cambio, Amis recomendaba las curas sensitivas: lecturas (poesía, la más eficaz, de Milton a Housman y de Thomas a Matthew Arnold; en prosa, Solzhenitsyn, Chesterton, Wodehouse, Powell) o música (Tchaikovsky, Sibelius). La resaca metafísica, como se puede colegir, resulta más penosa de curar.
Maridajes (platillos y acompañamiento ideal), utensilios (del refrigerador al vaso, el mezclador, la copa, el colador, la cucharilla, el sacacorchos o las pinzas), recetas para cocteles de vanguardia o consejos para que un tacaño no afecte su salud con bebedizos baratones. Amis lo sabía todo sobre el trago, tanto, que hasta aventuró una dieta para el borrachín que no quiera subir de talla, pues lo importante es no reducir la ingesta etílica del día, algo que él nunca canceló, e incluso, cavó su tumba: la muerte de Kingsley Amis derivó de empinar el codo (se cayó al salir de un restaurante con su hijo Martin, y ese golpe activó la cuenta regresiva a través del daño neuronal), pero jamás lo hizo un amargado ni un arrepentido. Bebió a conciencia. Con gozo y sentido del humor, con inteligencia e ironía: “la comida es la maldición de las clases bebedoras”, decretó parafraseando a Oscar Wilde, y con mucha razón. Después del primer trago en el almuerzo o en la comida, para el tomador la jornada se reduce en horas, y en un parpadeo llega la noche, el sueño, la resaca y vuelta a empezar.
AQ