‘Earwig’: el sádico y pequeño dios

Cine

El cine de Lucile Hadzihalilovic tiene todos los defectos del onirismo, pero también todas sus virtudes.

Romane Hemelaers en 'Earwig'. (MUBI)
Fernando Zamora
Ciudad de México /

Si el que ve lo que no debe es mirón, quien oye lo que no debe es escuchón. Y Albert, protagonista de Earwig de Lucile Hadzihalilovic (disponible en Mubi), es eso: un escuchón.

Albert vive en un universo paralelo en los años cincuenta; tiene el encargo de cuidar a Mia, una niña que durante el clímax llega a la pubertad. Pero él no sólo la cuida, la escucha con perversión insistente. Lucile Hadzihalilovic se ha dejado influenciar por cine producido en Bélgica o en el norte de Francia, una región que, lejos de la elegancia meliflua de París, produce cine sobrio y contundente, como El hijo, de los hermanos Dardenne; obras que no tienen miedo a transgredir los límites entre el horror y el mal gusto, como Voraz de Julia Ducournau, pero que, al mismo tiempo, resultan tan sensuales como La ciudad de los niños perdidos de Marc Caro y Jean-Pierre Jeunet.

La imagen en Earwig es tan llamativa como un retrato de Balthus, pero la estrella es sin duda el diseño sonoro de Ken Yasumoto. Y así debe ser. La cinematografía, habiendo facilitado la producción de imágenes a un nivel que antaño parecía imposible, se ha lanzado a la conquista del arte sonoro. Albert cuida a Mía y además la espía. Gracias a la novela de Brian Catling sabemos que el hombre estuvo al servicio del gobierno inglés. Para espiar se colocaba enormes trompas de cuero que le daban el aspecto de insecto y le permitían ejercer su don y su oficio: ser escuchón. Las abigarradas descripciones de Catling han sido traducidas al cine con mucha efectividad por Jonathan Ricquebourg y por la propia Lucile Hadzihalilovic quien, en esta película, profundiza sus reflexiones en torno al fin de la infancia, una cuestión que le interesa desde que dirigió Inocencia, esta obra discretamente perversa por la que ganó, en el 2004, el premio a mejor directora nueva en el Festival de San Sebastián.

Así que, como un insecto, como una tijereta, Albert quiere meterse en el cuerpo de esta niña, pero no tocándola, sino escuchándola. Al igual que sucede en Inocencia (la obra más notoria de Hadzihalilovic) la historia de Earwig no termina por ser del todo clara. El cine de esta artista tiene todos los defectos del onirismo, pero también todas sus virtudes. Defectos, pues si alguien quiere ver esta película por entretenimiento, para que le cuenten una historia redonda y clara, se verá completamente defraudado. Virtudes, pues quien busque aquí un pretexto para ejercer las artes del intérprete de símbolos encontrará un terreno tan fecundo como en el cine de Céline Sciamma, otra directora feminista con la que Hadzihalilovic comparte el interés por la infancia entendida como la edad de un sometimiento del que la pubertad nos extrae para volvernos todavía más esclavos.

En Earwig, a nosotros, los espectadores, se nos da la misión de confabular con la directora y usar la escasa información que ella nos proporciona para armar la historia del sometimiento femenino contada en clave simbólica. Por eso, Albert recibe un día la llamada en que se le anuncia que debe conducir a Mía hacia un nuevo amo que disfrutará de sus dientes de vidrio, los mismos que ella finalmente ha podido segregar.

Como sucede en el cine feminista de nuestro tiempo, la sociedad heteropatriarcal es vista aquí como una suerte de dios padre que, sádico, explota a una niña para disfrutar, de modo indeterminado, de sus secreciones. Dios, la sociedad, es un sádico. Y Hadzihalilovic, la artista, termina por volverse para nosotros un pequeño dios.

Earwig

Lucile Hadzihalilovic | Francia, Bélgica | 2021
AQ

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