Autor de Duelo, Clases de chapín, Canción y Un hijo cualquiera, entre otros libros, Eduardo Halfon (Guatemala, 1951) publica ahora Tarántula (Libros del Asteroide), Premio Medicis 2024 a la mejor novela extranjera en Francia, cuyo protagonista, en movimiento entre Berlín y París, recrea, tras un fatigoso rastreo, un episodio de su infancia que reproduce la angustia y la sensación de abandono que padecieron los judíos confinados en guetos durante la Segunda Guerra Mundial. Es, también, una agria mirada de los años —la década de 1980— en que los pueblos indígenas de Guatemala enfrentaron una guerra de exterminio orquestada desde las altas esferas de gobierno.
Tarántula trata de la sobrevivencia y de la condición judía, del desarraigo y las inopinadas extensiones de la violencia física y psicológica, de las víctimas imitando a sus verdugos. Es, como si la memoria no fuera suficiente, una impecable y sobria ficción literaria sobre las heridas, aún abiertas, que infligió el pasado.
Cuentas en este libro cómo adoptaste el inglés tras la migración de tu familia a Estados Unidos y el rechazo que llegaste a sentir hacia el idioma español. Sin embargo, al escribir, vuelves siempre a él. ¿Se debe a que es la lengua de tu infancia?
Vuelvo al español después de la universidad, con 23 o 24 años. Casi no lo practicaba, ya no lo hablaba con fluidez, había perdido vocabulario. Y fue en Guatemala donde empecé a recuperarlo. Pero el verdadero regreso fue cuando entré a la literatura. Fue un esfuerzo por recuperar esa lengua. Quizás es una vuelta a mi infancia porque mi infancia fue en español. No lo sé. Pero la escritura me devolvió al lenguaje de mi niñez.
Así que tengo dos lenguas madre, estoy a caballo entre el español y el inglés. Tanto así que cuando escribo el resultado es una mezcla de ambas. El inglés está siempre muy presente en mi español, en la sintaxis, en las palabras que elijo, los adverbios, en el uso de la coma, en lo que quiero decir, porque tengo en la cabeza las palabras en inglés y luego tengo que ver cómo las adapto al español. Hay algunas escenas de Tarántula que escribí en inglés y luego tuve que traducir al español, algo que me cuesta muchísimo.
¿Necesitas escribir desde Guatemala, desde Latinoamérica?
Guatemala resulta un tema complejo. Es una atracción y un rechazo a la vez. Aunque no sé si la palabra correcta sea rechazo, más bien un alejamiento. Estando lejos de Guatemala escribo con más libertad, sin tanta censura. Tal vez estando allá me sentiría atrapado por los peligros que conlleva escribir sobre nuestros países. Me sería más difícil hablar sobre la historia reciente. Siento una atracción hacia el país, pues es de donde vengo, mi familia está allá y es a donde siempre vuelvo. La única constante en todas estas mudanzas ha sido Guatemala y lo sigue siendo.
En este libro, escribes desde una posición incómoda y sobre algo incómodo, no solo para ti, sino probablemente también para algunos de tus lectores: la recreación de un campo de concentración durante un campamento de verano infantil en Guatemala. ¿Por qué volver a ese recuerdo?
Siempre me ha gustado escribir sobre lo incómodo. No es algo que me proponga, pero cuando algo causa incomodidad encuentra un lugar en mi escritura, ya sea la muerte de la hermana de mi padre en Duelo, la boda de mi hermana en Israel, que era una boda prohibida, en Monasterio, o la historia de mi abuelo en Auschwitz, que era una historia que no debía contar, según la familia.
Tarántula cuenta una historia incómoda y un recuerdo muy fuerte. No es realmente un recuerdo soterrado, más bien lejano. Y fue aquí en Berlín donde resurgió, cuando era becario, durante una charla con un judío uruguayo, también becario, que me dijo: “Yo pasé por lo mismo”. Pensé: “¿Cómo esa historia tan terrible, esa experiencia traumática fue tan común?” No sé si se sigue haciendo esa didáctica con los niños judíos, al menos en Latinoamérica. Hubo un momento, en los años ochenta, en que así se hacía, con mucha dureza y violencia en mi caso. Y luego trasladé ese recuerdo, que en la bóveda de mi memoria era muy pequeño, a la ficción. Para mí, la ficción es indispensable. El recuerdo puede ser anecdótico, pero necesito que se vuelva ficción. Aunque tenga una semilla de autobiografía, ya no lo es. No estoy haciendo mis memorias, hago ficción. Lo paso a otro ámbito para el cual necesito todas las herramientas de la ficción para hacer sentir algo con esa historia que es casi una historia de terror.
Creo que todo lector puede entender ese miedo infantil.
Tarántula es una historia de miedo, incluso muestra varios tipos de miedo. Porque está el miedo durante el campamento, aquel día en qué nadie sabe lo que va a pasar, lo que está pasando, lo que les va a pasar a esos niños. Hay un terror al recrear la ilusión de un campo de concentración. Pero luego viene también el terror del niño perdido en la montaña que se topa con dos posibles guerrilleros. Hay así una historia de terror adentro de otra historia de terror. No fue mi intención, fue saliendo. Y por eso eran tan importantes las últimas cinco páginas del libro, porque era llegar a una especie de respiro o de luz, después de tanta oscuridad, que empezó el día de la puesta en escena del campo de concentración.
Parece haber una disociación entre la mirada del niño que produce un extrañamiento y la del adulto que busca comprobar la existencia de ese campamento.
Sí, necesita comprobar los hechos, pero sobre todo entender por qué ocurrió. El narrador se cuestiona por qué ese señor sometió a los niños a semejante prueba. Así, está el adulto queriendo volver atrás y luego está el niño confundido, con su identidad, desubicado en términos del país donde creció pero que no reconoce.
En tu escritura, la violencia siempre está presente, pero no de manera explícita. ¿Tu trabajo como escritor consistiría en buscar ese tono adecuado, lejos del pathos y la hiperviolencia?
Sí, pero es muy intuitivo. Siento que el tipo de violencia, que me atrae en términos literarios, el que está en todos mis libros, es la violencia en potencia. Esa violencia que está siempre por llegar, que tienes alrededor tuyo, quieras o no, que yo siento cada vez que voy a Guatemala, siempre a un paso de que te pase algo, de que te roben, de que te desaparezcan. Hay un telón de fondo de violencia en nuestros países. Y eso sientes, creo yo, cuando lees mis libros, aunque no hay nada violento, sientes que está a punto de pasar algo tremendamente horrible. Eso que tú llamas el tono podríamos llamarlo un ambiente de violencia, algo muy latinoamericano.
Algo que también puede resultar incómodo es que eres muy claro respecto al problema que ha representado para ti ser judío.
Si retrocedes y lees mis primeros libros, te das cuenta de que llevo veinte años diciendo que tengo un problema con el judaísmo. Tengo una incomodidad con el judaísmo, no quiero estar dentro del judaísmo. Y ahora, por todo lo que está pasando en Israel, decir eso no va a gustar. De hecho, ya recibí comentarios en privado, porque sienten que eso fomenta el antisemitismo.
Hay un pasaje en que el niño se da cuenta de la dimensión de adoctrinamiento del campamento: “todo el programa del campamento estaba diseñado para fomentar en nosotros el sentirse un judío entre judíos. Como miembros de un club privado. O como habitantes de una sola comunidad. O como ciudadanos obedientes y bien educados de un Estado, en este caso de un Estado sionista en plena diáspora del altiplano guatemalteco”. Es una afirmación muy fuerte.
Es muy fuerte, pero es algo que todo judío entiende, porque hay una intención de formar una especie de gueto judío en un país. En México y en Guatemala, se dice comunidad judía, en países sudamericanos tienen otra palabra, pero es la misma idea de una sociedad cerrada dentro de la sociedad nacional. El judío mexicano se encierra de cierta manera en su comunidad, se casa entre judíos, va a colegios judíos, centros de recreación para niños judíos. Hay un sistema dentro del sistema. Parte de la función de esos campamentos es fomentar ese sentimiento de comunidad. Lo cual en sí no es malo, pero en el mundo judío es mucho más fuerte. Supongo que es una reacción a la historia que ha vivido el pueblo judío, pero en todas partes es muy claro ese deseo.
También puede resultar complejo entender cuando hablas de lo que significa ser judío en Berlín.
Para mí era muy importante reflejar eso, porque es una historia que se centra en Berlín. Es un judío que vuelve contra los deseos de su abuelo y de su familia a una ciudad que nos expulsó hace varias generaciones. Ser un judío en Berlín, sentirse judío en Berlín es muy fuerte, porque tienes el recordatorio del pasado por todas partes. Hay monumentos, placas, flores... El pasado se vuelve inevitable. Debo enfrentarme con esa parte de mi historia a diario. Nunca me había pasado, pues en Guatemala eso no existe ni con la historia judía, ni con el genocidio. La guerra en Guatemala aún es tabú. No se ha hecho el esfuerzo por recuperar esa historia tan reciente, o por subsanarla.
Es luminosa tu manera de desplazar la historia del genocidio judío y hacerlo ver desde Guatemala. Por ejemplo, cuando el narrador se pierde en la montaña y se topa con dos soldados o guerrilleros, no se sabe bien, y uno de ellos lee la inscripción en la estrella amarilla que le pusieron en el campamento: “Jude, leyó con su voz indígena e infantil, y la palabra, en su boca, no significó nada”. Es como si una historia tan tremenda pudiera no significar nada.
Lo mismo podrías decir si, a la inversa, un alemán tiene que hablar de las masacres en Petén o El Quiché, pues en su boca esas palabras no significan nada.
Sí, se narra el genocidio judío visto desde Guatemala, con la infancia del niño y la recreación del campo, pero también se habla del genocidio de la guerra guatemalteca desde Berlín. Hay una mirada cruzada y una confrontación de esos dos genocidios en una escena muy puntual en Berlín.
Se suele describir tus libros como una interrogación sobre la identidad, pero la identidad como problema pues no tratas de definirla. Vemos cómo el narrador elige esa otra raíz, la indígena, que es silenciosa y parece revelarse solo en los gestos.
Hay una vuelta hacia ese silencio o esa calma que ejemplifica el indígena. Son como un símbolo de la paz en nuestras culturas, lo opuesto a la guerra y la resistencia. Encarnan también ese soportar de una manera estoica y silenciosa. Se trata en realidad de dos gestos. La señora, cuyo nombre desconocemos, pero que salva y cuida al niño. Pero antes está el hombre indígena que entierra mi ombligo y me dice: “Tus raíces están aquí y estarán aquí. Ese ombligo que dejaron tirado en tu cuna y que allá no importó, aquí sí importa”. Es un pasaje muy breve pero muy significativo y es casi un anuncio de lo que viene al final del libro: el mundo indígena es el único que protege al niño.
AQ