Eduardo Lizalde, poeta para jóvenes

In memoriam

Una lectura de El tigre en la casa, el poemario publicado en 1970, puede sugerir la coexistencia de una perfección mortífera encarnada en la bestia mitológica y de una espera tensa personificada en el lector que empuña el sable.

"Mi hallazgo de 'El tigre en la casa' coincidió con descubrir que Lizalde daba un taller de poesía en la FFyL". (Foto: Julio Nevero)
Vicente Quirarte
Ciudad de México /

La tradicionalmente denominada literatura juvenil implica que al joven le están reservados cotos donde se encuentra a salvo de los embates que sufrirá una vez que abandone su huerto cerrado. De tal modo, se le destinan paraísos mediante los cuales su imaginación se concreta en veinte mil leguas de viaje submarino, el hallazgo y defensa de un tesoro en los Mares del Sur, el valiente temor de Alí Babá ante la llegada de sus asesinos. En esa clase de literatura, el lector se mantiene lejos del peligro gracias a que otros libran su batalla: ante la amenaza de que la imaginación se convierta en realidad, le queda el recurso de cerrar el libro y convencerse de que la vida está en la fresca piel de las muchachas, en la velocidad y su presente o en los decibeles altísimos que reflejan sus ansias.

Pero existen otras lecturas, aquellas que nos marcan de manera perdurable, y cuya experiencia también debe probarse en la edad cuando todo nos vulnera. A esa ponzoña inevitable, a esa voluntaria temporada en el infierno, pertenece la poesía de Eduardo Lizalde, y, de manera sobresaliente, la figura que ha elegido y explorado y afinado a través de los años: el tigre que tensa, con su aterradora simetría, las cuerdas de una de las poesías de mejor y más alto timbre entre nosotros. Ahora, al escribir estas líneas, justifico y doy por bien perdida mi edición príncipe de El tigre en la casa, compañera de las derrotas y escasas victorias de mi adolescencia. Yo se lo había prestado a Mario Alberto Mejía, y fue uno de los libros que se llevó hasta su cama de hospital. En el viaje interior que supone toda enfermedad, el tigre se posesionó de mi amigo, a tal grado que con su novia de entonces, me mandó un recado: “Dice Mario Alberto que te despidas de tu libro, porque no te lo va a devolver”. Aun mi excesivo celo por las primeras ediciones se extinguió ante el doble consuelo de que otro se contagiaba de la obsesión lizaldiana y descubría la orfandad del alma a que está condenado el hombre desde su llegada al mundo.

Que el tigre es una mitología ya indisolublemente ligada a Eduardo Lizalde lo demuestra su presencia en las sucesivas ediciones de su obra: el carnicero mayor da título a la summa lizaldeana de Memoria del tigre; el Shere Kahn mortífero duplica su nombre, Tigre, Tigre —homenaje al fulgurante primer verso de William Blake—, en el libro que representa a Lizalde, justamente, en la Biblioteca Joven del Fondo de Cultura Económica; el asesino a rayas nos mira, paciente y seguro, desde la cubierta, obra de Rafael López Castro, de su Antología impersonal; un milenario tigre chino —atroz belleza en vilo— ilustra la primera edición de El tigre en la casa, se prolonga en la cubierta del Disco Voz Viva, de la UNAM, donde el poeta mejora, con timbre de cantante de ópera, una poesía que en la página impresa parece inmejorable. Y si el tigre se ha impuesto a pesar del propio autor a su persona, qué podemos esperar nosotros, de este lado de la página, si quien enfrenta a la poesía de Lizalde debe estar consciente de dos verdades: no le será posible cerrar el libro ni salir sin heridas del combate. Lautréamont advertía no leer los Cantos de su Maldoror teniendo cerca un instrumento cortante. A su vez, Lizalde ha tenido la elegancia de señalar desde el principio esa exclusividad de sus lectores: El tigre del que habla “desgarra por dentro al que lo mira./ Y solo tiene zarpas para el que lo espía”. ¿Puede haber retrato más justo del artista, del adolescente que es, en potencia, siempre artista?

Tarde o temprano nos encontramos con los poetas que nos forman. Nunca agradeceré lo suficiente al destino que mi hallazgo de El tigre en la casa coincidiera con el descubrimiento de que Eduardo Lizalde se hallaba a cargo de un taller de poesía en la Facultad de Filosofía y Letras. Los integrantes, cuatro cuando éramos todos, llegábamos bajo el imperio del sol negro en busca de una verdad que no existía. Entre todos sobresalía Eduardo Hurtado, quien ya era el espléndido poeta que no he dejado de leer ni de admirar. Recuerdo mi envidia al escuchar los elogios que Lizalde hacía de versos suyos, versos que me ayudaron a comprender lo que era la poesía como trabajo: “Pero aquí esto./ Tengo mi oficio./ Jefe de la estación/ sin silbato y sin horario fijo/ con corridas continuas/ al pavor del desierto”. Yo, en cambio, frente al hombre Lizalde que conocía a través de sus poemas, llegaba con un manojo de mal llamados versos —para perjuicio de mi orgullo y de la poesía— recién salidos de la desgracia amorosa. Entonces no sabía que esa contundencia que vuelve tan personal y estremecedora a la poesía de Lizalde tenía detrás a un artista que había eliminado toda pasión inmediata, para escribir sobre la pasión humana. En aquellas sesiones de taller, Lizalde nos enfrentaba al texto, trazaba su geografía y sus relaciones. No se limitaba a la lectura y análisis de poemas; nos llevaba al conocimiento de aquellos escritos que podían darnos una idea más completa de la pugna del hombre con las palabras. Lizalde no era un profesor de academia; por lo mismo, es uno de los contados maestros que he tenido —que sigo teniendo a través de su obra— precisamente porque nunca tuvo piedad hacia mis textos y me enseñó, sobre todas las cosas, que el poema es un objeto autónomo, vampiro de la vida, pero alejado de ella desde el instante en que acepta su propia soledad, orgullosa e insobornable, como lo hace constar en un poema de La zorra enferma:

Todo poema


es su propio borrador.


El poema es solo un gesto.


un gesto que revela lo que


no alcanza a expresar.


Los poemas


de perfectísima factura,


los más grandes,


son exclusivamente


un manotazo afortunado.


Todo poema es infinito.


Todo poema es el génesis.


Todo poema nuevo


memoriza el futuro.


Todo poema está empezando.

Bajo esta óptica de exigencia verbal es preciso leer la Autobiografía de un fracaso, donde Lizalde salda cuentas con las ideas literarias y políticas de su juventud, pero con ello ilustra el derecho del artista a contradecirse y rehacerse. Lizalde aceptó este carácter paradójico de la poesía desde el primer libro cuya paternidad reconoce. Cada cosa es Babel, en su conceptismo y su búsqueda de significaciones antes que en su deslumbramiento verbal, es un manifiesto de la poesía como un trabajo que busca el sentido profundo de la materia con la cual trabaja. Al contrario de poemas extensos de nuestra tradición, Canto a un dios mineral o Muerte sin fin, Lizalde desconfía de las palabras: canta, pero nos advierte del lastre que la palabra —y el lector con ella— debe conocer antes de elevarse. Cuesta y Gorostiza buscan, a través de palabras, las esencias. Lizalde quiere, como Platón en el Cratilo, llegar a la esencia de las cosas que llamamos palabras. Eso explica las sesiones del taller de Lizalde en que trasladábamos al español algunas de las canciones de William Blake. La experiencia demostraba —otra vez Cada cosa es Babel— que aunque el sentido original fuera uno, múltiples eran los afluentes por los cuales las palabras intentaban atrapar al tigre, a la rosa enferma o al niño perdido. No sé si Eduardo Lizalde tiene plena conciencia de que en ese taller nos conducía a practicar lo más rescatable de su poeticismo de juventud: el asedio al auténtico poema, la búsqueda del lenguaje como gran arte, encima de las debidas de casualidad o a los pararrayos celestes. Ahora, a la distancia, creo que sin él pensarlo preconcebidamente, el profesor Eduardo Lizalde era el apócrifo del poeta, un Juan de Mairena que revelaba las estrategias y frustraciones, los triunfos y caídas del poeta y su presa, un heterónimo que nos concedía el privilegio de asistir al laboratorio donde se habían gestado sus poemas.

Con todo, aunque Lizalde es uno de nuestros poetas más conscientes, uno de los que con mayor frecuencia y solidez han reflexionado en su trabajo sobre la factura del objeto verbal, en sus versos la pasión se halla tan sabiamente modelada que el verso parece romper —matraca o cohete el corazón de la noche, guitarrón del solitario, bolero del resentido— sin más recurso que la blasfemia y el coraje. Y si en primera instancia Cada cosa es Babel es el libro conceptual de Lizalde, heredero de nuestra gran poesía simbólica desde Primero sueño hasta Piedra de Sol, la disección que posteriormente hace del felino monarca en El tigre en la casa y Caza mayor, o la exploración que del sentido de las palabras y de sus relaciones peligrosas efectúa en La zorra enferma, reafirman ese afán expansivo y exploratorio de la poética lizaldiana.

Un ejemplo de esta capacidad de transformación lo proporciona de nueva cuenta su animal dilecto. ¿Qué es el tigre? Más allá de la filiación cultural de la fiera, que el propio Lizalde revela en varios poemas, su mayor mérito radica en que, no obstante la repetición obsesiva de la palabra, nunca sabemos a ciencia cierta qué es. En alguna ocasión, cuando una estudiante le preguntó al poeta por qué escribía solo sobre amores desdichados, Lizalde respondió que en el tigre —en el suyo— no estaba contenida sólo la experiencia personal, sino también estaban los bombardeos sobre Vietnam, el hombre de negocios y sus enormes minucias, el borracho itinerante que descarga sus penas frente a la barra de cantina. En esa que ahora entiendo como otra de sus lecciones entre líneas, Lizalde concedía al lector el privilegio de sentir, porque él ya se había tomado el trabajo de pensar. En el último de los casos, el tigre de Lizalde es una creación pura del espíritu, como Reverdy definió a la metáfora moderna, aunque la habían concebido ya Góngora y su gente.

No lo toquemos más, que así es el tigre, puede decir Lizalde; así debe repetirlo su lector, el adolescente que más que solidarizarse al leerlo, se siente acompañado por el dolor del otro, por ése que se ha atrevido a despertar a la fiera, con todas sus devastadoras consecuencias. El tigre es la vida; aliado de la muerte, no deja de temer al tigre de los tigres, y en esa condición caduca, en esa amenaza de extinción, acaso se halle el único consuelo del asunto, Porque si bien sentimos la amenaza de la fiera, debemos tener simpatía por ella, pues sin nosotros no vive. El tigre es el gran mendigo cósmico, el solterón lopezvelardiano, el de la inaudita belleza que atrae y que repugna. Es el otro, el ajeno, el exiliado; es, como cualquier adolescente que se respete, un enorme animal por dentro y fuera, dando golpes de ciego, tirando dentelladas en un mundo donde la vida está pendiente.

***

No haber estado presente en la entrega del Premio Nacional de Literatura 1988 a Eduardo Lizalde me concede el derecho a imaginar la escena. Un tigre —imaginario de tan real— camina sobre la alfombra roja del recinto donde se hará entrega del premio. La presencia del tigre no es advertida por columnas ni escaleras de mármol, ni el Estado Mayor, ni el público asistente a una de las últimas ceremonias del sexenio. Pulido, cebado, musculoso, el tigre se desplaza con la lentitud serena de los reyes. Se detiene, husmea, busca entre ese mar de flashes y corbatas; desprecia la pulida carne de doncellas, los muslos aún firmes de aquella otra hembra, el bien nutrido estómago de flamantes secretarios de Estado.

Por fin, descubre al único mortal que puede verlo: imperceptible casi, introducido a fuerza o por descuido, es su adolescente solo como isla, con una sed que la lluvia enciende con mayor violencia. El muchacho se sabe descubierto y mira al tigre a los ojos; en la mano lleva un libro con la evidente huella de numerosas lecturas. Sin quitarle los ojos a la fiera, descubre lentamente la portada: sobre un fondo naranja, un tigre en el instante del salto.

En el salón, la ceremonia ha comenzado. Para el adolescente y el tigre ha cesado el mundo de afuera. Ambos inician un baile de miradas, un par de rounds de sombra y a distancia. Saben que el encuentro no es fortuito. El adolescente se ha empeñado en trasladar a palabras sus pasiones; las ha encauzado —teatro sobre el viento armado— a través de ríos ajenos donde ha creído apurar su dosis precisa de veneno. Una tarde, en una librería de la avenida Hidalgo descubrió un antídoto que habría de causarle nuevas fiebres: El tigre en la casa de Eduardo Lizalde. Antes sabía de los tigres de Malasia, o del Shere Kahn obstinado en devorar la carne impúber de Mowgli. Y aunque este nuevo tigre salía de un libro de poemas, era todo menos un tigre de papel. Al fin de la lectura, sonrió con la paz de los vencidos.

Bajo la luz de los candiles, la pupila del tigre late al contemplar su presa. Su desconfianza de siglos lo obliga a detenerse, a estudiar el terreno y la distancia. No menosprecia a ese animal bípedo, tan inerme en la selva, tan temible en su propio laberinto. Su deleite no nace de la carne, sino de un apetito más intenso: ese muchacho y otros —incluido el hombre que se sienta al estrado a recibir justos honores— lo han conjurado al descubrir que el amor “es un árbol que da frutos dorados solo cuando duerme”.

Cuando los aplausos atruenan el espacio y los flashes parecen una sola bengala en la noche, el tigre y el muchacho saben que ha llegado el momento. El primero tensa su perfección mortífera; el muchacho es un sable desnudo, pero menos brillante que sus ojos. En el instante del salto, a punto del abrazo mortal, ambos disfrutan la victoria anterior al combate y los dos reconocen su linaje.

Quienes ahí estuvieron me dirán que las cosas no ocurrieron así; pero los lectores de Eduardo Lizalde sabemos que ésta es la verdadera historia. Lo comprendí mejor que nunca cuando, unos días después de aquel noviembre de 1988, en el zoológico de San Diego vi al tigre en un habitat simulado, donde lucía en toda su majestad, presa de nuestra imaginación, dueño de nuestras pesadillas. En su rugido que acaso solo el trueno iguala, quise escuchar el homenaje del tigre al otro tigre, creado por Lizalde a través de las palabras. Estoy seguro de no hablar solo en mi nombre cuando digo que la relativa gloria que les es dado gozar en vida a los poetas, Eduardo Lizalda la tiene en sus múltiples lectores, agradecidos a la exigente hermosura de su tigre de la guarda.

AQ

LAS MÁS VISTAS

¿Ya tienes cuenta? Inicia sesión aquí.

Crea tu cuenta ¡GRATIS! para seguir leyendo

No te cuesta nada, únete al periodismo con carácter.

Hola, todavía no has validado tu correo electrónico

Para continuar leyendo da click en continuar.