El 68 y las izquierdas

Ensayo

Ese año está cargado de contenidos situados como “el principio del fin” de algo: la lucha democrática, las reivindicaciones civiles modernas, los derechos humanos...

Estudiantes sobre un camión del IPN frente a un tanque militar en el Centro Histórico de la CdMx. (Fototeca MILENIO)
Carlos Illades
Ciudad de México /

Los actores sociales, partidos y dirigentes políticos, y los movimientos en pro o en contra del statu quo recurren a la historia para dar un barniz de legitimidad a sus acciones inscribiéndolas en procesos de larga duración que les dan sentido, o situando determinados acontecimientos como punto de partida de algo que se considera fundamental, trascendente y nos concierne en el presente. Es habitual, por ejemplo, asociar a Madero con la democracia y a Lázaro Cárdenas con el antiimperialismo. A contraflujo, hay antihéroes que sirven para la descalificación de los adversarios mediante la simple analogía o estableciendo con ellos una conexión real o imaginaria: pocos quisieran el día de hoy verse vinculados con Huerta, Carlos Salinas de Gortari o Felipe Calderón.

En Europa Occidental y los Estados Unidos la Nueva Izquierda —surgida fuera del comunismo oficial y con la poderosa influencia de la Revolución cubana en América Latina— situó como su momento fundacional el movimiento juvenil de los sesenta. La Liga Leninista Espartaco, de José Revueltas, fue la primera expresión mexicana de aquella izquierda, y el 68, su referente histórico. No es sólo la masacre del 2 de octubre quien insufla la memoria colectiva, también remite al origen de la Nueva Izquierda. Si vale la comparación, el Primero de Mayo evoca la represión de Haymarket, en Chicago, y es el acontecimiento seminal del movimiento obrero moderno.

El 68 está cargado de contenidos descifrables instantáneamente, situados como el origen o “el principio del fin” de algo, sean estos el Estado autoritario, la lucha democrática, las reivindicaciones civiles modernas (aunque cobraran cuerpo en la década siguiente), los derechos humanos, etcétera. De igual forma, los acontecimientos ominosos remiten a la represión del 68 (el “Fue el Estado”, de Ayotzinapa). Ésta es la coordenada histórica de la Nueva Izquierda y preservar su espíritu en el ánimo colectivo llegó a ser uno de sus cometidos. Entre la realidad y el mito, las jornadas de la protesta juvenil sirvieron de modelo para las generaciones futuras y conformaron el aura de los participantes: narrar dónde estuvieron y qué hicieron fue el boleto a la posteridad de algunos de ellos.

En el imaginario lopezobradorista el 68 es marginal. Tanto por edad —AMLO tenía entonces 15 años— como por el nacionalismo revolucionario del priismo en el que el presidente tabasqueño se formó políticamente, además de su simpatía por el Ejército “del pueblo”, el 68 le queda distante. De hecho, el priismo siempre tuvo dificultad con el acontecimiento, dado que el movimiento interpeló frontalmente al régimen de la Revolución mexicana y la Nueva Izquierda apuntaló su legitimidad con su participación en éste. Sólo en el 50 aniversario, y dentro del marco de la transición democrática, pudo hacerse una conmemoración nacional concertada por las distintas fuerzas políticas. Por tanto, no sorprende que López Obrador sustituyera esa marca histórica reintroduciendo la historia patria como referente político. Con esta operación ideológica, el arribo de la izquierda al poder no sería el cierre del ciclo del 68 (más allá del corazoncito sesentayochero de algunos morenistas), sino el nuevo hito del devenir del Estado-nación mexicano, la recuperación de la trayectoria definida por las transformaciones precedentes (Independencia, Reforma y Revolución) desvirtuada por el neoliberalismo, más no por el régimen autoritario contra el que se rebelaron los estudiantes.

Los próceres con los que se identifica AMLO son Juárez y Madero. El presidente oaxaqueño —a quien honró de retorcida manera en la Asamblea General de la ONU— es el ejemplo de tenacidad y patriotismo que salvó a la república derrotando a los conservadores, el gran tópico de las mañaneras; el malogrado revolucionario coahuilense simboliza la democracia, a la cual se le asocia con el martirio de su “apóstol”. Esto no es trivial. El régimen maderista compendia las asechanzas de la reacción y devela el posible fin trágico del proyecto revolucionario. Llena de implícitos, la narrativa con respecto de éste es otro filón del discurso histórico/político presidencial asumido como mantra por sus seguidores: Madero, quien se alzó sobre el fraude de la elección de 1910, gana la presidencia democráticamente tras la victoria militar sobre la dictadura; la tolerancia hacia una prensa libertina socavó su gobierno y permitió hacerse de espacios a la reacción; el golpe de Huerta fue el destino fatal de un presidente noble pero ingenuo. Los paralelos con la historia que López Obrador cree reencarnar y alimenta cotidianamente en las mañanas son evidentes de suyo, con la ventaja de que como el presidente ya sabe lo que pasó en circunstancias análogas, porque considera que la historia es la maestra de la vida, puede tomar ciertas precauciones para evitar la tragedia perfilada por el pasado.

La Nueva Izquierda no consideraba ni circular ni menos fatal el curso de la historia —también se distanciaba de la perspectiva de Octavio Paz a este respecto—, lo concebía como un proceso abierto en que los actores sociales podrían intervenir libre y conscientemente, hacerse cargo del futuro mediante la voluntad concertada y la acción colectiva. El 68 fue para ella el arranque del cambio que el país necesitaba para destruir el molde autoritario que con ese acontecimiento hizo crisis. La democracia para algunos, la revolución para otros tantos, eran el objetivo, pero no cabía duda de que había de superarse el régimen de la Revolución mexicana, el cual parecía dar de sí no obstante haber creado instituciones indispensables. Esa historia sigue abierta y en suspenso dado que el 68 pervive como promesa y el régimen al que se opuso tampoco ha muerto.

Carlos Illades


Profesor distinguido de la UAM y miembro de número de la Academia Mexicana de la Historia. Su libro más reciente es Vuelta a la izquierda (Océano, 2020).

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