Como a todos los hombres y sin que nadie se haya ocupado de prevenirle a uno te nacieron no sólo en el tiempo sino además en la Historia, y habría de tardarte algo en enterarte de que tu salida del claustro materno y tu entrada en el mundo, ocurridas el 29 de marzo de 1934, poco antes o poco después de la medianoche, en una casa modesta de la calle Mies del Valle de la ciudad de Santander, España, hecho advertido tan sólo por tus padres, la partera y acaso no más de media docena de parientes, nadie de ellos célebre, se entretejía, lo quisieras o no, te divirtiera o no, te asustara o no, en la tela de sucesos coetáneos y mundiales de los años Treinta, calificados por un libro de Historia Contemporánea con un inquietante triplete de adjetivos: “germinales, revueltos y confusos”.
¿Eran así esos años en particular o lo han sido todos los días, los años, los siglos, desde el comienzo de la Historia? Y además de ser germinales, revueltos y confusos, y de inscribirse en la gran Historia con mayúscula que abarca siglos y recorre civilizaciones y millones de hombres, tal como bajo el título vasto y panorámico de Decadencia y caída del Imperio Romano la escribía Gibbon, ¿no habrían tenido sus cuotas de trivialidad y de No-Historia, sus minucias cotidianas e intrascendentes, como la compra de unos vistosos calcetines o la descripción de los platillos de una comida, tal como míster Pepys escribía sus tiempos en su sabroso Diario, aunque sin desdeñar recoger alguna vez, y como de paso, un espectáculo tan grandioso e histórico como el incendio de Londres? Tan sólo en el año treintaicuatro, antes y después del veintinueve de marzo, habían sucedido o sucederían miles de hechos grandes, pequeños, medianos, acerca de los cuales, en el momento mismo de suceder, nadie podría decir si eran trascendentes o no, si iban a importar o no para la Historia o siquiera para la vida de uno. Pero una vez, en un rapto de vergonzante cultivo del ego y de propensión a la egografía más que a la biografía, quisiste saberlo, y una tarde de los finales años sesenta, en la capital de México, acudiste a la Hemeroteca Nacional, antes Iglesia de San Pedro y San Pablo, situada en el viejo centro de la ciudad, ahora llamado Centro Histórico, donde, cortésmente atendido por quien resultó ser un conocido en las tareas periodísticas, el joven escritor y erudito en letras mexicanas Miguel Capistrán, pediste la colección de números de un periódico correspondiente al primer trimestre del año 34. Ese es su año de nacimiento, ¿verdad?, te preguntó Capistrán con una sonrisa de disculpa por haber adivinado el verdadero motivo de la solicitud tras el pretexto púdicamente esbozado: la busca de datos para escribir un artículo sobre el cine de los años treinta. Sí, ¿cómo lo sabe?, respondiste preguntando. Porque es la primera vez, dijo Capistrán, que veo venir a usted por la hemeroteca, y lo que generalmente se busca en este caso es los periódicos del año en que nació el solicitante.
Y Capistrán me contaría cuán frecuentes eran quienes pedían las publicaciones de su año natal con algún pretexto como la busca de datos de historia patria o mundial o de vidas de contemporáneos ilustres o de crímenes muy sonados o de guerras civiles e inciviles y mundiales o de temblores de tierra o de catástrofes de la economía o de competencias de natación o de ajedrez o de estrenos de teatro o de cine o ascenso o caída de gobiernos, etcétera, y por lo contrario cuán raro, casi inexistente, era el caso de que alguien declarara, sin pretextos, sin pudores, su interés por las publicaciones del año, el mes, el día de su nacimiento o de su operación de las anginas o de su licenciatura en mecanografía en las Academias Vázquez o del encuentro de la mujer o el hombre de su vida o de las fechadas noches en que vio por primera vez bailar a Isadora Duncan o a Tongolele o se jugó el más apasionante partido de futbol visto en su vida, porque se diría que cuando con esas intenciones vamos a una hemeroteca, o a cualquier otro almacén de días y de datos, llevamos la vergüenza de saber, como sabía ya el calderoniano príncipe Segismundo, que “el pecado mayor del hombre es haber nacido”.
Y luego, sentado ante una de las largas mesas de madera al pie de los coloridos vitrales de Roberto Montenegro contra los cuales picoteaba la lluvia, comenzaría el ego de uno, hojeando las grandes páginas no defendidas por su venerable amarillez, a explorar el año 34. Exploración que se continuaría poco a poco, y hasta ahora, a través de recuerdos de la familia y de los amigos, a través de revistas y periódicos y libros y fotos y películas y discos fonográficos y más tarde programas de televisión y videocasetes y los propios sueños y pesadillas y hasta las mentiras que se contaba y le contaban a uno. La busca a veces ardua y a veces entretenida ha arrojado un solo y evidente resultado: el sentimiento de que en efecto el año 34 fue quién sabe si germinal pero sí revuelto y confuso, y que uno, tras haberlo interrogado a lo largo, a lo ancho, a lo alto, en superficie y a fondo, si es que un fragmento de tiempo o todo el Tiempo tienen fondo, empieza a sabérselo bastante bien al pormenor, es decir en fechas y sucesos y cifras y nombres y rostros, etcétera, pero cada vez estarás más lejos de hacerte una idea de él en conjunto y en esencia, es decir como momento significativo ya no digamos en la Historia mundial sino meramente en la pequeñísima historia de uno, de ti. Y uno se acuerda de la declaración de Groucho Marx, de falaz bigote y cigarro fálico, a la frondosa, inocente, millonaria Margaret Dumont, y lo aplica al Año 34: “El aire, el mar, el viento, las nubes, el cielo, la luna, el universo entero, me recuerdan a usted; absolutamente todo me recuerda a usted... menos usted”. O se acuerda de que el filósofo Henri Bergson, con bigote mucho más auténtico y serio que el de Groucho, aunque copiaba el de Charlot, personaje que no fue serio mientras no lo echaron a perder los filósofos, le había dicho a sus lectores y alumnos de filosofía: “El tiempo es invención o no es nada”. ¿Entonces, el tiempo no era real? Pero si el tiempo no lo era, podría ser que tampoco la realidad lo fuese.
Y sin embargo, la lluvia dedaleaba en los vitrales como una verdadera lluvia, y Capistrán estaba allá en su escritorio como un fantástico capitán de la hemeroteca pero a la vez certificado como un conocido de mi realidad profesional y cotidiana, y un catarro nada teórico se insinuaba en mi organismo, certificado en uno de mis bolsillos por una cajita de pastillas de poderosas aunque consabidamente ineficaces unidades de vitamina C.
Luego todo eso era real, el periódico era real, el año 34 era real. La humana propensión a la egografía supondría que dicho año era además real porque uno, en ese instante, escondiendo su mano y un lápiz de la mirada de Capistrán, podía añadir en un margen de las páginas del periódico, imitando mal que bien la letra de imprenta, la noticia retrospectiva de su nacimiento: NACE EN SANTANDER JOSÉ DE LA COLINA. / 30 de marzo de 1934. Ayer, a las doce de la noche, en la calle Mies del Valle de la ciudad de Santander... Pero no era necesaria esta furtiva falsificación destinada a servir a la verdad, la verdad de uno, al menos, porque se daba la rara coincidencia, ¿o acaso eso les sucede a todos los hombres nacidos en cualquier época?, de que, a juzgar por el viejo periódico entre las manos de uno, casi no había en el año 34 acontecimiento grande o pequeño que no tuviera o habría de tener alguna relación directa o muy indirecta con uno, aun si uno gozaba o sufría de una inmensa cantidad de importancia histórica nula.
Así, por sólo presentar unos cuantos casos, en ese año, en octubre, en la España republicana, estallaron las revoluciones de Cataluña y Asturias, y las sindicales obreras UGT socialista y CNT anarcosindicalista habían declarado la huelga general, por lo cual en Santander fue encarcelado uno de los activistas de la huelga, el tipógrafo cenetista Jenaro de la Colina, padre de uno desde hacía unas semanas o unos meses; y en Venecia se abrazaron (¿en una romántica góndola, al son de la Barcarola de Offenbach?) el dictador alemán Hitler y el dictador italiano Mussolini que dos años más tarde enviarían aviones a bombardear la tierra de uno y soldados a matar al padre de uno; y en Bélgica Leopoldo III ascendió al trono para poder tres años más tarde recibir en Bruselas a uno con su madre y su hermano como refugiados de la guerra de España que entonces aún crepitaba; y en México fue elegido presidente el general Lázaro Cárdenas para que seis años y unos meses después uno y su familia fuesen acogidos en ese país que es éste en que ahora uno escribe sus recuerdos; y en China el derrocado último emperador chino, Pu Yi, fue nombrado por los invasores japoneses emperador títere de Manchu Kuo, y del mismo se haría en cincuentaitrés años más tarde una película precisamente llamada The last emperor en la cual la esposa, la emperatriz Wang Yung, sería interpretada por la hipnóticamente bella Joan Cheng, facsímil de la mesera de un mexicano café de chinos: Rosa Li, de la que uno se enamoraría en los años cincuenta; y en Canadá nacieron las quíntuples Dionne que en los años cuarenta, desde anuncios en periódicos, revistas y carteles en las farmacias, lo perseguirían a uno con su perfecta, sacarinosa, quíntuple sonrisa para mayor esplendor publicitario de la crema dental Ipana o Forhans o Kolynos; y en el Palacio de las Bellas Artes de la Ciudad de México José Clemente Orozco pintaba el mural Katharsis, una debacle civil, histórica y simbólica, con la espléndida y vulgar puta morena de rostro achinado riendo bocarriba, sus dientes y pechos y muslos y collar de perlas ofrecidos en primer plano para impresionar eróticamente catorce o quince años después a uno; y en Hollywood Ginger Rogers, tan parecida a Angelines, la tía de uno, y Fred Astaire, a quien tanto admiraría uno aun si uno casi nada aprendería de su arte, bailaban ante las cámaras cinematográficas el “Continental” para la película La alegre divorciada, que, gracias a la videocasete, sería incesantemente vista por uno; y nacieron José Luis Cuevas, Gerardo Deniz, Huberto Batis: un futuro pintor y dos futuros escritores que iban a ser amigos de uno; y...
Y concluirás aquí el recuento porque no habría posibilidad de dar una idea de la cantidad de hechos ocurridos en el mundo que podrían caracterizar un instante del tiempo, no digamos ya todo 1934, o un mes o una semana o un día de ese año, sino meramente el tiempo de por ejemplo tu confuso, revuelto y germinal primer latido.
AQ