Recuerdo muy bien que los domingos, después de almorzar, mis hermanos y yo salíamos con mi padre en el auto. Cuando le preguntábamos qué estábamos haciendo, siempre contestaba con la voz más natural y un leve tono recriminatorio: “Paseando”. En alguna otra ocasión nos dijo que habíamos salido a “dar vueltas”. Esas vueltas o paseos nos llevaban a veces a zonas lejanas de nuestra casa. Yo notaba claramente por la manera como mi padre manejaba el auto, que no tenía ninguna noción prevista de hacia dónde iba. Simplemente estaba yendo de un lugar a otro, para improvisar por dónde seguir.
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Dar vueltas, pasear, ir de un sitio a otro, sin adivinar lo que vendrá, es una costumbre casi perdida. Hoy en día hay paquetes turísticos que muchos toman para viajar con un destino fijo. Viajar, a diferencia de pasear, es una obligación una vez que compramos un billete con día y lugar definidos. Sin embargo, “dar vueltas” es un arte perdido por una serie de razones que parece ocioso enumerar. Recuerdo mucho la frase con la que Walter Benjamin inicia su Infancia en Berlín: “Importa poco no saber orientarse en una ciudad. Perderse, en cambio, en una ciudad como quien se pierde en el bosque, requiere aprendizaje”. Hoy en día es más difícil perderse. Siempre hay un dispositivo en el celular que nos dice dónde estamos. Por supuesto que la tecnología es un beneficio pero en cierto modo también es una desgracia que ya nadie se pierda.
Creo que gracias a esa costumbre impuesta por mi padre, no he perdido el pequeño sentido de la aventura que supone dar una vuelta por el barrio donde vivo o por otro. Ayer en la mañana, me detuve frente a la fachada de una casa que parecía una declaración de guerra al mundo, con sus columnas rojas encendidas. Otro día, encontré un árbol que ascendía con varias ramas entrelazadas, como si cada una de sus partes estuviera colaborando con la otra. Hace poco encontré dos ardillas mirándose con los ojos desmesurados. Y algunas veces las nubes nos muestran sus historias. Algunas de ellas lucen como ejércitos poderosos, buscando colonizar las otras, delgadas y desamparadas, que están cerca.
El poeta peruano José Watanabe contaba que su padre en Laredo, en la costa norte del Perú, lo llevaba a pasear antes de cada mediodía a los campos cerca del mar. En esos casos, el señor Watanabe no le hablaba a su hijo. Solo quería que observara toda la vegetación. Esos paseos, confesaría el poeta, iban a influir en las visiones que nos siguen ofreciendo sus magníficos poemas.
Los paseos por otro lado siempre son lecciones que uno recibe de uno mismo. Mirar adentro y afuera, pasear reconociendo lo que nos rodea, es un modo de incentivar los dones de la observación. Cada paseo, incluso a los mismos lugares, es distinto como bien saben lo que han aprendido a mirar. Recuerdo la frase de Proust. “Si uno mira un objeto cotidiano de un modo atento, siempre descubrirá que se trata de un pequeño milagro”.
AQ