Las mujeres fueron un dolor de cabeza para el escritor y editor piamontés Cesare Pavese. La primera vez que una mujer rechazó su propuesta matrimonial, el entonces colaborador de la editorial Einaudi acabó en la cárcel como preso político. Ella era Battistina Pizzardo o Tina o “la mujer de la voz ronca”, como él la llama en sus memorias, El oficio de vivir. Por otra mujer que no quiso casarse con él, Pavese se suicidó poco antes de cumplir los 42 años. Se trataba de la actriz norteamericana Constance Dowling, tan bella, esquiva y banal como su breve papel en la película El ángel negro (1946).
A Pavese, que siempre se mantuvo al margen de la política, lo apresaron en 1935 porque encontraron en su apartamento cartas subversivas que Bruno Maffi enviaba a Tina. Ella, además de ser una joven y bella maestra de matemáticas y latín, era firmante del Manifiesto de Intelectuales Antifascistas de Benedetto Croce; había sido encarcelada con anterioridad y la policía del Estado controlaba su correspondencia. Por esas cartas, Pavese pasó un año en la cárcel. Incluso al salir libre, a pesar de que entre él y Tina “no había pasado nada”, como ella declaró, Pavese insistió en que se divorciara del comunista polaco Henek Rieser y se casara con él “para poner fin a su atormentada existencia”.
En apariencia, la relación de Pavese con las mujeres roza la infatuación juvenil, y esa era la personalidad que el poeta proyectaba al exterior. Natalia Ginzburg, su colega de la editorial Einaudi, de la que Pavese llegaría a ser editor principal, describe en su libro Las pequeñas virtudes la inmadurez de su amigo: “Algunas veces estaba muy triste, pero durante mucho tiempo nosotros pensamos que se curaría de esa tristeza cuando se decidiera a hacerse adulto, porque la suya nos parecía una tristeza como de muchacho, la melancolía voluptuosa y despistada del muchacho que aún no tiene los pies sobre la tierra y se mueve en el mundo árido y solitario de los sueños”.
En el plano de la realidad tangible, quizá esas dos pasiones fallidas en la historia amorosa de Cesare Pavese sirvieron como detonantes para motivar la expresión escrita de sus cavilaciones. Fue en la cárcel donde comenzó a escribir sus memorias y los poemas de Trabajar cansa, y sus libros de narrativa se comenzaron a publicar al año siguiente. Y fue precisamente su relación con Constance Dowling, del 11 de marzo al 11 de abril de 1950 (como consta en la fecha de las cartas del poeta a la musa), la que dio origen a los diez poemas que forman su libro póstumo Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, donde expresa la melancólica añoranza del ser amado imposible.
Con esa idea que proviene del romanticismo, los lectores hemos armado el cuadro perfecto del poeta sensible que, atormentado por una decepción, decide quitarse la vida. Pero olvidamos que Pavese procede de otra madera: es un neorrealista, y con la sangre caliente del italiano que también es, desmiente esa idea vulgar y estereotipada en una declaración de principios de El oficio de vivir: “Uno no se mata por el amor de una mujer. Uno se mata porque un amor, cualquier amor, nos revela nuestra desnudez, nuestra miseria, nuestro desamparo, la nada”. “Nadie se suicida”, dice Pavese; “la muerte es destino”.
Las líneas que garabateó sobre la primera página en blanco de un ejemplar de Diálogos con Leucó antes de ingerir el frasco de pastillas que le quitaría la vida no son las de un hombre al borde de un colapso depresivo. Al contrario, hasta hay en ellas buen humor: “Perdono a todos y a todos pido perdón. ¿De acuerdo? No hagan demasiado chisme”. O sea, pueden hacer chisme, pero no exageren. Tal como hacían los dioses griegos, con toda su mundanidad, en las conversaciones de ese libro extraño que Pavese prefería sobre todos cuantos escribió, y que de esta forma lúgubre legó como testamento literario.
En su libro sobre el suicidio, cuyo título toma un verso de W. B. Yeats, El dios salvaje, Al Alvarez menciona que “para Cesare Pavese [el suicidio] fue tan inevitable como el siguiente amanecer, un acontecimiento que ni todo el éxito, ni los elogios lograron postergar”. Efectivamente: la efervescencia interior del poeta inspirado, del intelectual culto (especialista en Walt Withman; traductor de William Faulkner), del escritor de talento, del reconocido editor, no tendía a la nada, sino al todo; aunque disfrutaba de momentos simples y placeres sencillos (como destaca en sus poemas), no le bastaba la vida breve sino que anhelaba la larga y luminosa eternidad.
Comparto el punto de vista del traductor colombiano Hernán R. Vargas, quien realizó el año pasado una versión de Trabajar cansa para Fallidos Editores, de Medellín, Colombia: “Son aspectos de la vida los que iluminan algunos pasajes de la obra y no la obra la que da cuenta de la trivialidad de la existencia de cada uno, aunque la justifique”. En ese sentido no importa la anécdota del suicidio en cuanto a sus detalles morbosos en relación con las lamentaciones en verso de “una vida llena de soledad y amargura”, sino por el contrario, lo que cobra importancia es la brillantez de una propuesta literaria original y vibrante que revela la condición humana individual y aislada de cada uno de nosotros. Esta perspectiva honra lo que afirmaba Pavese con respecto a que “la poesía es un trabajo (un mestiere), más que un velo misterioso [...] y la literatura una enfermedad (en el sentido más amplio de pathos)”.
Esa vertiente empática, que se conecta con el sentimiento y no con la razón, vendría a ser el pathos pavesiano. Por eso la literatura tiene sentido sólo si es inaugural, si nos hace vibrar con las fibras de la naturaleza primaria y no si se nos explica o justifica a partir de las convenciones de la teoría literaria o de la historia de la literatura.
Comenzar desde el principio, otra vez, cada vez, como si con cada palabra inauguráramos el mundo nuevamente. Eso es lo que propone Cesare Pavese en “Del oficio de poeta”, las tres páginas en las que resume su peculiar poética, y que concluyen con un llamado a recordar el fin último de la literatura, que es la comunicación entre dos seres iguales, ni más ni menos. Para conseguir eso que parece tan trivial, se requiere claridad, es decir, respeto por el que habla y por el que escucha, no sólo en cuanto a lo que se dice y cómo se dice, sino atendiendo también a lo que escucha e imagina el lector. En las palabras recae esa responsabilidad. Es a través del lenguaje que el escritor y el lector pueden llegar a compartir universos unívocos, nuevos o al menos renovados: “El arte, como se dice, es una cosa seria. Es por lo menos tan seria como la moral o la política. Pero si tenemos el deber de apoyarnos en éstas con aquella modestia que es la búsqueda de claridad (caridad hacia los otros y dureza para nosotros); no se ve con qué derecho, ante una página escrita”, sentencia Pavese, “olvidamos el ser hombres y que un hombre nos habla”.
ÁSS