Los golpes ayudan pero no resuelven el tema. A pesar del puñete mediático en la ceremonia del domingo pasado, cada vez hay menos espectadores para el Oscar. La razón es que cada vez menos gente va al cine. Coda, la película premiada, fue lanzada por una empresa de streaming, lo mismo que la otra candidata El poder del perro. Se acaban los teatros, se acaban las salas enormes donde se apagan las luces y se encienden las fantasías. En un pasaje de Rayuela, la Maga afirma que “soy capaz de caminar una hora bajo el agua si en algún barrio que no conozco pasan Potemkin y hay que verla aunque se caiga el mundo, Rocamadour”. Hoy pocos caminan, casi nunca una hora y menos bajo el agua. Ahora vemos películas en casa, con una cerveza, un cigarrillo o un taco, confrontando el celular y el timbre de la calle. Antes se apagaban las luces y no había más sonido que el de los sueños. Hoy hay una lustradora en el cuarto de al lado. Antes el cine era una ceremonia celebrada en un teatro, la versión moderna del templo. Hoy ocurre en cualquier lugar y a cualquier hora. En el dormitorio, en el comedor, en algún cuarto.
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Las salas se van despoblando. De las diez películas nominadas al Oscar, nueve no alcanzaron a ganar más de cuarenta millones de dólares en la recaudación doméstica, una cantidad ridícula. Según The New York Times, la suma acumulada de ganancias de las diez películas nominadas es la cuarta parte de lo que recaudó El hombre araña en Estados Unidos. Nuestros padres veían anuncios de neón, luces disparándose al cielo oscuro, actores y actrices llegando a la alfombra roja. Eran señales del lugar que el cine ocupaba en nuestras vidas. El estreno más célebre fue el de Lo que el viento se llevó en diciembre de 1939, al que asistieron algunos veteranos de la Guerra Civil americana. Ajustados los cálculos de la inflación, Lo que el viento se llevó es la película que más dinero ha hecho en la historia del cine, trescientos noventa y tres millones de dólares de entonces. La película ganó diez estatuillas del Oscar y se convirtió en un punto de referencia. Hoy algunos podemos repetir frases de su diálogo y revivir los rostros de Gable y Leigh.
Es cierto que también repetimos algunas frases de series estupendas como Sucesión o Bridgerton. Pero nadie llora con ellas como nuestros padres con Casablanca. El lugar del cine (real e imaginario) ha desaparecido. Al buscar públicos jóvenes, las productoras han hecho películas banales como Batman y El hombre araña, donde cuenta el héroe, no el actor que lo encarna.
Claro que seguirán haciéndose algunas buenas series. Pero las veremos en casa. El ritual de la oscuridad, de la pantalla grande, la idea de apartarse del mundo para asistir a una ceremonia sagrada, se ha terminado para siempre. Esa magia ha desaparecido. El fuego de antes ha sido reemplazado por el chispazo de un encendedor junto al cenicero. La vida solo ocurre en episodios de una serie. Y eso no lo resuelve un puñete, aunque estuviera bien dado.
AQ