• El código Clapton

  • Música

Los dedos y las manos del dios británico se apoderaron de la atención de miles que, hipnotizados por la imagen y los sonidos, siguieron con religiosidad pagana su deslumbrante rito en el estadio GNP la noche del 3 de octubre.

Adrián Acosta Silva
Ciudad de México /

La noche del 3 de octubre en el oriente de la Ciudad de México se llenó durante un par de horas de los sonidos acostumbrados del tráfico urbano y de los aviones que entraban y salían del aeropuerto como ruidos de fondo de un incendio de guitarras, baterías, teclados, pianos y coros que salían de un estadio cercano (el GNP), donde más de 30 mil fanáticos rugían al compás de la voz y la guitarra de una de las leyendas vivientes del rock clásico, Eric Clapton.

La elegancia y la fuerza del más famoso de los rockeros británicos vivos se adueñaron del escenario y de la atención de los miles de asistentes al concierto. Si la guitarra eléctrica se convirtió en el instrumento-insignia del rock, sustituyendo al sax como instrumento dominante de la era del jazz y el blues en la primera mitad del siglo XX, es gracias al estilo y las brújulas sentimentales que imprimieron Robert Johnson, B.B. King, Jimi Hendrix o J.J. Cale a la sonoridad guitarrera, de cuyas aguas bluseras bebió con generosidad Clapton, para luego convertirse él mismo en el mejor guitarrista de la historia del género. El “cuerno del diablo”, como le llamaron al saxofón los defensores de la música clásica de comienzos del siglo XX, cedió su lugar a la guitarra eléctrica como el “trinche del demonio” bajo el imperio del rock durante la segunda mitad del siglo.

¿Qué explica esa transición? ¿Qué representa la centralidad de las guitarras Les Paul, Gibson, Stratocaster o Fender que blanden como espadas los artífices de los grandes riffs del género rockero? Una de las posibles respuestas es que las guitarras hablan un lenguaje propio. Son herramientas que expresan sentimientos y emociones que van más allá de las palabras, formas y sonidos que transmiten señales múltiples y contrastantes, de alta intensidad, que describen abismos, valles y cimas delirantes, que convocan a los espíritus de la melancolía y la nostalgia, de tristezas infinitas y alegrías breves, que estimulan la imaginación y trazan los mapas de la educación sentimental de quienes las ejecutan y de quienes las escuchan. Los largos solos que ejecuta Clapton son una muestra de que la gramática profunda emanada de las cuerdas de una guitarra eléctrica adquiere sentido en los contextos adecuados. Y los conciertos frente a multitudes son eso: atmósferas, ambientes y lugares que son gobernados brevemente por la sintonía del corazón secreto de la guitarra.

“Sunshine of Your Love”, “Hoochie Coochie Man”, “Crossroads”, “Before You Accused Me”, “Cocaine”, “Old Love”, desfilaron lentamente por el escenario y las pantallas gigantes del GNP, ejecutadas con la legendaria maestría de uno de los dueños históricos del oficio. Por momentos, los espíritus de Robert Johnson, Willie Dixon, Muddy Waters, J.J Cale, Blues Breakers, Cream, Yardbirds, Blind Faith reaparecieron fugazmente bajo el cielo nocturno de la Ciudad de México. Con una voz que conserva la sobriedad y el tono, Clapton (Ripley, Inglaterra, 1945) ejecutó la guitarra como si tuviera veinte años pero con la experiencia que solo proporcionan sus casi ochenta. Los dedos y las manos del Dios británico se apoderaron de la atención de miles que, hipnotizados por la imagen y los sonidos que gobernaban la noche seguían, con religiosidad pagana, las notas de la guitarra en manos del británico. “Clapton es Dios”, la frase pintada en los muros de las calles de Londres en los años sesenta, ahora se comprendía a plenitud en suelo mexicano, mientras que los grandes solos de guitarra, desgarradores y potentes, acompañados por el piano de otra leyenda viviente (Chris Stainton), obedecían fielmente a la voluntad del Señor.

En el horizonte de pérdidas que se acumulan en el campo del rock, sobreviven algunas de las figuras que alimentan las emociones, los mitos y las leyendas de varias generaciones. Esa capacidad de supervivencia obedece a varias razones y circunstancias. A los viejos héroes vivos del rock que brillaron con la luz de los años sesenta (Bob Dylan, Van Morrison, Neil Young, Mick Jagger, Keith Richards, Paul McCartney), los acompañan las sombras de muertos recientes que ocurrieron en la tercera década del siglo XXI (Tom Petty, Jeff Beck, David Crosby, Robbie Robertson, John Mayall). Esa mezcla de figuras y sonoridades del presente y el pasado, de muertos y vivos, habitan la resiliencia de quienes, como Clapton, persisten en la constante reinvención de una tradición.

Las noticias de la neuropatía que afecta desde hace años los nervios de las manos Clapton, o de la sordera causada por los altísimos decibeles que ha soportado en sus cientos de conciertos, pasaron desapercibidos para la multitud. Solo en la última parte del concierto Clapton tuvo que colocarse unos protectores en las muñecas, quizá para evitar el enfriamiento de sus manos, o tal vez por pura prescripción médica. Justo a la hora y media de iniciada su actuación, el músico y su grupo se despedían de los asistentes, que ovacionaron de pie a uno de los grandes iconos del rock clásico.

Al final, la sensación que flotaba en el ambiente nocturno era la de haber participado en un ritual pagano, oficiado por una de las grandes leyendas del género que surgió de la profundidad de los pubs y pequeñas salas de concierto londinenses de los años sesenta. Al observar y escuchar el ritual y al oficiante quedaba también una pregunta, cuya respuesta no está en el viento: ¿quién es Eric Clapton? ¿Qué representa su figura y trayectoria? Y un acercamiento al abanico de explicaciones posibles a estas preguntas es que Clapton confirma que no solo es un músico excepcional, sino que representa un código, un método, un estilo de ejecución cuyas raíces son profundas y sus expresiones resultan siempre asombrosas. Slowhand es un intérprete calificado de los espíritus de su época, la encarnación de sonidos y entornos que representan, tal vez como en ningún otro músico contemporáneo, las difusas relaciones entre la fe y los sentimientos, entre las creencias y convicciones, que articulan una cultura compleja que es la sumatoria azarosa de mezclas impuras. Pero no solo eso. Muestra también que uno de los grandes afluentes del rock, el blues, sigue siendo una fuente de emociones e inspiraciones para uno de los miembros de la generación de los “hijos de la guerra”; una fuente cuyos ríos profundos corren por debajo y encima del piso duro de sus experiencias vitales.

Tal vez por eso, el prematuramente fallecido escritor norteamericano David Foster Wallace apuntó alguna vez que la escritura y la música representan, sobre todo, estados de ánimo. Sus hechuras son posibles gracias a la dictadura de la persistencia y el trabajo duro, siempre acompañados en dosis imprecisas por la inspiración y al entusiasmo de sus creadores. Pero para el autor de La broma infinita hay un factor de motivación que está al inicio de todo proceso creativo: la diversión. Si la diversión se evapora, todo se pierde, palidece o se desvanece en el ánimo de los escritores y los músicos. Y Clapton es un músico que aún lo hace (como se titula uno de sus discos de la década pasada, I Still Do, de 2016), que conserva la diversión como el combustible de su oficio, a pesar de las limitaciones que imponen los padecimientos de la edad o la fuerza de las circunstancias de una era poblada de señales depresivas, que fracturan y polarizan los ánimos y las interpretaciones. Quizá eso explica la vitalidad que mostró esa noche en la Ciudad de México: el músico al que aún le divierte lo que hace, y que lo comparte generosamente con sus comensales e invitados de ocasión.

AQ

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