El color de la hierba | Por Perla Muñoz Cruz

Literatura

Este es un fragmento de una novela en preparación, cuyos escenarios salvajes orillan a sus personajes a una soledad hiriente. Es una historia donde la tragedia revolotea sin cesar, como suele hacerlo entre quienes viven en la miseria.

"Entre los maizales secos, el sudor resbalaba por su espalda". (Unsplash)
Laberinto
Oaxaca /

Fue entonces cuando Cecilia se encontró caminando de prisa, huyendo de los alaridos de la periferia, desplomándose cada vez que su pierna chueca se acalambraba y la retorcía el dolor. “Apretaba en mis puños los dientes de oro de mi abuela. Una noche antes mi maá se había colgado de una de las vigas más machotas de la casa. No sé, ella lloraba y decía, ella gritaba y tocaba mi frente y decía que me iba cantar, decía pus que me iba a matar, dixie dixie dixie, corazón inquieto, duerme duerme, cantaba, duerme corazón salvaje… yo apretaba en mis puños los dientes de oro, tan raramente curveados que parecían bichos, parecían mayetes jorobados… A los de la Periferia nos llamaban “los destentados” porque dizque que nunca teníamos dinero, que lo único que nos quedaba eran los dientes de plata, o los dientes blancos y filosos y eso valían monedas de la gran Ciudad. Pues eso dicen. Eso mismo. Mi maá los tenía amarillos como todos nosotros”.

Cecilia se fue metiendo por el campo, entre los maizales secos, debajo de las nubes que parecían bolas de sebo deshaciéndose con el sol. El sudor le resbalaba por su espalda, le brotaba detrás de sus orejas. Cruzó el valle de los alucinados, un collar de ramas ariscas. Más allá, la tierra era arcillosa como si en ese punto no hubiera más que olvidos y sus fantasmas. En el Valle de los Alucinados existía una minúscula planta del color de la podredumbre que crecía debajo de las piedras y daba la fuerza del caballo, la del toro, la de la avispa. A veces torcía la piel, deshaciendo la cara en un par de horas. “Sentí sed y pensé en el llanto de los pájaros que hacen la lluvia. Estaba cansada. Mi piel estaba roja e hinchada. Busqué un lugar debajo de los mezquites y vi hacia ese otro lado. Distinguí a los policías que vigilaban las líneas negras que marcaban el final de la periferia y el inicio de la Ciudad. Me tiré sobre la hierba y mis dedos rozaron con el sudor del pasto. Tenía sed. Como chivito comencé a meterme la hierba a la boca. Era amarga, demasiado amarga. Masqué y después la escupí. Era insoportable. La lengua me picó. Los labios se me partieron, se caían en pedazos. Sentí la cara caliente y pensé que me iba a estallar. Cerré los ojos lo más que pude, pero veía aún con los ojos cerrados. Y la vi… ¿Maá?, le grité. Tenía un olor asqueroso, como a río de moscas y ranas muertas. Su cuerpo estaba colgado y su cabeza con los ojos salidos me miraba. Mi mamá, mi pobre mamacita había perdido a Yela, su nena, la bilola que le decía yo pues. Ella, mi maá me decía cárgala y yo la cargaba, me decía, cuídala, y yo no dejaba de verla. Mi mamá salía a trabajar y se tardaba mucho. Me aburría de ver a Yela, aunque era una bebé hermosa. No estaba torcida como yo, no tenía los ojos sumergidos por los dedos del creador, sino grandes y brillosos. Yela era hija de un Ángel, pensaba a veces. Yo solo fui hija de un borracho…Mi mamá lloró y lloró sin descanso…Desde ese instante su corazón se había vuelto un caracol vacío. Mi mamaíta lo inundó todo de sus lágrimas y mocos. Extendía sus manos hacia el cielo y le pedía al misericordioso: “Que dios te tenga en su gloria”.

        —Cecilia, ¿Por qué te fuiste y dejaste que él le metiera los dedos, sus manos, el puño? —me preguntó, mirándose sus pezones.

Los trastes estaban regados por todas partes. Miraba el techo de lámina y las arañas patonas y transparentes.

        —¡Ven mi pequeña Cecilia, ven que te daré de comer de mi pecho, de mi tristeza!

Me acerqué y busqué el pecho de mi madre.

        —¿Sientes mi amargura? Bébela, Cecilia y púdrete con ella. Anda y no regreses nunca hasta que te manches con su sangre. Solo así Dios sabrá de tu arrepentimiento —dijo mirándome con tirria.

Agustina tomó el rosario de piedras blancas que el padrecito de la capilla le regaló. Ella sabía que no habría calma nunca, no hasta que Cecilia y ese hombre se partieran en mil pedazos. “Que Dios me guarde en su santísima gloria”, dijo y se ató la soga al cuello y se colgó.

Cecilia con sus dedos tibios rozó los dientes brillantes metido en una de las bolsas de su vestido. Estaban ahí todavía. Se levantó y dio un pequeño vistazo alrededor. No había nadie, solo polvo y piedras. Arrastró su piernitas, su pie chueco y continuó sin que nada la detuviera. Atravesó el valle de los Alucinados y tocó con sus dedos pequeños, como pezuñas de cerdo aquella línea negra que dividía la periferia y la Ciudad.

G.O.

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