La corriente de cine que más ha influido en América Latina es el neorrealismo italiano. Es necesario reconocer, sin embargo, que lo que significa el movimiento no queda aún del todo claro. Una y otra vez, se dice, por ejemplo, que nació en la posguerra, lo cual es falso; se discute quién acuñó la frase. Ni siquiera estamos seguros de no estar hablando de un movimiento francés. Lo que sí puede decirse es que el neorrealismo entiende al arte en controversia con Vittorio Mussolini, hijo del Duce, quien se empeñó en producir en Italia eso que hoy llaman los estudiosos Cine de teléfono blanco o calligrafismo, sendos movimientos de aspiraciones burgueso-californianas.
Pero, mejor parafrasear al protagonista de El muelle, obra francesa de 1938: el arte debe buscar la belleza en las fricciones cotidianas entre realidad, historia, poesía y metafísica. ¿Por qué? Para resistir al cine fascista que quiere entretener con discretas dosis de propaganda.
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El Conde (disponible en Netflix) es cine de resistencia contra el lugar común. En este sentido hereda del neorrealismo una abierta actitud antifascista. Poco importa que los actores sean profesionales y que goce de una magnífica producción. El realismo poético va más allá del hecho formal. Alfredo Castro quien no hace mucho actuó en Tengo miedo, torero sirve a Pablo Larraín, director de El Conde, para burlarse del dictador, claro, pero también de personajes que la propaganda suele presentar como “gente decente”.
En el 2011 tuvimos que aguantar un elogio de La dama de hierro sólo por la magnífica actuación de Meryl Streep. Exactamente en ello estriba la diferencia entre los hijos de Hollywood y los hijos del neorrealismo. Larraín se mofa de esta asesina poniéndola a la altura de Pinochet. Además del jactancioso acento de la primer ministro británica, el director de El Conde se mofa de todos aquellos que traten de encontrar algo “noble” en la monarquía inglesa y, claro, de todos esos chilenos (algunos incluso socialistas) que apoyaron a Pinochet. En este sentido, El Conde puede resultar tan incómoda para el lugar común de este país como la novela Nocturno de Chile, de Roberto Bolaño.
Pero Larraín critica, además, desde la ligereza de quien ha aprendido a reír ante quien pueda pensar que la mancuerna Pinochet-Thatcher sólo reaccionó a la locura de otro fascista (en este caso argentino) cuando en realidad produjeron los siniestros asesinatos de la Generación Austral que combatió en Las Malvinas. Y si, lo que sucedió resulta tan siniestro que resulta poco comparar a Pinochet y a Thatcher con vampiros.
El Conde tiene la profundidad política y la belleza de Underground, de Emir Kusturica. Es una hermosísima farsa contra el fascismo que no sólo se burla del Pinocho (su nombre real, según esta película, pues nuestro vampiro es de origen francés) Larraín se niega a que su pueblo olvide lo que pasó. No es justo ni para Chile ni para Inglaterra ni para Argentina. El amasiato perverso de Thatcher y Pinochet es el de dos monstruos a quienes el apelativo de “vampiros” queda muy corto.
En fin, que El Conde es una película hilarante que, sin embargo, tiene la seriedad de tocar temas gravemente políticos y, además, nos alerta contra el fascismo con el buen humor que tuvo Chaplin en El gran dictador, pero con un diseño de producción a la altura de las grandes obras que sólo buscan entretener.
El Conde nos permite mofarnos de quien piense que hay algo noble en asesinos como Thatcher o Pinochet.
El Conde
Pablo Larraín | Chile | 2023
AQ