El jueves 17 de octubre fue un día terrible en mi ciudad, Culiacán, Sinaloa.... Es el lugar donde nací, donde está enterrado mi ombligo y al que volví hace más de diez años, luego de una larga ausencia.
El Culiacán bullanguero, trabajador, alegre, con gran actividad comercial y social, desapareció la calurosa tarde de ese día bajo el ruido atronador de las ráfagas de metralla de alto poder —para quienes no lo conocen, es como si simultáneamente estallaran fuegos artificiales de potencia descomunal—. Así es como se identifica una ráfaga de cuerno de chivo o de Barret en ocasionales enfrentamientos, imagínense escuchar esto durante horas y en varios lugares de la ciudad.
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Culiacán es hermosa, con muchos árboles, atravesada por ríos y puentes, con atardeceres bellísimos, y aunque el calor nos hostiga casi todo el año caminamos por la sombra y sabemos dónde refugiarnos para evitarlo. Desde ese jueves, aprendimos también dónde refugiarnos para evitar los proyectiles de alto calibre: al ras del suelo, tendidos pecho a tierra durante largo tiempo, o encerrados y amontonados en restaurantes, en plazas y locales comerciales, en los lavados de carros, escondidos entre los vehículos varados en los principales bulevares o en oficinas sin ventanas, consolándonos unos a otros, sobre todo a quienes estaban desesperados pensando en sus hijos, en sus padres, en los novios.
Es una ciudad donde viven los pesados y sus familias, gente que pueden ser tus vecinos, compañeros de escuela o trabajo. Unas veces, cuando barres las hojas secas de la calle, ves cómo se abren sus cocheras y divisas lujosos autos del año, otras te invitan a fiestas amenizadas por grupos o cantantes famosos, y tienes que buscar un buen pretexto para evitar asistir, sin ofenderlos.
Sabes que compran por caja productos carísimos en boutiques que parecen siempre vacías, que sus mujeres, preocupadas por su belleza, hacen prosperar estéticas y spas, que suelen ocupar largas mesas en los restaurantes de lujo, en tanto que sus halcones y piqueros vigilan rigurosamente la ciudad, reportando con sus radios y celulares cualquier movimiento extraño.
Casi nunca se meten con uno, ni uno se atreve a tocarles el claxon si conducen despacio por una avenida o a pedirles que interrumpan sus fiestas porque al otro día hay que trabajar. Aprendimos a ser prudentes en todo: si aplicas un examen, si enamoras a una mujer bonita, si te gusta determinado hombre, si pides dinero a rédito, si chocas con una moto... Pero si tienes mala suerte y te tocó estar en la hora y lugar equivocado, ni cómo hacerle, ni modo, ya te tocaba.
Así había sido siempre, hasta el jueves 17, cuando toda la ciudad se volvió el lugar equivocado: el centro junto a la Catedral, Plaza Fórum en Tres Ríos, Villa Universidad, el Jardín Botánico, las riberas de los ríos, el Malecón Viejo, el Malecón Nuevo, las casetas de entrada, la colonia 21 de Marzo, las Quintas, la Chapultepec...
Un ejército de jóvenes, perfectamente organizado y entrenado, con armas de alto poder, sitió los lugares estratégicos de la ciudad y copó a los militares, en su zona, en las casas de sus familias, demostraron su fuerza e hicieron fracasar un operativo de las autoridades federales completamente mal planeado.
Conozco Culiacán, sé que volverá a la “normalidad” en pocos días; conozco su entereza y temple y estoy conmovida por todos los que abrieron las puertas de sus casas o negocios para recibir a gente que corría aterrada por las calles, que se bajaba de los carros o el transporte urbano para buscar refugio en cualquier sitio.
Muchos dieron raite a desconocidos para acercarlos a sus domicilios o los hospedaron y alimentaron ese día que la ciudad se quedó sin transporte y sus habitantes, ricos y pobres, mostraron su espíritu solidario. En Culiacán la mayoría es gente honesta, trabajadora, generosa. La música de tambora y de los chirrines y de los conjuntos norteños, los ríos y los paisajes y los atardeceres nos pertenecen a todos, no solo a ellos. Tengo ganas de llorar, me siento desolada, temerosa, al igual que muchos otros aquí, de que vuelva a suceder algo parecido. Quizás no, porque aquí están ellos con sus familias y sus negocios, pero no lo sabemos.
*Pandora Castellanos es el pseudónimo de la autora, quien por razones personales decidió no firmar con su nombre, aunque su personalidad está plenamente comprobada por los editores de Laberinto.
RP/ÁSS