El eclipse que sí se vio

Crónica

El reciente fenómeno astronómico es buen motivo para recordar cuando, hace poco más de treinta años, la noche duró unos minutos.

"Se queda uno con ganas de que hubiera un eclipse cada semana". (Archivo)
Guillermo Levine
Ciudad de México /

El reciente eclipse de sol, tan parcial en muchos sitios o casi invisible en otros por el clima nublado, me hizo recordar el más extraordinario y completo del todo el siglo pasado en México, una experiencia fantástica a la cual en su momento le dediqué estas líneas.

Julio 11, 1991.

...estaba solo, en un lugar desconocido, en las afueras de la ciudad. Pensativo y triste. Esperaba. Pronto comenzó a suceder; primero pausada y luego casi frenéticamente. Una parvada se levantó y se fue —me recordó cuando se ven en el campo, a lo lejos—. Las nubes se dieron más vuelo del que ya tenían, y que servía para ocultar casi todo. Casi todo, menos la luz. Y precisamente se trataba de la luz aquello de lo que se trataba. En cuestión de segundos, poquitos segundos, comenzó a oscurecer tanto que casi no lo creía. Empezó a hacer frío. Y más oscuro. Y más. No se hizo por completo de noche porque en el horizonte todo el tiempo hubo algo de luz, pero encima de mi cabeza era ya de noche. Y no quedaba ninguna duda en absoluto de que lo que se veía era el absoluto. A veces no hace falta ni siquiera detenerse a pensar quién manda aquí. A veces la presencia es tan magnífica y tan majestuosa que se impone en forma absoluta. Y no pesa. Y no molesta. Al contrario, se siente uno protegido, acolchonado por las nubes, como decía Rulfo; participante de esa maravilla que se da a saber precisamente por su ausencia.

Toda la vida (ése es mi tesoro) me he sentido parte de esa maravilla, pero no hay como una vez cada cien años para saberlo de cierto; para perder ese asomo de olvido que a veces se asoma.

Pensé en dos fragmentos maravillosos de El Mesías de Handel; el que dice: and his name shall be called Wonderful, Counsellor, the mighty God, the everlasting Father, the Prince of Peace [“y su nombre será Maravilloso, Consejero, el Dios poderoso, el Padre eterno, el Príncipe de la Paz”], y ese otro, más adelante, que recuerda cómo His yoke is easy and his burthen is light [“Su yugo es suave y ligera su carga”].

Pues sí, no siempre se siente la presencia de lo magnificente o ese amable yugo protector y absoluto. ¿Qué sería de nosotros sin eso? ¿Seríamos algo?

La oscuridad duró, precisa, los seis minutos predichos, y eso lo hizo aún más maravilloso: la presencia del orden; la idea de un concierto espléndido en el que todo está medido hasta lo infinito, y dura justamente lo infinito que tiene que durar, y no sobra ni puede faltar nada en absoluto. ¡Qué maravilla! ¿Podríamos vivir sin eso?

Y luego comenzó el fin; medido y mesurado como todo lo demás. Los cielos se dieron un recreo que terminó cuando la luz regresó de su corto viaje. No propiamente amaneció, sino más bien la luz retomó su puesto y simplemente continuó lo que siempre ha estado allí. Es en ese momento cuando dan ganas de aplaudir, pero no hay a quien aplaudirle. Solo se aplaude con el corazón y con las lágrimas y con la soledad y la cercanía. Más que aplaudir se dan las gracias; aunque no exista a quién. Algunos sí tienen a quien dárselas como si fuera en persona. Yo, afortunadamente, no. Pero eso no quitó la necesidad de hacerlo ni amainó un cósmico "de nada" que se oyó en todos lados a la vez, justo cuando el retorno de la luz indicaba que no había en realidad pasado nada; que todos los momentos son así de maravillosos, en todo momento. Que no había ya más necesidad de teatro ni escenografía majestuosa, porque recién ya estaba de nuevo instalada la maravillosa normalidad. No pasó nada y pasó todo lo que puede llegar a pasar.

Se queda uno con ganas de que hubiera un eclipse cada semana.

Guillermo Levine

www.glevineg.com

AQ

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