El encanto de la vulgaridad | Por Avelina Lésper

Casta diva | Nuestros columnistas

Cada generación ha tenido a su ídolo de lo vulgar; entonces ¿qué buscamos los seres humanos? Ser felices con algo que nos avergüence.

El cantante Tom Jones en su juventud. (Especial)
Ciudad de México /

Necesidad, debilidad, moda, momentos de euforia o depresión. Caemos, de forma patética, en la cauda fácil y protectora de un gusto frívolo y vulgar. Es lo que explica el éxito multitudinario de canciones, ropa, objetos y miles de cosas que los seres humanos acumulamos, cargando con ellos como una culpa inconfesable. Fetichistas, animistas, los objetos adquieren valor emocional, se habitan con el espíritu de nuestro sentimentalismo irracional. La vulgaridad entonces entra por la puerta del presente que la urge, y cada generación ha tenido a su ídolo de lo vulgar, desde Elvis y sus decadentes años de Las Vegas; Tom Jones, hebillas en el cinturón, joyas en los dedos, hasta que eso se hizo andrógino y alcanzó al hermafrodita David Bowie. El coro aúlla, la masa se multiplica, y siguen la luz del faro de lo vulgar del momento. Madonna no se rinde, hace un esfuerzo por conquistar un peldaño más elevado en su propio Kilimanjaro de lo anti elegante. Eso los ha hecho amados, por eso han sido idolatrados.

Entonces ¿qué buscamos los seres humanos? Ser felices con algo que nos avergüence, tomar la libertad de lo que jamás se reconciliará con la cordura. Las ceremonias más importantes de nuestra existencia son el sumun de la vulgaridad: las bodas, los bautizos, las comuniones, XV años, las graduaciones, todo eso que nos certifica como ciudadanos honorables, es a la vez, lo que nos consagra como vulgares sentimentales. Lo peor viene con la memoria, hay que conservar recuerdos, objetos, testimonio de esas emociones, y son nimiedades, baratijas, símbolos insustituibles del momento, el cofre del tesoro es una cuestión de honor. La parafernalia sexual, las sex shops son ejemplares, porque ahí no hay pudor con la falta de estilo, ahí se va a salir del armario monógamo de la decencia. Esos objetos deberían venderlos junto con los disfraces infantiles y los implementos para fiestas, unos son prolongaciones de otros, el que se disfrazó de Batman a los 5 años lo hará a los 50. La diferencia entre kitsch y vulgar es un asunto de compromiso, de exceso, en el kitsch hay limitaciones que no existen en la vulgaridad, ésta es excesiva, como la Navidad, que si es moderada es kitsch y si es de verdad una celebración es vulgar. En el kitsch hay cierta prudencia y folclorismo, como las pastorelas, en lo vulgar no, ahí se acaban los límites, y se alcanza el paroxismo, a tal grado que creen que su audacia podría ser elegante y por fortuna, no lo es. El folclor, que además se acompaña por el degradante sentimentalismo patriotero, en sus expresiones más emocionales es vulgar, y el silencio ante la experiencia de participar de él, es parte de la sumisión por el amor a la patria. Es el encanto de ese engaño de la imitación que se anuncia como rebeldía: ser vulgar, tener un objeto que lo demuestre, es el pasaporte infalible de la cordura social.

AQ | ÁSS

  • Avelina Lésper

LAS MÁS VISTAS