La misteriosa corona de flores atravesada por un listón blanco con el nombre de Francisco I. Madero, fue recibida por Myrna Ortega en la funeraria donde se velaba a Nacho, su pareja, el sábado 24 de agosto de 2023. No se supo de dónde venía, pero lució entre muchas otras enviadas por familiares y amigos. Al día siguiente, a las cinco de la tarde, el joven José Mauricio brindaba su faena a Ignacio Solares en la Plaza México. El nombre del toro: Recordándote.
“Nada es casual”, solía decir Nacho, convencido de que existían lazos y señales provenientes de otro mundo. Autor de Madero, el otro, No hay tal lugar o El Jefe Máximo, afirmaba que la escritura es el mejor medio para reunir a vivos y muertos. Asimismo, tuvo la convicción de que una realidad invisible operaba detrás de lo que sentimos, vemos y tocamos todos los días. Para Ignacio, la muerte solo era una puerta, no un final. Con esta certidumbre vivió sus últimos días y así también lo asume Myrna mientras ensaya un diálogo con el más allá.
Me reúno con ella en la casa que compartió con Ignacio, al sur de la ciudad. Todo permanece igual, cuadros y fotografías, los libros alineados en una biblioteca distribuida desde la planta baja hasta las habitaciones del primer piso. Entramos al estudio, intacto, ahí está su computadora, los últimos libros que leyó: de Dostoyevski, Los hermanos Karamazov; de André Malraux, La condición humana. “Aquí está él”, señala Myrna. En un nicho, a espaldas del escritorio, sus cenizas, una fotografía enmarcada y una vasija con rosas frescas. Ahí está.
Cierta magia acompañó la vida de Ignacio, en resonancia con su fe, su literatura y, claro, también con su pasión taurina. “Era lo que le interesaba”, dice Myrna, mientras hojea una edición de los dibujos de Solares, faceta que mantuvo oculta hasta poco antes de su partida. “Por un lado, el inconsciente de sus personajes, sobre todo los históricos, descubrir sus verdaderas motivaciones. Por el otro, el espiritismo, los fenómenos paranormales, la telepatía. Jugaba con sus hijos a transmitir el pensamiento y en ocasiones lo logró. Estuvo interesado en la otredad, en el más allá. Asistió a sesiones espiritistas. Alguna vez lo acompañé y fui testigo de fenómenos que él me había contado. Esa experiencia me tocó profundamente, me transformó. Fui sólo tres o cuatro veces. Después él también dejó de ir porque sucedían cosas extrañas y le dio miedo avanzar más allá. Recuerdo una ocasión cuando tuvo dudas sobre escribir el libro Imagen de Julio Cortázar, un ensayo sobre la creencia de Cortázar en otra realidad. Era un tema que nadie había tocado. Fue la época cuando decidió practicar la meditación. Lo hacía encerrado en su estudio. Aquí estábamos Mati, mi hija, y yo. De repente salió emocionado a contarnos cómo se había caído del librero un retrato de Cortázar quedando boca arriba a mitad del estudio. Nos miramos asombradas, con muchas dudas sobre la veracidad del hecho. Le dije: ‘Si de verdad quiere decirte algo, que lo diga con claridad’. Volvió a colocar el cuadro en su lugar, comenzó a meditar y de nuevo se cayó en el mismo sitio. Ese tipo de cosas le sucedían. También fue un tema en su literatura”.
De ahí, quizás, su idea de la muerte como un tránsito hacia otro lugar, algo que también le viene del padre, quien lo llevó a sesiones espiritistas y hablaba con sus muertos. ¿Realmente estaba reconciliado con la muerte? ¿Presintió algo los últimos meses antes de morir? “Veía la muerte con curiosidad, no con temor. Le daba miedo sufrir para llegar a ella, pero con mucha fe en lo que seguiría. No descartaba la posibilidad de la reencarnación, aunque no hubiera querido reencarnar. Pienso que estaba listo para irse a otro lugar. Era un hombre con gran calidad espiritual y lo vivía con intensidad, no precisamente rezando, no a través de una religión particular. Me parece que presintió el final, su cercanía. Estuvo muy enfermo antes de la publicación de Novelista de lo invisible, su último libro en coautoría con Pepe Gordon, y en una entrevista dijo que había vuelto para poder presentar ese libro, cuando ya tendría que estar muerto. Dos o tres meses después murió, muy en paz. Los últimos textos que escribió, a mano, hablan sobre la noche, las estrellas, el estado de beatitud. Sobre la vida que hay en el cielo estrellado, esa otra vida que late más allá. Eso lo llamaba. Fue lo que vivió en los últimos días”.
Es algo que también le viene de los años de formación, ha contado en varias ocasiones, incluso está consignado en su libro El juramento, esa noche cuando tuvo una experiencia mística mientras miraba el cielo estrellado en la Sierra Tarahumara. Todo esto de la mano de sus mentores, los jesuitas, con quienes se educó. La religión fue fundamental en su vida. “Sí, pero era antidogmático, tenía una concepción ecléctica de la religión. Le atraían el budismo, el zen, las religiones orientales. Creía en la posibilidad de acercarse a la divinidad de cualquier manera, mientras que rechazaba la actitud dogmática de la iglesia católica, la cerrazón, decía que el reto de los católicos era convertirse al cristianismo, ir a los orígenes. Al final de su vida reforzó su cercanía con Jesucristo. Siempre fue una figura importante para él, pero en los últimos años tuvo un acercamiento más profundo”.
Una fe que compartió en comunión con los amigos. De pronto hablaba de esas reuniones. “Sí. Nos juntábamos a hablar sobre Dios con Vicente Leñero, Javier Sicilia, Francisco Prieto y Alicia, su esposa, Estela Leñero. Sesiones muy largas que duraron más de veinte años y, no obstante que el tema era Dios, se valía de todo. Salían a colación lecturas y cuestionamientos. El diálogo de Ignacio no era solo con creyentes, le interesaba escuchar la voz desde el ateísmo, desde la no creencia, cómo lo vivían, cómo lo pensaban, incluso en escritores ateos como Sartre o Camus”.
Un hombre multifacético, con una vida interna de gran riqueza. ¿Dónde lo conociste? ¿Cómo fue que te enamoraste de él? “Me enamoré de inmediato. Me encantó, primero, su forma de platicar. Me lo presentó mi papá [Mario Ortega, director de la empresa papelera Atenquique]. Él había ido a entrevistarlo y yo llegué de casualidad, traía en la mano El ogro filantrópico, de Octavio Paz, y eso dio pie a que conversáramos. Fue un flechazo instantáneo. Siempre lo dije, pude haber hecho el compromiso de vivir el resto de mi vida con él a la semana de conocerlo. Fue muy intenso nuestro enamoramiento y me siento privilegiada de haber vivido esta relación, con altas y bajas, pero una relación de amor en la que siempre quisimos estar los dos. Fueron 45 años. Ignacio era un hombre de pasiones, tú lo conociste. Te contagiaba”.
En efecto, y asumiendo también la carga de un pasado que lo marcó. La figura del padre, por ejemplo, estaba encarnada en su vida, tanto en el plano de la magia y los misterios del más allá que mencionábamos al principio, como la iniciación en la literatura y los avatares del alcoholismo. “Hablaba mucho de su papá. Hubo momentos difíciles por el tema del alcoholismo del padre, aunque Ignacio siempre rescataba el modo como lo había superado. Fue un ejemplo también en su propia lucha con el alcohol. Cuando hablaba de sus primeras lecturas siempre era volver al padre, lo mismo que el tema taurino que compartieron. Al final, creo que hubo no solo reconciliación sino agradecimiento”.
La biblioteca es un reflejo de su formación, sus pasiones. Ahí están los diez tomos de Los toros, de Francisco de Cossío; las obras de Freud y Jung; Julio Cortázar y Carlos Fuentes; Mauriac y Bernanos, Víctor Hugo y Balzac. ¿Qué has pensado hacer con ella? “No he pensado, vivo abrazada de su biblioteca. Buena parte de sus libros, sobre todo los históricos, los donó a la Universidad de Chihuahua. Para mí es importante seguir rodeada de ella, es parte de vivir esta nueva condición del amor porque siento que no se acaba, se transforma, adquiere una nueva condición. Ignacio era una especie de brújula de vida, me indicaba el rumbo. Algo de esa guía la busco en sus libros. Tendré que aprender a encontrarla solo ahí, lo que pensó, lo que dijo. Leerlo desde esta perspectiva también me da otra luz”.
AQ