'El espía de Franco', de Luis Rius Caso

Libros

Publicamos las primeras páginas de la historia de José Gallostra, ministro extraoficial de la España asesinado a tiros en la Ciudad de México.

Portada de 'El espía de Franco'. (Alfaguara)
Laberinto
Ciudad de México /

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Al verlo entrar en la sala de juego, Domingo sintió en el estómago la frustración. Ahí llegaba finalmente el rival, apenas a tiempo para ocupar con su sobrada humanidad la larga ausencia que estaba a punto de costarle una derrota por default. Era él, con su elegancia y altivez inconfundibles, saludando con ademanes de político a quienes encontraba a su paso. “Hola a todos, hola a todos.” Domingo lo aguardaba sentado frente a la mesa asignada, la número cuatro, y desde ahí observó su despreocupado trayecto hasta la silla opuesta a la suya. Con toda calma, el recién llegado se buscó en el registro de partidas a celebrarse en esa ronda; se de­tuvo después a platicar con algunos jugadores y a echar ojo a otras partidas, indiferente a los cincuenta y dos minutos perdidos para su causa y ganados para la de Domingo. En efecto, contra cualquier confusión óptica o de la conciencia, allí estaba en cuerpo presente el indeseable adversario, toda una pieza de orfebrería diplomática además de un consumado ajedrecista. Fajada en lino y seda, su estampa se antojaba un efecto de su nombre, apodo y empleo: José Gallostra y Coello de Portugal, alias El Virrey, representante ocioso del gobierno de Francisco Franco en México.

Ave César, te saluda uno que va a morir, se dijo Domingo. No se lo tragó la tierra ni lo detuvo la metralla de hielo arrojada por el caprichoso cielo de ese febrero loco ni lo liquidó el alcohol de la sobremesa, tal como había fantaseado que le ocurriera, en virtud de su bien ganada reputación de borracho con licencia di­plomática para serlo. Como a la mayoría de miembros del Club Castellano de México, a Domingo le constaba la capacidad del personaje de no perder la compostura pese a estar cocido en alco­hol. También, como algunos de los miembros presentes en la sala de juego, mantenía en la expectativa la memorable excepción a tan sorprendente capacidad, ocurrida en la última partida del torneo del año antepasado, donde su estado etílico pareció ser factor de la coronación de un peón enemigo que, metamorfoseado en dama, acabó por liquidarlo. Como muchos, Domingo sospechaba que esa insuficiencia de último momento pudo ser una estrategia ca­muflada con whiskey para perder a propósito, obligado a ello por consideraciones ligadas a su ocioso cargo.

Entre tanto, ahí lo tenía ante sus ojos. Ostentaba una sonrisa encantadora además de un pañuelo blanco con sus iniciales, perfectamente acomodado en el bolsillo frontal del saco y, sobre una vistosa corbata azul celeste, un insoslayable fistol dorado en cuyo remate relucían pequeños rubíes que daban forma a un caballo de ajedrez. Gallostra le extendió la mano con educada anticipación para evitarle la molestia de levantarse del asiento. Domingo lo hizo de cualquier forma.

          —¡Hombre, Domingo! Tenía que toparme contigo, otra vez —le dijo el español, con ademán de lamentar la situación—. ¿Te parece si jugamos con mi tablero y mis piezas? —hizo el ofreci­miento, como era costumbre en él, a los adversarios dignos de su respeto, pero con un engolamiento de voz tan sospechoso como el inconfundible tufo anisado de su aliento.

          —Por supuesto, don Pepe, encantado —respondió Domingo, con la cobarde expectativa reavivada en el ánimo y en el cosquilleo del estómago. Niveló entonces los botones del reloj de doble esfera para detener el tiempo y retiró de la mesa su obsoleto equipo estilo Windsor. Entonces Gallostra desplegó su tablero y sobre éste sus piezas Staunton, soberbias, con su debido peso y tamaño, extraídas de una bolsa de terciopelo color mostaza descosida a la altura del borde.

Dueño de las blancas, Gallostra abrió con peón a cuatro dama y Domingo respondió con el mismo movimiento, aliviado de que el rival no intentara una de sus devastadoras aperturas abiertas, con las cuales solía borrar del tablero a sus contrincantes en unas cuantas jugadas. Para el caso, consciente de que en la recta final del torneo le tocaría enfrentar al diplomático, se había preparado con una variante poco usual de la apertura francesa, aprendida en una época cercana de continuos y fulminantes descalabros sufridos ante jugadores con ocio que solían “coyotear” con gambitos de rey a incautos aficionados, como él, que brotaban hasta por debajo de las piedras atraídos por el frenesí propagandístico del primer gran torneo por el título mundial, organizado por la nueva Federación Internacional de Ajedrez. Pero ante el inesperado escenario ce­rrado, mejor dominado por él, sintió un ligero optimismo.

Por enésima ocasión en las últimas horas, volvió a hacer cuen­tas: cuatro partidas ganadas, dos entabladas, dos derrotas con­tando ésta, casi inevitable, daban cinco puntos; si ganaba una de las dos del próximo fin de semana, alcanzaría uno de los premios importantes. Mientras corría el tiempo de Gallostra, quien tras realizar su jugada de apertura se ausentó, Domingo aprovechó para deambular por el salón y distraer sus nervios. Después de un fugaz recorrido por algunas partidas, sus pasos lo condujeron hasta la mesa de trofeos, cuyo montaje, concebido para darle respetabi­lidad al torneo, derivaba cada año de un esmerado y conmovedor celo ritualista.

Nunca como el de ese año de 1950, advirtió, divertido. Su exceso pretendía estar a tono con el esplendoroso marco ofrecido por las instalaciones del Hotel Casino de la Selva de Cuernavaca, que fungía como anfitrión del Club Castellano para esa edición del torneo anual. Revisó el peculiar reparto iconográfico: se encon­traba finamente enmarcado y significativamente distribuido sobre el muro, de acuerdo con un criterio regido por las jerarquías. Varias reproducciones fotográficas habían sido recortadas de los atrac­tivos carteles de la Federación Internacional de Ajedrez, editados para celebrar su fundación y éxito en la organización del reciente torneo por el campeonato mundial, ganado por Mijail Botvinnik. Se respetaban rangos y el peso áureo recaía en un muy selecto grupo de deidades mayores, distribuidas en un semicírculo que remataba a lo alto: Capablanca, Morphy, Anderssen, Alekhine, Lasker. Debajo del semicírculo se extendía una franja horizontal con los retratos de los famosos cinco participantes en el célebre torneo propiciatorio, a partir del cual la renovada Federación Internacional de Ajedrez se había erigido en la ONU del ajedrez mundial. Domingo los reconoció sin dificultad: Botvinnik, Smyslov, Keres, Reshevsky y Euwe. Aparecían también un niño con cara de loco o de pro­digio eslavo y otros más con cara de clásicos. Lasker le copió el estilo a Nietzsche y Morphy a Edgar Allan Poe, pensó. En una segunda franja colocada más abajo figuraban deidades del mundo iberoamericano: otra vez el cubano Capablanca, el español Pomar, los argentinos Nadjorf, Pilnik, Eliskases, el mexicano Torre Repeto y algunos más de “nuestra circunstancia”. Arturo Pomar debe ser algo así como el Ortega y Gasset en la historia del ajedrez y José Raúl Capablanca como el José Martí o, con mayor justicia, como el Rubén Darío del tablero, se dijo.

Sobre una amplia mesa adosada al muro de los retratos, se mostraba propaganda de la compañía de aviación Iberia. Desta­caban una preciosa reproducción en miniatura del avión Douglas DC­4 que en unos días inauguraría la ruta comercial entre Mé­xico y España, y a su alrededor varios acordeones pequeños de fotografías. Portaban la leyenda “España Una y Única” en letras rojas y amarillas. Domingo tomó uno ya extendido. Figuraban los lugares más emblemáticos, conocidos por él sólo a través de foto­grafías. Se detuvo en los que presintió más confiables de mantener su belleza prometida, en caso de conocerse en realidad: la Mura­lla de Ávila, el Acueducto de Segovia, los Jardines de Aranjuez, El Escorial, la Plaza de Cibeles, la Alhambra de Granada. Buscó inútilmente algún hórreo asturiano, como los que decoraban en infames maquetas un restaurante del Centro de la Ciudad de Mé­xico, pero a cambio de esa ausencia se topó con unos molinos qui­jotescos de aspas gigantes, que anunciaban su verídica existencia en Ciudad Real.

A lo largo de la mesa se distribuían los premios donados por la esposa del mayor accionista del Club Castellano de México y del Colegio Reyes Católicos, don Ángel Calvo, un magnate hotelero con negocios en México, España, República Dominicana y Cuba. Sobre el mantel de fieltro verde destacaba un enorme trofeo dora­do, aun sin inscripción alguna sobre la placa de su base, rematado por un Ángel de la Victoria que de momento se limitaba a celebrar la victoria en sí misma. En su entorno se acomodaban los premios en especie, correspondientes al ganador del torneo: una canasta llena de exquisiteces, una caja de vinos de Rioja y, anunciado con especial efusividad, un viaje a Acapulco para dos personas, con to­dos los gastos pagados, durante una semana.

A los flancos del trofeo se ubicaban los premios correspon­dientes al segundo y tercer lugares de la competencia: una carpeta  con tres litografías firmadas y numeradas de Salvador Dalí, y una Adoración de los Reyes Magos, al óleo, de José Vela Zanetti, pintor burgalés exiliado en República Dominicana. Ambos premios se acompañaban de botellas de vino, de las regiones de Valladolid y de Valdepeñas, respectivamente. Dispersos a lo largo y ancho de la mesa se hallaban otros premios de orden honorífico: artesanías toledanas, porcelanas valencianas, abanicos con paisajes estampa­dos, una licorera en forma de Quijote (con la cabeza de tapón de rosca), un escudo de armas del Cid con las emblemáticas espadas Colada y Tizona, botas de vino, juegos de ajedrez chinescos, cas­tañuelas, turrones marca Toledo de la última temporada navideña. También había algunos libros. A Domingo le llamó la atención uno en particular. Franco y Unamuno, historia de una comida, se titulaba, escrito por Artemio Sánchez­Teja, un escritor relativamente famoso, no por la calidad de su pluma, sino porque cinco años atrás tuvo oportunidad de cumplir su sueño monomaniaco de asesinar a Franco en una de sus habituales cacerías en un espeso bosque del Norte de España, pero a la hora buena o, mejor dicho, en el instante preciso, no se atrevió a lanzar el bazucazo cargado de potencialidad de cambio histórico al remoto lugar donde el dictador, a su vez, apuntaba con su rifle a una presa. Ya fuera por culpas, copas, estu­pidez o iluminación, como interpretaba la propaganda franquista, un tiempo después confesó el hecho a un cantinero del Club Cas­tellano de México quien, antes de servirle el siguiente jaibol, lo denunció con los emisarios pertinentes. Tras apresar en España a gente implicada en el fallido magnicidio, la inteligencia franquista decidió chantajear de por vida a Sánchez­Teja y patrocinar libelos suyos dedicados a hacer patente su bendito arrepentimiento y a lavarle la cara a Franco.

En este libro el autor realizaba una larga entrevista a Ramón Serrano Suñer, “El Cuñadísimo” del dictador, donde relataba una comida compartida por ambos personajes, Unamuno y Franco, durante los primeros días de febrero de 1936, en el Hotel Nacional, en Madrid. En su rápida lectura de la contraportada Domingo confirmó la previsible intención del autor de asentar que la comida se distinguió por su reciprocidad intelectual y afectiva.

Las expectativas de Domingo estaban puestas en las litogra­fías de Dalí, las cuales mostraban espléndidas nalgas mujeriles acechadas por hidras y diversos motivos zoomorfos e inorgánicos, o de perdida en alguna de las botellas importadas de vino. El año pasado estuvo a punto de ganar una excelsa pierna de jamón se­rrano pero el propio José Gallostra lo impidió, al derrotarlo en la última ronda del torneo. Entonces el diplomático no podía tener ya ninguna aspiración, dados sus permanentes reveses por default, mientras que Domingo tenía a su alcance el segundo lugar y con ello el jamón, con sólo obtener tablas. Confiado en la supuesta amistad o en los intereses que ligaban a Gallostra con su poderoso suegro, así como en su aparente desinterés por el triunfo, Domingo le había propuesto tablas. Gallostra no sólo las rechazó, sino que si­guió en la partida con su tiempo en vilo, plantado frente al tablero sólo para realizar las jugadas precisas para ganarle en un admirable final, con sacrificio de dama incluido.

Los días previos a la catástrofe, Domingo había imaginado la pierna en el escenario de su cocina. Pendería de un gancho grueso colocado junto al refrigerador, luciendo en todo momento su ex­quisita promesa de sabor. La observaba con fruición y delirio en pensamientos que comprendían varias etapas, con su forma siem­pre rehecha por los continuos embates que iban entregando su ser en finas y gruesas lajas, cuchillo filoso de por medio.

Con los favores de su dulzura, Anel, su esposa, le había ayuda­do a desahogar y digerir la frustración, tan grande como el jamón. Degustaron juntos el premio finalmente alcanzado por sus méri­tos sobre el tablero: una lata de sardinas portuguesas y una botella de vino blanco, en una celebración compensatoria que de paso lo ayudó a superar esa sensación de culposo extrañamiento, de “yo no tendría que estar aquí”, que lo acompañaba siempre frente al tablero de juego.

Al concluir su experiencia frente al altar de los dioses del ta­blero, Domingo regresó a su mesa, dispuesto a impedir que esa partida, con los mismos protagonistas, aunque con el color de las piezas invertido y Salvador Dalí en lugar del esperado manjar, fue­ra como una reedición actualizada de la película que un año atrás le envenenó el alma.

—G.O.


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