El fin del mundo en la gran pantalla

Cine

El cambio climático, los terremotos, los cometas que chocan contra la tierra, entre otros, son temas utilizados por el cine de catástrofes para representar la destrucción de nuestro planeta.

Leonardo DiCaprio y Jennifer Lawrence en 'Don't Look Up'. (Foto: Niko Tavernise | Netflix)
Guillermo Levine
Ciudad de México /

El fin del mundo es uno de los temas favoritos del cine, con muchos ejemplos, la mayoría muy malos. Hay al menos dos variantes: la destrucción física de La Tierra —choques con un cometa, lo más usual—, o el cambio climático —exceso de frío o de calor— o con terremotos de proporciones inimaginables; la otra variante considera el fin de la vida humana causado por nuestra estupidez: aniquilación nuclear, contaminación, pandemias y similares.

Existe además otra, mucho más sutil: la visión del final desde una perspectiva intimista y personal, sin grandes épicas de destrucción masiva, pero también contundente y total.

Ejemplos de la primera narrativa hay muchos, desde los aceptablemente buenos por, digamos, honestos (aunque centrados en la salvación final en manos de los infaltables héroes norteamericanos), hasta los verdaderos “churros” sin más afán que servir de mero complemento para la sesión de consumo de palomitas. Deep Impact (Impacto profundo), de Mimi Leder (1998), que tuvo la asesoría del reputado astrónomo Eugene Shoemaker (el descubridor del cometa Shoemaker–Levy 9, que en julio de 1994 chocaría contra Júpiter) es entretenida, tiene buenos efectos especiales, pocos excesos y representa para mi gusto la mejor opción. También está Armageddon, de Michael Bay (1998), con Bruce Willis encabezando una pléyade de (ineptos) héroes que nos salvarán en una epopeya aderezada con el infaltable romance exigido por Hollywood; mala a más no poder.

Luego vienen las múltiples películas donde los extraterrestres intentan acabar con la vida humana, algo en lo que finalmente fracasan, como en las diversas versiones inspiradas en La guerra de los mundos, la novela de 1898 de H.G. Wells; o incluso aquellas donde los visitantes espaciales vienen a prestar o a pedir ayuda contra la extinción, como en el intento de salvarnos en The Day the Earth Stood Still (El día que la Tierra se detuvo), de Robert Wise (1951); la búsqueda de alternativas más allá del planeta en Interstellar (Interestelar), de Christopher Nolan (2014), que contó con la asesoría del Dr. Kip Thorne, físico teórico de clase mundial que en 2017 ganaría el Premio Nobel; o la petición de solidaridad galáctica de Arrival (La llegada), de Denis Villeneuve, 2016, cinta fina, emotiva y compleja, de la que en algún otro artículo dije: “Esta es una curiosa mezcla entre arte, reminiscencias íntimas (otra vez, al estilo de Malick, por ejemplo, en su extraordinaria La delgada línea roja), explicaciones no tan sencillas de entender, misterio y cierto aire de trascendencia emanado de 2001: Odisea del espacio. Nada mal”.

Las versiones que giran alrededor de la estupidez y codicia humanas suelen ser un poco mejores, y sin duda están encabezadas por una de las grandes películas: Dr. Strangelove or: How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb (Dr. Insólito o: cómo aprendí a dejar de preocuparme y amar la bomba), de Stanley Kubrick (1964), en la que el mundo es aniquilado por las desconfianzas de la Guerra Fría —esas que en octubre de 1962 estuvieron peligrosamente cercanas durante la crisis de los misiles en Cuba. También en este magnífico nivel está 12 Monkeys (12 monos), de Terry Gilliam (1995), mezcla creativa, artística y alucinante de pasado y futuro que se desarrolla en un presente donde lo poco que resta de la humanidad vive bajo tierra para protegerse de un mortal virus diseminado por un científico descarriado.

De las películas del plano íntimo ahora puedo pensar en dos: la enfadosa y pseudomística Melancholia (Melancolía), de Lars von Trier (2011) —sí, el director danés que fue expulsado de Cannes en 2011 por decir que “comprendía” a Hitler—, con fotografía como de Disney/Photoshop, que más es una mezcolanza de Kubrick con Tarkovsky con Sueño de una noche de verano, de Woody Allen, rodeada de una primera parte inconexa, llena de malas copias bergmanianoides y con un final bien poético... Y bueno, por un mejor lado está 4:44 Last Day on Earth (4:44 El último día sobre La Tierra), del neoyorquino Abel Ferrara (2011), una buena aunque poco exitosa muestra de cine serio y bien llevado, en la que el magnífico actor Willem Dafoe encarna la desesperanza del final.

Resulta que en 2021 Netflix produjo Don't Look Up (No miren arriba), de Adam McKay. Se trata de una larga y compleja película, combinación de múltiples elementos: cine de desastres; parodia de la civilización actual; alegoría y caricatura de la política y del muy reciente periodo de Trump y la instauración de la “posverdad” como herramienta de las megacorporaciones —en 2015, McKay compartió un Oscar por mejor guion adaptado en su película The Big Short (La gran apuesta) acerca del corrupto mercado inmobiliario en Estados Unidos—; crítica de la manipulación de las masas con fines políticos y electorales; entretenimiento de buena factura con varios de los más cotizados actores de la actualidad: Leonardo DiCaprio, Meryl Streep, Cate Blanchett, Jennifer Lawrence, y hasta el eterno rudo/feo Ron Perlman, en un pequeño papel que en algo sugiere su película Moonwalkers (Lunáticos), de Antoine Bardou-Jacquet (2015), en la que se finge el descenso en la luna que supuestamente nunca ocurrió en la realidad.

En Don't Look Up me pareció ver múltiples elementos y de lenguaje de cine: además de un inicio muy parecido al de Impacto profundo, tiene imágenes y escenas que recuerdan películas como 2001: Odisea del espacio, de Stanley Kubrick (1968), para mí el estándar mundial del arte cinematográfico; Blade Runner, de Ridley Scott (1982), otro ahora clásico del cine por su profundidad, ambiente y estética, así como de la extraordinaria y terrorífica aunque “divertida” Mars Attacks!, de Tim Burton (1996), en donde somos testigos de que la maldad y el engaño que creíamos únicos de nuestra especie son en realidad universales.

La película de Netflix juega con el abuso de la tecnología del estilo de The Truman Show, de Peter Weir (1998), donde la codicia corporativa está por encima de la vida individual y la transforma en simple objeto de consumo para una sociedad muy complaciente, de forma similar a la no muy conocida The Circle (El círculo), de James Ponsoldt (2017), donde la gran corporación tecnológica echa a andar planes para dominar las vidas y conciencias individuales de buena parte de la humanidad mediante una especie de red social muy al estilo del clásico “big brother” de la novela 1984 de George Orwell.

Así, la gran corporación (asociada con el gobierno corrupto, por supuesto) aborta la misión ya iniciada para desviar el cometa asesino y a cambio convertirlo en una rica fuente de recursos minerales para seguir fabricando artilugios electrónicos... solo que el esquema falla y se lleva de paso al planeta entero. Ah, pero un poco antes, los jefes máximos huyen en una nave enfilada al futuro siguiendo la premisa de la muy interesante y bien hecha película Passengers (Pasajeros), de Morten Tyldum (2016), en donde Jennifer Lawrence despierta por error de su estado de hibernación 90 años antes de lo previsto; solo que acá transcurren 22 mil años hasta que los poderosos llegan a un lejano planeta en donde la civilización recomenzará. La escena final recuerda cuando el (cursi) cantante Tom Jones logra salvarse de la destrucción en Mars Attacks!, pero ahora con un tragicómico desenlace también aparentemente emanado de aquella poderosa cinta.

Don't Look Up hace un interesante manejo del lenguaje de cine porque constantemente realiza breves cortes temporales mostrando en el discurso o en el diálogo actual elementos del futuro inmediato o del pasado muy reciente en forma fluida y poco intrusiva, al estilo de la película The Limey (Vengar la sangre), de Steven Soderbergh (1999), en donde la cámara muestra a Terence Stamp realizando partes de una escena que aún no debe ocurrir o que hace muy poco sucedió... y esto también me recuerda la magnífica novela Pantaleón y las visitadoras, de Mario Vargas Llosa en la que mediante una sintaxis poderosa se juega igualmente entre pasado, presente y futuro dentro de un mismo párrafo (lo que en cine equivaldría a un plano-secuencia), pero ya, hasta aquí llegamos.

Y bueno, en forma paradójica, la enorme corporación Netflix (que expresa como meta “inspirar a las personas más que manejarlas” y cerró el año 2022 con 230 millones de suscriptores en 190 países, ingresos de 31 mil millones de dólares y ganancias de casi 4,500 mdd), realizó aquí una buena película —con doblajes y subtítulos en decenas de idiomas diferentes— acerca de los peligros globales de ceder la vida misma del planeta a una corporación inmoderada, abusiva y manipuladora...

Al final, la conclusión de la película es inescapable: somos una gran bola de imbéciles.

AQ

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