'El Golem: la leyenda': ¿pagar el mal con el mal?

Cine

Éste no es un cine para todos; los fanáticos del terror la encontrarán demasiado simple, tal vez incluso obvia.

El Golem: la leyenda. Dirección: Doron Paz, Yoav Paz. Israel, 2018. (Cortesía: Gussi CInema)
Fernando Zamora
Ciudad de México /

“Si (como afirma el griego en el Cratilo)/ el nombre es arquetipo de la cosa/ en las letras de ‘rosa’ está la rosa/ y todo el Nilo en la palabra ‘Nilo’”. La idea de este poema de Borges (que es, según dice, la misma que de Platón) estriba en que las palabras contienen un poder místico que permite dominar a la materia. Si esto fuera cierto (lo dice Borges y lo confirma el director de cine Ariel Cohen), habría una palabra capaz de dar vida, de hacer del ser humano una grosera imagen de su Creador.

Con esta palabra dadora de vida, Hanna, protagonista de la película israelí El Golem: la leyenda, da vida a un muchachito, a un sustituto del hijo que ha perecido asesinado. Estamos en un gueto de Lituania. En el siglo XVII los judíos viven rodeados por fanáticos cristianos que, como afirma la leyenda, atribuyen la aparición de la peste a las artes mágicas de un pueblo al que culpan por la muerte de Dios. Furioso, el más malvado de todos los lituanos pone al pueblo judío un ultimátum: deben salvar a su hija enferma o él va a asesinarlos a todos. Frente a tal amenaza, Hanna decide aprovechar los poderosos conocimientos de la Cábala (conocimientos que ha adquirido del sabio rabino escondida en la yeshivá) para crear al Golem, tal como afirma en La cábala y su simbolismo el filólogo Gershom Gerhard Scholem.

El Golem: la leyenda tiene el encanto de esos cuentos infantiles que pueden escucharse una y otra vez. Y a cualquier edad. La historia no es muy compleja ni pretende serlo. Hay en esta historia buenos y malos. Los primeros son los piadosos judíos que buscan resistir pacíficamente a las agresiones de sus vecinos mientras que los malos no son solo los fanáticos lituanos; son en realidad todos aquellos que apelan a la violencia, incluyendo, claro, quienes como Hanna y su marido han decidido pagar al mal con mal. Es en este punto donde la leyenda del Golem adquiere la dimensión de uno de esos cuentos que no se agotan porque, a pesar de su aparente simplicidad, tienen un sinfín de interpretaciones.

Entre los logros más destacados de la película está el monstruo en sí mismo. Utilizando algo de otro místico judío (Sigmund Freud), el director ha decidido que el Golem sea un niño de aspecto ambiguo; un muchachito de cabello y ojos negros que tiene al mismo tiempo algo de malévolo y algo angelical. Hay en este personaje el espíritu de Freud pues, como dice en su ensayo Lo ominoso, la imagen del niño muerto encarna el miedo a lo siniestro, a lo que es común a todos y que sin embargo simboliza nuestras peores pesadillas. Y en efecto, la hermosura infantil de este Golem puede ser la del diablo, un ser ambiguo y violento que defiende a su pueblo de los vecinos malvados. El papel de este niño permite reflexionar incluso en torno al papel que en la mística judía debe tener el Mesías. Mientras que el rabino y sus hombres santos ponen en manos de Dios la solución a sus problemas, Hanna y su marido Benjamín han escogido el camino de la lucha. En la pugna entre ambos bandos termina por reabrirse aquella vieja discusión: ¿el Mesías vendrá para imponer justicia política o para imponer un místico estado de paz?

Con todo y su profunda simplicidad, hay que decir que El Golem: la leyenda no es un cine para todos. Los fanáticos del terror la encontrarán demasiado simple, tal vez incluso obvia. Hay en ella, sin embargo, la profundidad de un cuento que reflexiona en torno a Dios y la libertad.

ÁSS

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