Cándida. Este es el adjetivo que define El Havre (disponible en MUBI) del finlandés Aki Kaurismäki, un autor igualmente influenciado por el viejo cine francés que por el gozo socialista de los movimientos de 1968. Por momentos uno recuerda incluso el clásico de 1946 ¡Qué bello es vivir! de Frank Capra. Con milagro incluido. Y es tal vez este idealismo lo que hace decir a la crítica que El Havre es una utopía que afirma que con buena fe se cambia al mundo.
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Kaurismäki está lejos del arrebato revolucionario de Ken Loach y de la acusación contra el Sistema Mundo (Wallerstein) que a menudo rezuman obras como las de los Dardenne o Dheepan de Jacques Audiard. El buenismo de Kaurismäki está más cerca de Rousseau que de la Escuela de Frankfurt y aunque no tiene tampoco la poética de Gagarine, dirigida por Fanny Letard y Jérémy Trouilh, resulta entrañable pues a veces uno gusta de escuchar el cuento del hombre bueno que hace mucho, mucho tiempo ayudó a un muchachito africano a cruzar el mar.
Ahora bien, el hecho de que disfrutemos una utopía que, por otro lado, goza de una puesta en escena de auténtico cine de arte, no impide la pregunta postcolonial: ¿cómo se siguen perpetuando las narrativas que producen las estructuras de poder? La pregunta va lejos en espacio y tiempo: ¿cómo fue que África, Asia, Latinoamérica y aún el mítico oriente coincidimos, a veces conscientemente, con que Europa y Estados Unidos representaban la única, auténtica, civilización? ¿Cómo se asentaron los poderes coloniales tanto en Indonesia como en China y Egipto persuadiendo a la población local de que su forma de intercambio y su tecnología violenta era el único camino hacia La Verdad?
Es innegable que quienes vivimos hoy en lo que fue la periferia de Europa permitimos a veces con conocimiento de causa que este continente construyera el incuestionable esplendor del que hoy goza. Y lo hicimos, muchas veces, a cambio de la sangre de nuestra tierra. ¿Cómo sucedió? No lo sé, pero hay películas como La clase, de Laurent Cantet (disponible en Amazon), que plantean el problema con más rigor. Y es un problema importante. El colonialismo europeo sigue cobrando víctimas ahora mismo. Yo escribo esto y hay niños muriendo en nombre de lo que Estados Unidos llama democracia y que durante tantos siglos Europa (un poco más honesta) llamó colonialismo.
El Havre recuerda más al suspiro de un hombre mayor que pone en riesgo lo que más ama a cambio de sus ideales que a la realidad maloliente de un sistema que afecta a pobres tanto en el centro como en la periferia del Sistema Mundo. La película debe ser vista con la candidez de quien hojea una historia en la que hay un puerto industrial en donde aún se usan los teléfonos de 1960 y los policías de apariencia malévola tienen buen corazón. El final recuerda a Casablanca, dirigida en 1943 por Michael Curtiz: los rivales terminan iniciando una hermosa amistad.
El Havre demuestra que el cine también debe ser esto: una pura fantasía social como la de Tomás Moro o la Ciudad del sol de Campanella. El juego que sabemos ilusorio en que el ser humano puede convertirse y resolver el problema del colonialismo con un buen vino, en un hermoso café y disfrutando del sol. Creyendo que el niño migrante encontró a su madre, que las potencias neocoloniales cederán en su prepotencia. También eso es cine y también eso, a veces, produce un cambio en la humanidad. Tal vez necesitamos hoy más que nunca la fe de Marcel, protagonista de El Havre.
El Havre
Aki Kaurismäki | Finlandia, Francia | 2011
AQ