El himno de las ranas

En portada

Este canto védico celebra el nacimiento de la poesía y es el testimonio pedagógico más antiguo de la India.

El despertar de las ranas es un escándalo que es imposible ignorar. (Foto: Aurelio Asiain)
Aurelio Asiain
Tokio /

(Rig Veda, Mandala 7, Himno 103*)

El himno de las ranas. (Rig Veda, Mandala 7, Himno 103*)

La composición de los himnos védicos se remonta, con incertidumbre, a 1,500 años a.C. O mejor dicho, su escritura; porque la historia del vasto corpus textual es desde luego mucho más breve que la tradición oral en que se gestó. A la historia de su lectura precede la noche de su escucha. Eso, “escucha”, es precisamente lo que significa la palabra que designa el género de los himnos védicos en sánscrito: śruti. Son cantos que reclaman una escucha atenta, y para suscitarla dependen de su poder rítmico. El verso ara en el oído antes que en la página, y su arado está en el juego de acentos y en la vuelta del verso. Eso significa Rg: verso. 

Antes que el soporte de la página, es el ritmo lo que le da asidero al canto en la memoria, y ese ritmo se mueve sobre una regularidad métrica. En el caso que nos ocupa, y prescindiendo del primer versículo, se trata de estrofas de cuatro versos endecasílabos, distribuidas en dos líneas. El primer versículo, en cambio, es una estrofa de dos versos de cuatro pies de ocho sílabas, poco frecuente en los Vedas pero la más usada en la literatura sánscrita clásica; en mi versión mide lo mismo que el resto.

El Himno de las ranas cuenta algo que ocurre en primer lugar en el oído. Un fenómeno natural: el clamoroso despertar de las ranas que, tras largos meses de sequía, sienten aproximarse el monzón y salen a tierra, en un escándalo que es imposible ignorar y no puede sino tomarse como la voz del cosmos. Pero el poema es ambiguo y admite simultáneamente la lectura contraria y complementaria: son las ranas las que llaman a la lluvia. Parjanya, que aparece en el primer versículo y solo en tres de los himnos védicos, es la deidad de la lluvia, el trueno y el rayo, que fertiliza la tierra. El himno es una invocación y, como el rito que describe, un acto propiciatorio.

Un acontecimiento cíclico en manifestación rítmica. Al mismo tiempo, el poema describe un acto ritual, el canto de los brahmines en éxtasis sagrado. Cada uno de los versos se refiere al mismo tiempo a los sacerdotes y a los animales. En cada uno, la disciplinada espera corresponde al ciclo de la gestación y el despertar extático equivale a la llegada de la lluvia, como el surgimiento de la voz al despertar de la sexualidad. Al fervor religioso corresponde el hervidero animal. Las ranas despiertan de su prolongado letargo para entregarse al apareamiento, los brahmines cumplen su ciclo y se entregan al canto. Ranas y sacerdotes asimilados, es posible leer en el poema una descripción del surgimiento de la poesía como manifestación del ritmo cósmico.

Pero también es posible leer algo más: una descripción del modo en que ese surgimiento no sólo ocurre una vez in illo tempore, sino que se repite una y otra vez en cada voz.

El Himno de las ranas es, entre otras cosas, el testimonio pedagógico más antiguo de la India. Los versículos centrales (3-5) describen cómo el discípulo acude al maestro para aprender el canto. Y ese aprendizaje —erótico, pues el maestro fertiliza al discípulo— consiste esencialmeante en la repetición del sonido, pero no en la transparencia sino en la oscuridad del sentido. No es que quien repite el canto no sepa lo que canta, sino que lo sabe como sabe el cuerpo lo que baila. El hijo discípulo que repite el canto del padre maestro lo hace sin saber el sentido, pero asido al mismo anhelo. Ocurre así con el novicio que entona desde otra lengua las sílabas sánscritas de un sutra, con el niño que aprende el padrenuestro, con el enfermo cuya glosolalia corre curso en octosílabos, con el poseso por cuya boca “el demonio habla en metro” (Nevius, Demon Possession and Allied Themes), pero también con el poeta que sigue el ritmo que le dicta el poema. Quien haya jugado, en la infancia, a repetir muchas veces una palabra hasta vaciarla de sentido y convertirla en una mera cosa hecha de aire, ¿no estaba en realidad tocando los orígenes de la poesía, no estaba convirtiéndose en la rana que croa? El himno védico de las ranas canta el surgimiento de la poesía, que es ritmo en busca de sentido.

En todas las traducciones inglesas, y en la japonesa de Tsuji, el periodo de inmovilidad con cuya mención se inicia el poema es “a year”. Esto carece de lógica: si el largo silencio ocupa todo el año, ¿en qué momento ocurre el estallido del canto? Pero Gautama V. Vajracharya aclara que el sánskrito samvatsara se refiere originalmente a los diez meses lunares del periodo de gestación. Es decir, nuestros nueve meses —que en realidad son nueve meses y una semana o diez días, más o menos. Es lo que dura el voto de silencio de los brahmines y lo que dura el letargo de las ranas deshidratadas bajo tierra. La “piel reseca” del segundo versículo no es una metáfora.

Naturalmente, no sabemos quién fue el autor del himno, aunque quizá deberíamos decir “los autores”, no solo porque hay quien cree que el primer verso, métricamente distinto de todos los siguientes, es una interpolación, sino porque sin duda muchas voces fueron puliendo el conjunto al repetirlo. De eso, de la repetición, es además de lo que habla sobre todo el poema: rito, ritmo y ciclo son repetición, como lo son enseñanza y aprendizaje. En el tercer versículo, el hijo se acerca al padre para aprender el canto; en el cuarto, sus voces son las de animales en celo; en el quinto, las ranas que se hacen eco unas a otras se asimilan a los discípulos que repiten el canto del maestro.

En el siglo XIX, la asimilación del canto védico al croar de las ranas fue tomada por sus primeros lectores occidentales como una sátira. Detrás de esa lectura insensata hay una sordera milenaria. En el Éxodo, donde son una plaga que castiga al pueblo de Faraón, las oraciones de Moisés no se asimilan al canto de las ranas, como las de los brahmines en los Vedas, sino que se les oponen, para acallarlas, expulsarlas y hacerlas volver al agua. Según San Isidoro de Sevilla, (Etimologías, XII, 6, 58), las ranas “deben su denominación a su garrulería: en época de celo llenan con su estrépito las lagunas y dejan oír el sonido de su voz con un clamor importuno”.

No conozco poema más antiguo dedicado a las ranas que este himno védico, ni tampoco más notable, sin excluir la comedia de Aristófanes ni la fábula de Ovidio ni el pasaje de Dante; pero, curiosamente, entre los muchos que recuerdo —cientos— solo el de André Frenaud, “La irrupción de las palabras”, parece provenir de su lectura (aunque el autor no lo dice en las líneas en que comenta su poema).

          Qué risa, las palabras. ¡Y cuando se desatan,

          se aglutinan y las degluto, igual

          que cien gritos de ranas en desove!

          Saltan, se llaman,

          se dispersan, me llaman

          y se reúnen y no sé

          si soy yo quien responde o aún ellas,

          frescura insobornable de un tumulto

          sin duda voz de nuestros hondos labios,

          donde el agua del mundo me dio vida.

          Me desaguo alumbrado por dioses renacuajos.

          Me alivio y crezco en estas voces abrumadoras,

          de un más allá surgidas, casi ya preparadas.

          Voy luego por ahí, muy orgulloso,

          y casi no me reconozco en esa cara

          que me mostraron y me asusta a veces,

          pues me dan comezón no sólo a mí.**

El poema de Frenaud se refiere, con sentido del humor, a la experiencia perturbadora de feminización que implica para el poeta el momento de la escritura. Lo cual me hace reparar en algo que debí señalar arriba: la palabra que nombra en español al bicho es femenina; en sánscrito, masculina.

Mexicano en Japón

Por Gabriel Zaid

Los escritores mexicanos que hacen obra son los que salen del país —dijo, hace muchos años, Max Aub. Tenía razón. Lo más común entonces era publicar un libro y dejar de escribir. Además, la experiencia de sumergirse en otras hablas del español o en otras lenguas aviva la conciencia literaria.

Los miles de mexicanos que hoy tienen becas en el extranjero ignoran que ese privilegio era excepcional, que las becas y empleos culturales no existían. Que Reyes y Borges escribieron, cuidaron, pagaron y repartieron sus primeros libros. No existía el aparato cultural.

Los empleos diplomáticos fueron la primera forma de apoyo a los escritores, aunque sin liberarlos de tareas burocráticas. Así llegaron a Japón los poetas y ensayistas José Juan Tablada, Octavio Paz y Aurelio Asiain.

La obra de Asiain es amplia y admirable. Ha publicado una veintena de libros. Su interés en otras culturas recuerda a Reyes, Tablada y Paz. Sus versiones de poemas croatas, recientemente publicadas en Letras Libres, son extraordinarias.

Quienes no lo han leído pueden empezar por Urdimbre (FCE, 2012), de venta en Amazon, donde hay media docena de libros suyos (y dos que le atribuyen, pero no lo son: sobre bibliotecas y tojolabales).

Lo primero que llama la atención de sus poemas es la perfección. Generalmente breves (el caso extremo es de dos versos: “Si fueras ola / no sabrías caer.”), son de una intensidad nada estridente. Los temas son variados: el amor, la hierba, las nubes, los árboles, la lluvia, la luna, los grillos, los poemas y hasta episodios urbanos eternizados:

          Como un perro empapado
         que entrara en el vagón
         medio vacío
         donde viaja la novia
         y al cerrarse las puertas
         se sacudiera felizmente.

Desde 2007 es profesor de español y estudios latinoamericanos en la Universidad Kansai Gaidai de Osaka. Ha publicado antologías de poesía mexicana en japonés y de poesía japonesa en español.
Además, cultiva el arte de la fotografía, que aprendió con Manuel Álvarez Bravo.


* Mi versión está basada en las inglesas de Ralph T. Griffith (The Hymns of the Rgveda, E. J. Lazarus, 1889), Arthur Anthony Mc Dowell (A Vedic Reader for Students, Clarendon Press, 1917), Wendy Doniger (The Rig Veda, Penguin, 1981), Stephanie W. Jamison y Joel P. Brereton (The Rig Veda, Oxford University Press, 2014). Me fueron particularmente útiles los libros de Gautama V. Vajracharya (Frog Hymns and Rain Babies: Monsoon Culture and the Art of Ancient South Asia, Marg Foundation, 2013) y Les Morgan (Croaking Frogs. A Guide to Sanskrit Metrics and Figures of Speech, Mahodara Press, 2011). Tuve a mano la de Naoshirô Tsuji (Rig Veda Sanka, Iwanami Shoten, 1970).

** L’irruption des mots Je ris aux mots. J’aime quand ça démarre,/ qu’ils s’agglutinent, et je les déglutis/ comme cent cris de grenouille en frai./ Ils sautent et s’appellent, / s’éparpillent et m’appellent/ et se rassemblent et je ne sais/ si c’est Je qui leur réponds ou eux encore/ dans un tumulte intraitablement frais/ qui vient sans doute de nos profondes lèvres,/ là-bas où l’eau du monde m’a donné vie./ Je me vidange quand m’accouchent ces dieux têtards./ Je m’allège et m’accroîs par ces sons qui dépassent,/ issus d’un au-delà, presque tout préparés./ J’en fais le tour après, enorgueilli,/ ne me reconnaissant qu’à peine en ce visage/ qu’ils m’ont fait voir et qui parfois m’effraie,/ car ce n’est pas moi seul qui par eux me démange.

ÁSS

LAS MÁS VISTAS

¿Ya tienes cuenta? Inicia sesión aquí.

Crea tu cuenta ¡GRATIS! para seguir leyendo

No te cuesta nada, únete al periodismo con carácter.

Hola, todavía no has validado tu correo electrónico

Para continuar leyendo da click en continuar.